Las cortas parábolas del tesoro y de la perla subrayan dos verdades maravillosas: una, el gran precio que la Iglesia tiene para Cristo y que Él pagó para adquirirla –vendió todo lo que tenía; dio hasta su vida– y otra, el gozo que encuentra en ella. En el versículo 47, la red del Evangelio está echada en el mar de las naciones. El Señor había anunciado a sus discípulos que haría de ellos pescadores de hombres. He aquí, pues, los siervos trabajando. Pero no todos los peces son buenos, como tampoco son verdaderos creyentes todos los cristianos de nombre. Mas la Palabra permite conocerlos. El buen pez se reconoce por sus escamas y sus aletas (Levítico 11:9-11) y el verdadero creyente por su armadura moral, por su capacidad para resistir la penetración del mal y por no dejarse arrastrar por la corriente del mundo.
Al lado del tesoro que el Señor ha encontrado en los suyos (v. 44), el versículo 52 nos muestra el que el discípulo halla en su Palabra. ¿Esta es para usted el tesoro de donde sabe sacar “cosas nuevas y cosas viejas”? Este capítulo termina tristemente como el precedente, que habla sobre la incredulidad de la muchedumbre que no ve en Jesús más que “el hijo del carpintero”, de manera que su gracia no puede ejercerse para con ella.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"