En el camino
¡Cuán hermosos son… los pies…
del que anuncia la paz!
(Isaías 52:7).
El camino del Señor Jesús en la tierra, su carrera, puede dividirse en tres períodos: primero, su ministerio en Galilea, enseñando, predicando y sanando en ciudades y aldeas; segundo, su estancia en Galilea y al norte del país donde, rechazado, “se retiró”; y en fin, el último viaje para subir a Jerusalén.
¿Qué rasgos de su carácter discernimos en este camino? Ante todo, la obediencia a Dios; había recibido una misión y la cumplía, aun cuando Satanás trató de desviarlo. Para él solo contaba hacer la voluntad de Dios: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). Su constante dependencia lo llevó a ser un hombre de oración, deseando hacer siempre lo que agrada a Dios. A lo largo de todo el camino demostró una firmeza inquebrantable. Los obstáculos, los enemigos, los sufrimientos y las decepciones jamás le detuvieron. “Afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Profundamente turbado en su alma santa por la perspectiva de la cruz, donde debía ser “hecho pecado”, no desvió en nada la meta señalada: “Para esto he llegado a esta hora” (Juan 12:27). A lo largo del camino fue un verdadero hombre. Jamás usó de su poder en favor suyo. Tuvo hambre, sed, estuvo cansado del camino, pero de ninguna manera hizo un milagro para aliviarse a sí mismo. Fue pobre, pero no debía nada a nadie. No tenía dinero, pero enriqueció a muchos; no tuvo graneros, pero alimentó a las muchedumbres. ¡Cuántas veces su corazón fue movido de compasión, hasta llorar ante la tumba de Lázaro, o sobre Jerusalén! Hombre perfecto en todo, algunas veces dejó brillar algún rasgo de su divinidad. El Verbo hecho carne vivió en medio nuestro, “y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre” (Juan 1:14).
Cuando consideramos su andar perfecto, podemos repetir con el profeta: ¡Cuán hermosos son los pies (no los labios) “del que anuncia la paz”! Y ese sendero de amor le condujo hasta la cruz, donde los hombres clavaron esos pies que habían recorrido tantos caminos en la tierra. El hombre interrumpió voluntariamente el camino del Señor.
En Galilea
Juan el Bautista había mirado “a Jesús que andaba por allí” (Juan 1:36). Los ojos de nuestro corazón necesitan verle así, tal como Mateo, entre otros, nos lo presenta: caminando a lo largo del mar de Galilea, recorriendo todo el país, enseñando en las sinagogas, subiendo al monte, luego descendiendo, entrando en Capernaum; un poco más tarde pasando a la otra ribera, más adelante llamando a Mateo, sanando a los dos ciegos.
Para el pueblo que moraba en tinieblas, la luz había resplandecido. “Jesús iba por todas las ciudades y aldeas” enseñando, predicando, sanando, teniendo compasión de las multitudes, perseverando siempre para enseñar y predicar en sus ciudades. Parece no haber omitido ninguna localidad en esta Galilea despreciada por el resto del pueblo. Desconocido al comienzo de su ministerio (Juan 1:26), aunque su servicio siempre había sido cumplido en público (Juan 18:20), ¿fue mejor conocido al final? “El mundo no le conoció” (Juan 1:10). Unas pocas personas tuvieron los ojos abiertos, discernieron su belleza y, a través de él, vieron al Padre (Juan 14:9).
Un pequeño cortejo le seguía de ciudad en ciudad: los doce, y algunas mujeres (Lucas 8:1-3). Ellas lo había seguido y servido “cuando él estaba en Galilea”, nos dice Marcos 15:41; supieron aprovechar el tiempo cuando la ocasión les fue ofrecida. Tal vez más cerca que otros, ellas habían visto “sus pies” recorrer el camino. En la cruz, cuando todos le abandonaron, ellas estuvieron fieles allí.
Isaías… vio su gloria, y habló acerca de él
(Juan 12:41).
En el templo él había contemplado “al Señor sentado sobre un trono alto y sublime”, y había escuchado a los ángeles proclamando: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3). En la visión profética, había considerado Su humillación (Isaías 53). Pero, ¡cómo le hubiera adorado si le hubiera visto recorrer su sendero de amor, cuando bajo el velo grueso de un “galileo” se escondía la gloria del Hijo amado del Padre!
