Los fariseos odiaban al Señor Jesús porque estaban celosos de su poder, así como de su autoridad sobre la muchedumbre. Negaban el origen de ese poder porque no podían negar los milagros mismos. Como ya lo habían hecho antes (cap. 9:34; 10:25), atribuyeron al príncipe de los demonios el poder del Santo Espíritu que Dios había dado a su muy amado Hijo (v. 18; comp. Marcos 3:29-30). Esta es la blasfemia contra el Espíritu Santo, el pecado que no puede ser perdonado. Por el contrario, la obra del Señor era la prueba de su victoria sobre Satanás, el hombre fuerte, a quien Él había “atado” en el desierto (cap. 4:3-10) por medio de la Palabra, y a quien ahora quitaba sus cautivos (Isaías 49:24-25). Luego, Jesús les mostró a esos fariseos que ellos mismos estaban bajo el imperio de Satanás: eran malos árboles produciendo malos frutos.
“De la abundancia del corazón habla la boca”. Si nuestro corazón está lleno de Cristo, será imposible no hablar de Él (Salmo 45:1); de manera inversa, los malos pensamientos, escondidos en lo más profundo de nosotros mismos, tarde o temprano subirán a nuestros labios. Y de toda palabra ociosa, es decir, simplemente inútil, cada uno tendrá que rendir cuenta un día.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"