En su perfecto conocimiento del corazón humano, el Señor distingue cuatro clases de personas entre los que oyen su Palabra. La primera es comparada a la tierra del camino, endurecida a base de ser pisoteada por el mundo. ¿Nuestro corazón se parecería a este camino sobre el cual el mundo pasa y vuelve a pasar de manera que la Palabra no puede penetrar más en Él?
Otros, como esos pedregales, son espíritus superficiales. Su conciencia no ha sido profundamente labrada por la convicción del pecado. Por eso la pasajera emoción experimentada al oír el Evangelio no es más que apariencia de fe. La verdadera fe tiene, necesariamente, raíces invisibles, pero se reconoce gracias a su fruto visible. Sin obras, la fe está muerta, ahogada como esos granos entre los espinos (Santiago 2:17). Pero la semilla también cae en buena tierra, en donde la espiga puede madurar a su tiempo.
La parábola de la cizaña nos enseña que el enemigo no solo arrebató la buena semilla cada vez que lo lograba (v. 19), sino que sembró mala semilla mientras los hombres dormían. El sueño espiritual nos expone a todas las malas influencias, por lo que somos exhortados continuamente a ser vigilantes (Marcos 13:37, 1 Pedro 5:8).