Ver a Jesús por donde anduvo

Junto al mar

El monte nos habla íntimamente de la comunión con el Señor. El mar presenta, sobre todo, las circunstancias exteriores, el ruido de la muchedumbre, los altibajos de la vida y también el ministerio público que tuvo un amplio lugar en la senda de Jesús.

En efecto, el Señor no permaneció en el monte donde llamó a sus apóstoles, después de una noche de oración, sino que “descendió con ellos, y se estuvo en un lugar llano, en compañía de sus discípulos y de una gran multitud de gente” (Lucas 6:17). Jesús se acercó a los enfermos, a las almas atormentadas, siempre estuvo dispuesto para cada uno. No pasó su vida en las alturas; también descendió junto al mar. No se alejó de la multitud, al contrario, se acercó a ella; se encontró con cada uno tal como era, sin hacer discriminación entre los simpáticos y los más repulsivos; siempre estuvo presto para responder incansablemente a todas las necesidades: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir”.

Junto al mar

“Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar” (Mateo 4:18). ¿Le vemos nosotros recorrer así la ribera? Los dos hombres dejaron sus redes, fuente de sus recursos, y le siguieron; Jesús les haría pescadores de hombres.

Más adelante halló a otros dos hermanos, Jacobo y Juan, que remendaban sus redes en la barca, e inmediatamente los llamó. Ellos no dejaron solamente la barca, sino también a su padre. “Después volvió a salir al mar; y toda la gente venía a él… Y al pasar, vio a Leví hijo de Alfeo, sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: “Sígueme. Y levantándose, le siguió” (Marcos 2:13-14). Leví (o sea Mateo – Mateo 9:9) dejó su posición de servicio a los romanos, su trabajo, su profesión; jamás podría volver a tomarlo, como sus colegas a sus redes (Juan 21); hablando simbólicamente, no llevó consigo sino la pluma y la tinta; muchos años más tarde escribiría el evangelio según Mateo que haría viva, por todas las generaciones, la carrera del Mesías prometido.

En medio de sus actividades profesionales y de sus obligaciones familiares, el llamado del Señor alcanzó a esos hombres. Le dieron el primer lugar. Luego toda su vida fue transformada. El Señor no llama a cada uno de los suyos a consagrar todo su tiempo a su servicio; pero a menudo nos presenta una u otra tarea particular; la gracia pone ante nosotros las ocasiones de serle útiles. ¿Le responderemos como el siervo de Job (Job 19:16), o como estos hombres de Galilea?

Junto a este mar Jesús sanó a muchos enfermos, socorrió a los afligidos, libró del poder del mal a los que estaban cautivos (Marcos 3:7-11).

Otra vez comenzó Jesús a enseñar junto al mar, y se reunió alrededor de él mucha gente, tanto que entrando en una barca, se sentó en ella en el mar; y toda la gente estaba en tierra junto al mar
(Marcos 4:1).

¡Qué cuadro de la perseverancia incansable del perfecto Salvador, quien sabía tanto obrar como enseñar! Se adaptaba a su auditorio, instruyendo a unos por medio de parábolas y, en la intimidad, interpretando todo a sus discípulos (Marcos 4:33-34). La multitud venía de muy lejos, del sur y del norte del país. Jesús tuvo compasión de ellos. ¿La tenemos también nosotros, en nuestra época tan carente de fe cristiana, cuando tantas almas tienen necesidad del mensaje de Cristo, como ovejas cansadas y dispersas que no tienen pastor?

