Todo es motivo de espanto para una mala conciencia. “Huye el impío sin que nadie lo persiga” (Proverbios 28:1). Cuando Herodes, quien había hecho decapitar a Juan el Bautista, oyó hablar de Jesús se aterrorizó pensando que el profeta podía haber resucitado, pues esto significaría que la defensa de su víctima había sido tomada por Dios mismo. Por esa misma razón los hombres se espantarán cuando Jesús, el crucificado, aparezca en las nubes (Apocalipsis 6:2, 15-17; comp. Apocalipsis 11:10-11).
Bienaventurada la parte de Juan, el más grande de los profetas. ¡Qué contraste con la suerte del miserable homicida! Este último era cobarde más bien que cruel, como su padre Herodes el Grande. Débil de carácter y dominado por sus concupiscencias, cuando escuchaba a Juan le agradaba y “hacía muchas cosas” (v. 20, V. M.), excepto arrepentirse y poner su vida de acuerdo con la voluntad de Dios. Hacer muchas cosas, aún buenas, no basta para serle agradable. Pero he aquí llegó un día clave. Sí, una oportunidad para Satanás y para las dos mujeres de las cuales se sirvió. Un banquete, la seducción de una danza, una promesa irreflexiva cumplida por amor propio… bastaron para consumar un crimen abominable, pagado con los más horrendos tormentos del espíritu.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"