Sin embargo, “las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros… no se habían arrepentido” y los fariseos “tuvieron consejo contra Jesús para destruirle” (Mateo 11:20; 12:14). Entonces Jesús tuvo que retirarse y continuar su servicio, cada vez más discreto, si así podemos decirlo, a veces fuera de los límites del país. Siempre se retiró con dignidad, sin huir; no hubo nada indecoroso en su comportamiento.
Se apartó
Ezequiel había visto la nube dejar lentamente el santuario, detenerse a la entrada del templo, después a la puerta de la ciudad, para luego desvanecerse en el monte de los Olivos. Jesús se apartó. “Salió Jesús de la casa” (Mateo 13:1); se fue “a un lugar desierto y apartado” (Mateo 14:13); “de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón” (Mateo 15:21). Fuera del país, sanó a la hija de la mujer sirofenicia, cuya fe superó todos los obstáculos. ¿Sería este el fin de su ministerio en Israel?
Lentamente volvió “junto al mar de Galilea” (v. 29), luego “a la región de Cesarea de Filipo” (Mateo 16:13). Pedro, recibiendo la revelación del Padre, declaró: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Entonces Jesús reveló la nueva dispensación que reemplazaría a Israel puesto de lado:
Sobre esta roca (Cristo mismo, 1 Pedro 2:6-7) edificaré mi iglesia.
La Iglesia tomaría el lugar de Israel como testimonio de Dios en la tierra. La revelación sería dada más tarde a los apóstoles; pero para llegar a esto, era necesario que Jesús pasara por los sufrimientos y entregara su vida: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho… y ser muerto, y resucitar al tercer día (Mateo 16:21). Este anuncio de sus sufrimientos fue repetido cuando descendieron del monte de la transfiguración; luego, con más precisión, “estando ellos en Galilea” (Mateo 17:22). Finalmente, “aconteció que cuando Jesús terminó estas palabras, se alejó de Galilea” (Mateo 19:1).
Hacia Jerusalén
En la parábola de Lucas 10, el samaritano “iba de camino” (v. 33); había dejado el lugar de bendición (Jerusalén) para ir al de maldición (Jericó), figura del Salvador que se había humillado a sí mismo para llegar a ser obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, a fin de socorrer a los miserables caídos a lo largo del camino.
El evangelio de Lucas hace resaltar particularmente las etapas del último viaje del Señor, desde el momento en que Jesús “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Envió mensajeros para que le preparasen un albergue en una aldea de Samaria; “mas no le recibieron, porque su aspecto era como de ir a Jerusalén”. Jacobo y Juan querían hacer descender fuego del cielo, pero el Señor los censuró fuertemente. La pequeña compañía se fue “a otra aldea”; rechazado, Jesús aceptó ser el humilde nazareno y continuó su camino sin murmuración.
“Yendo ellos” (cap. 9:57), les subrayó el renunciamiento que él, el Señor, espera de los suyos: no yo “primero” (cap. 9:59), sino la abnegación que se une en el mismo sendero con él, sin “mirar atrás” (cap. 9:62).
Qué alivio para su corazón cuando, después del rechazo de los samaritanos, “yendo de camino” fue recibido en casa de Marta (cap. 10:38). Fue como un oasis en el camino; allí María, sentada a sus pies, “oía su palabra”.
Pero era necesario continuar el camino:
Pasaba Jesús por ciudades y aldeas, enseñando, y encaminándose a Jerusalén
(Lucas 13:22).
$Alguien se extrañó de ver, después de tantos años de ministerio, un grupo tan pequeño acompañando al Maestro. No importa si son pocos, parece decir Jesús; esfuérzate tú “a entrar por la puerta angosta” antes de que se cierre (cap. 13:24).
