A orillas del Jordán
Juan el Bautista había sido enviado para preparar “el camino del Señor” (Mateo 3:3). En medio de la ruina moral de Israel, un pequeño residuo todavía esperaba al Mesías. Venían a su bautismo, bautismo de arrepentimiento, confesando sus pecados. Juan anunciaba que aquel que vendría después de él sería más poderoso que él; decía que él mismo no era digno de desatar sus sandalias. El pueblo debía esperar, pues, a un gran personaje.
“Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán…”. En aquellos días Jesús de Nazaret… hijo del carpintero de su aldea, y también carpintero, hombre pobre, sin renombre, se aproximaba al río. No venía para hacer milagros, sino a tomar humildemente un lugar entre los que se arrepentían, aunque no tenía ningún pecado que confesar, porque él “no hizo pecado” (1 Pedro 2:22), “no conoció pecado” (2 Corintios 5:21), “no hay pecado en él” (1 Juan 3:5).
Estaba enteramente separado del mal en su naturaleza y en sus caminos. Pero convenía a la posición que había tomado en medio de su pueblo terrenal, que “cumpliese toda justicia”. Encontraba su complacencia en los “íntegros” de la tierra, quienes se arrepentían y confesaban sus pecados (Salmo 16:3). Ese primer contacto ponía en evidencia toda su humildad y la gracia que todavía hoy empuja al arrepentimiento y le responde.
Sin embargo, era necesario que fuese diferenciado claramente de todos los asistentes. Después de haber sido bautizado, subió del agua y oró. El cielo se abrió y el Espíritu Santo descendió sobre él. Cuando Juan lo vio ir hacia él, dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). ¿De dónde venía este cordero? ¡No solo de Nazaret! A través de todo el Antiguo Testamento, muchas figuras anunciaban ya su venida. Desde el monte Moriah, su sacrificio marcó toda la historia de Israel. Su origen es desde la eternidad (Miqueas 5:2). Venía desde mucho antes todavía, desde el fondo de la eternidad: “ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:20). “Es antes de mí”, decía Juan el Bautista. El comienzo de nuestro capítulo lo declara:
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios
(Juan 1:1).
¿Y con qué fin venía? Para quitar “el pecado del mundo”, pero también para bautizar “con el Espíritu Santo” a los creyentes, y con “fuego” a los que rechacen el Evangelio y sean alcanzados por el fuego del juicio.
Un testimonio mayor aún que el de Juan le sería dado. Cuando Jesús nació, el ángel anunció a los pastores el gran motivo de gozo. Pero aquí la voz del Padre mismo se hizo oír: “Este es (en Marcos y en Lucas dice: Tú eres) mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17).
Por primera vez el Dios invisible se dirigía al Dios manifestado. Claro que en su humillación era Jesús de Nazaret; pero la fe aprendía a discernir en él al Cordero de Dios. Era además el “Hijo amado” del Padre. Se dio a conocer la Trinidad: el Espíritu Santo descendió sobre él como una paloma, y “permaneció sobre él”.
Juan solo fue una voz, no un objeto de contemplación. “Vio” a Jesús; le rindió testimonio. “El siguiente día vio… a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios”. Todo su ser y todo su corazón se concentraban en esta Persona, y su testimonio iba a animar a otros para seguir a Jesús. Fue un encuentro inolvidable; y los dos discípulos anotaron el momento: la hora décima. Luego otros fueron ganados por su testimonio. Si nosotros estuviésemos más compenetrados por el inmenso amor del Cordero de Dios, ¿no seríamos todos testigos más fieles de la grandeza de nuestro Salvador y de su obra? (Salmo 45:1).
El ministerio de Juan el Bautista iba a tener su fin. ¡Qué gozo había tenido al contemplar a esta Persona maravillosa! Mediante esta misma contemplación, la vida de cada uno de nosotros puede ser transformada (2 Corintios 3:18). Y Juan terminó “su carrera” (Hechos 13:25) con estas palabras: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30), las cuales han resonado desde entonces en los corazones de muchos cristianos.