Vino “al mar de Galilea… Y le trajeron un sordo” (Marcos 7:31-35). Nosotros también podemos traer almas al Señor, como Felipe lo hizo con Natanael, o Andrés con Simón (Juan 1). ¡Cuántos ciegos y sordos hay a nuestro alrededor! Jesús tomó al hombre aparte y, tocándolo, mostró que de corazón compartía sus circunstancias. Se necesita una decisión personal para pertenecer a Cristo. El Señor levantó los ojos al cielo, ejemplo para nosotros cuando sentimos nuestra incapacidad. Los oídos y la boca del sordomudo fueron abiertos. ¿Qué escucharía luego? ¿Qué clase de palabras pronunciarían sus labios? Jesús dijo: “Efata”, que significa: “sé abierto”. Ábrete a una nueva vida, a la verdad, al verdadero gozo. Si sabes escuchar, podrás hablar y compartir el mensaje de la gracia de Dios con otros. Si entre nosotros hay demasiados mudos, ¿no será porque no saben oír?

Los discípulos fueron con el Maestro “aparte” para contarle “todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado” (Marcos 6:30). “Aparte” los oídos del sordo fueron abiertos; primero hay que escuchar, luego ver, como el ciego conducido por Jesús “aparte” para sanarlo. Y después contemplar Su gloria “aparte” sobre el monte alto.

Las travesías

Al atardecer de una jornada, después de que el Señor enseñó a la multitud anunciando la Palabra “conforme a lo que podían oír”, dijo a sus discípulos: “Pasemos al otro lado”. Iban a cruzar el mar, símbolo de toda la agitación de las circunstancias de la vida, pero Jesús estaba con los suyos. ¿Por qué temieron ante el viento y las olas, y no tenían fe? Porque habían olvidado el poder de Aquel que les acompañaba (Marcos 4:35-41). Él, como hombre, cansado del trabajo del día, “estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal”. Es la única ocasión en la que le vemos dormir. Pero no le fue dado el reposo, como tampoco le fue dada el agua cuando tenía sed en el pozo de Sicar, ni pudo comer los higos de la higuera que solo tenía hojas.

En su humanidad perfecta, conoció el cansancio, la sed y el hambre; no hubo descanso para él. Como verdadero Dios, se levantó, reprendió al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza”. Y decían entre ellos: “¿Quién es este…?”. Agur ya lo había preguntado diciendo:

¿Quién encerró los vientos en sus puños? ¿Quién ató las aguas en un paño? ¿Cuál es su nombre, y el nombre de su hijo, si lo sabes?
(Proverbios 30:4).

Y nosotros, ¿qué respuesta daremos?

Jesús atravesó el mar para liberar a un hombre poseído por el demonio. Tal era su amor por la multitud como por un hombre endemoniado. Pasando nuevamente a la otra orilla, estando junto al mar (Marcos 5:21), vino a él Jairo, suplicándole por su hija. Una mujer fue sanada en el camino; la joven fue devuelta a sus padres. Luego “salió Jesús de allí y vino a su tierra, y le seguían sus discípulos”.

Otra noche, en otra travesía, los discípulos estaban nuevamente solos “en medio del mar” (Marcos 6:47). Era la prueba en la que el Señor los había puesto, después del gozo de la multiplicación de los panes. Necesitaban esa experiencia, pues por los milagros “aún no habían entendido”. Así es cuando un tiempo de bendiciones no nos ha acercado más al Señor; él permite días de adversidad para llevarnos a conocerle mejor: “Verdaderamente eres Hijo de Dios” (Mateo 14:33). Echados de un lado a otro por la tempestad, cansados de remar, como lo vimos anteriormente, los discípulos habían olvidado al Señor. Cuando él fue hacia ellos, creyeron ver un fantasma. Él no se impuso, simplemente hizo como si quisiera “adelantárseles”, como más tarde en Emaús: “hizo como que iba más lejos”. ¡Pero él desea ser invitado! Al clamor de ellos, su voz respondió: “Yo soy, no temáis”. Primero tranquiliza el espíritu; luego los elementos desencadenados serán apaciguados. La depresión mental no proviene de las circunstancias, sino de la manera como estas son abordadas. El creyente debe afrontarlas con un espíritu sereno, en comunión con el Señor, para poder oír su voz diciéndole: “Yo soy, no temáis”. Pedro quiso ir al encuentro del Señor, caminando sobre el tempestuoso mar. Necesitaba todo el poder divino para lograrlo, pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo y comenzó a hundirse. ¿Qué sucedería? “¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él” (Mateo 14:28-31). La mano fiel no dejó que su discípulo desapareciera en las aguas. El hombre de poca fe había dudado, pero el Salvador no tardó en socorrerlo. “Y cuando ellos subieron en la barca, se calmó el viento”.