Ante la oposición, Jesús perseveraba: “He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra. Sin embargo, es necesario que hoy y mañana y pasado mañana siga mi camino; porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Lucas 13:32-33). Había dejado Galilea, su lago, sus colinas, su vegetación. Pronto, desde Jericó, subiría a Jerusalén por ese desierto de Judá, árido y ardiente, donde a lo alto, muy alto y muy lejos, se levantan las primeras casas de esta Jerusalén que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. Desde el monte de los Olivos contemplaría esta ciudad endurecida, envuelta en su propia justicia, donde finalmente solo encontraría una cruz: “Es necesario que… siga mi camino”.
Sin embargo, “yendo Jesús a Jerusalén”, un encuentro regocijó su corazón: el de los diez leprosos a quienes sanó; uno de ellos volvió sobre sus pasos para agradecerle (Lucas 17:11-19). Es la única vez que se muestra en el evangelio que alguien, sanado por Jesús, le agradece, le rinde gratitud. Otros le “siguieron en el camino”, tal como Bartimeo, o las mujeres que le servían con sus bienes. Pero solo este hombre, postrándose “a sus pies”, le dio gracias verdaderamente. Con tristeza el Señor le preguntó: “Y los nueve, ¿dónde están?”. A pesar de todo, uno había vuelto para dar gloria a Dios; así Jesús bebió un poco “del arroyo… en el camino” (Salmo 110:7).
La meta se aproximaba. “Tomando Jesús a los doce, les dijo: He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y afrentado, y escupido. Y después que le hayan azotado, le matarán; mas al tercer día resucitará” (Lucas 18:31-33). En semejante momento, el corazón del Salvador hubiera deseado tanto encontrar quien se compadeciese de él, pero
No lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé
(Salmo 69:20).
De los discípulos se nos dice: “Pero ellos nada comprendieron de estas cosas”. Estaban preocupados por tener el primer lugar en el reino (Marcos 10:35-37, 41; Lucas 22:24).
El Señor seguía su camino. El ciego de Jericó supo “que pasaba Jesús nazareno”. Entonces gritó e insistió; el Salvador se detuvo y le sanó. Zaqueo “subió a un árbol sicómoro para verle; porque había de pasar por allí”. El Maestro lo vio, y se invitó a su casa; la casa del publicano se abrió para recibirle. Esta solo fue una etapa: Iba hacia adelante, “subiendo a Jerusalén”… llegando cerca de Betania, al “monte que se llama de los Olivos”. La multitud que iba a la fiesta clamaba: ¡Hosana! Pero él, “cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella”. Él conocía el juicio que vendría sobre esa ciudad culpable de rechazar a su Mesías. Entró, humilde, montado en un pollino, hijo de asna (Zacarías 9:9; Mateo 21:5). Un día vendrá sobre un caballo blanco, será el “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:11-16).
Por última vez Jesús “se fue, como solía, al monte de los Olivos” (Lucas 22:39). Allí, en el huerto, suplicó a su Padre que si era posible pasase de él esa copa, sin embargo se sometió a la voluntad del Padre. Desde entonces, “como cordero fue llevado al matadero” (Isaías 53:7; Lucas 22:54, 66; 23:1, 14, 26).
“Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí”. Los pies que tanto habían caminado por los senderos de Galilea y que habían hecho el largo trayecto hasta Jerusalén, estaban ahora clavados en el madero maldito. El camino de la humillación estaba terminado.
Tu camino solitario por donde fuiste a la cruz,
De todos desconocido sea nuestro ¡oh Jesús!
En tu senda Tú esparciste gozo, paz y caridad,
Y tu corazón abriste para nuestra humanidad.
Allí ¡qué bienes hallamos, qué tesoros de bondad!
Siempre viendo Dios en ellos amor, luz y santidad;
Por tu sangre redimidos andamos en pos de Ti,
Tuyos ya, de Dios nacidos, queremos servirte aquí.
Y si al andar en tus pasos encontramos el dolor,
También allí probaremos tu consuelo ¡oh Salvador!
Puestos en tu faz los ojos, pese a nuestra poquedad,
El reflejo mostraremos de tu santa humanidad.
Esa senda se termina en el glorioso fulgor
Do brilla la faz divina del Hombre, el gran Vencedor;
Allí, Jesús, satisfecho en los tuyos y en su bien
Y tu amor llenará el pecho del que en Ti halló sostén.
Himnos & Cánticos, Nº 117