En el capítulo 12 se acaba la primera parte de este evangelio. El Mesías, después de haber sido rechazado por quienes debieron ser los primeros en recibirlo, empezó a hablar de su muerte y de su resurrección. Era el gran milagro que quedaba por cumplir, del cual los judíos poseían una señal: la historia de Jonás, que fue tragado por el gran pez. Al mismo tiempo, el Señor mostró a los escribas y a los fariseos su aplastante responsabilidad, ya que ellos eran mucho más conocedores de la Palabra de Dios que los paganos de Nínive o que la reina de Saba. ¡Y cuánto sobrepasaba Él mismo a Jonás o a Salomón! Él había venido para habitar en la casa de Israel, echando al demonio y barriendo la idolatría (comp. cap. 8:31; 12:22-23). Pero como no había sido recibido, la casa quedaba vacía, pronta para abrigar un poder maligno mucho más terrible que el primero. Eso es lo que sucederá a Israel bajo el reinado del anticristo.
A la pregunta: “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?”, Jesús contestó extendiendo la mano hacia sus discípulos: “He aquí mi madre y mis hermanos”. Con eso mostraba que tenía que romper las relaciones terrenales y naturales con su pueblo. En contraste, desde el capítulo 13, explicó qué es el reino de los cielos y quién puede ser recibido en Él.