Jesús hizo la mayoría de sus milagros en las ciudades de Galilea. Pero los corazones permanecieron cerrados, como lo había profetizado Isaías: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?” (Isaías 53:1). Sin embargo, a esta pregunta Jesús pudo responder “en aquel tiempo” (v. 25) y dar gracias al Padre: “Escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños”. Y volviéndose a los hombres, los invitaba: “Venid a mí”; venid con esta fe infantil “y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Nadie, excepto Jesús, puede revelar al Padre. Aprendamos no solo por Sus palabras, sino también por Su ejemplo (Efesios 4:20-21).
Cerca de Jesús hallamos dos cosas en apariencia contradictorias: el descanso y el yugo. El yugo es una pieza de madera pesada que sirve para uncir a los bueyes; es símbolo de obediencia y servicio. Pero el yugo del Señor es fácil. El rescatado cambia su cansancio y la carga del pecado (v. 28) por la gozosa abnegación del amor. El apóstol Pablo dice de las iglesias de Macedonia: “Doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas… pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los santos. Y no como lo esperábamos, sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros” (2 Corintios 8:3-5).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"