Otra travesía por el mar (Marcos 8:10) había llevado a Jesús a la región de Dalmanuta. Los fariseos discutían con él. El Señor sentía su oposición tenaz, “gimiendo en su espíritu” (v. 12). Dejándolos, entró otra vez en la barca y se fue a la otra ribera. ¿Qué fin tenía esta doble travesía? A su regreso, enseñó a sus discípulos y los puso en guardia contra la levadura de los fariseos y la de Herodes: hipocresía, legalismo, formalismo; y por otra parte, contra la búsqueda de posición por medio de la amistad con el mundo. Les hizo nueve preguntas sucesivas, y ellos no supieron qué responder. Se parecían al ciego al que el Señor condujo hasta que su vista fue restablecida para que viera “claramente”. Con tristeza tuvo que decirles: “¿No entendéis ni comprendéis?”. Lo mismo sucede con nosotros, a veces dudamos del poder de Dios, y más aún, de su amor.

Las pescas milagrosas

En Lucas 5 Pedro, quien ya se había encontrado con Jesús a orillas del Jordán, conoce su poder y encuentra en él a su Salvador. Ante el milagro, exclama: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”. Pero Jesús no se apartó. No rechazó al pecador que estaba de rodillas ante él; al contrario, le dijo: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”. Después podría palpar el poder del Creador. Sin reflexionar, cuando los recaudadores de impuestos le preguntaron si su maestro pagaba el impuesto, contestó que sí. ¡Qué aprieto cuando se encontró con él en la casa y Jesús le planteó la cuestión! Sin embargo, Jesús aceptó la posición de extranjero en la tierra. Él, el Señor del templo, se sometió a pagar el impuesto para no escandalizarlos. Para eso el Creador no tenía necesidad de ayuda humana. No pidió limosna. Envió a su discípulo a echar el anzuelo al mar y tomar el primer pez que sacara:

Y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti
(Mateo 17:24-27).

¿Por qué dice por mí y por ti, y no por nosotros? Pedro había puesto a su Maestro al nivel de otro judío, pero la gloria del Mesías debía ser preservada. Él no estaba al mismo nivel que su discípulo, aun si en su humillación tomaba ese lugar. El mensaje transmitido por María Magdalena diría: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre (no, a nuestro Padre), a mi Dios y a vuestro Dios”. Coloca a los suyos en su misma relación con el Padre, con su Dios. Pero él sigue siendo el “primogénito entre muchos hermanos”.

Simón Pedro, el pescador, ya encontró al Salvador y al Creador. Más tarde conoció al Restaurador. A orillas de este mismo mar de Galilea, después de otra pesca milagrosa, Jesús resucitado le dijo: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?”. Pedro solo pudo responder: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”. Luego Jesús lo restauró en el servicio: Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas, apacienta mis ovejas (Juan 21). El amor por el Señor y por los suyos es lo único que importa.

A orillas de este mar de Galilea, la muchedumbre se había beneficiado del ministerio del Salvador. A orillas del mar y en el mar, los discípulos aprendieron a conocerle en su poder, en su amor y en su gracia. Habían gozado estar junto a él en el monte. Pero allá arriba jamás hubieran aprendido las lecciones que recibieron en el mar, con el viento y las tempestades, en medio de los lisiados, los pobres, los ciegos.

Vendrá un día cuando será dicho: “El mar ya no existía” (Apocalipsis 21:1). Hay un reposo para el pueblo de Dios. Reposo eterno junto a Jesús; las penas y los dolores habrán pasado; pero el Amigo fiel que estuvo con nosotros para atravesarlas, será el mismo para siempre.