Ver a Jesús por donde anduvo

En el monte

El monte ocupa un lugar importante en la Palabra. A menudo Dios se reveló allí, y allí se sentía su presencia. En Moriah, Abraham y su hijo Isaac iban juntos. En Sinaí, Moisés recibió las revelaciones divinas. En el monte Nebo contempló, en la compañía de Dios, toda la extensión del país. La maldición y la bendición eran pronunciadas sobre los montes Ebal y Gerizim.

Pero cuánto más atrayentes son para nosotros los montes del Nuevo Testamento, en particular los que están relacionados con la vida del Señor Jesús.

El monte, generalmente un lugar de tranquilidad y recogimiento, contrasta con la llanura en Mateo 5:1, donde se encontraba la multitud. En el monte los discípulos se acercaron a Jesús, quien estaba sentado allí. Siguieron momentos de comunión, apartados, con él. El Maestro abrió su boca, y nueve veces consecutivas repitió:

Bienaventurados… bienaventurados… Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos
(Mateo 5:1-12).

Primera escena del evangelio donde trae la felicidad a aquellos que le seguirán, una felicidad que tiene su parte arriba y no en la tierra. (Al final de su ministerio, ¡cuántas veces el Señor tendría que repetir: “Ay… ay…”!, porque fue rechazado (Mateo 23:13).

Sobre este monte, Aquel que había promulgado la ley en el Sinaí volvió a tomar algunos términos para mostrar que en el reino se juzgará no solamente según los frutos, sino según la fuente secreta que los haya producido. Pero ahora, en medio de los suyos, personificaba la gracia, trayendo una atmósfera apacible y bendita, tal como Moisés la había encontrado en Horeb, cuando “Yo soy” había “visto” y “oído” la miseria de su pueblo y había “descendido” para librarlos (Éxodo 3).

Para escoger a los doce discípulos, Jesús fue nuevamente primero “al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios” (Lucas 6:12). Esa elección sería decisiva para toda la vida de esos hombres. “Desde el principio” (Juan 6:64) Jesús sabía lo que acontecería con cada uno de ellos, en particular con Judas, quien le entregaría. A algunos les cambió sus nombres, pero no su carácter. Se necesitaría toda la educación divina para hacer de un Boanerges (Hijo del trueno) el “discípulo a quien Jesús amaba”; de un Tomás, a menudo incrédulo y terco, un discípulo fiel. Con ese fin, el Hombre perfectamente dependiente había pasado una noche orando. Es, pues, muy importante que consagremos tiempo a la oración antes de hacer una elección y de tomar una decisión. Sobre este monte Jesús llamó a “los que él quiso” (Marcos 3:13), ¡no a los que deseaban ser elegidos! Job dijo: “Llamé a mi siervo, y no respondió” (Job 19:16). En el monte donde el Maestro iba a establecer a sus discípulos, ellos vinieron a él. ¿Cuál era el propósito de su llamado? Era un objetivo triple. Primero, “para que estuviesen con él”. Cuán importante es, antes de cualquier servicio, pasar suficiente tiempo con él, para ser formados, enseñados, preparados. Durante tres años el Señor Jesús dedicaría su corazón y su esfuerzo para formar a esos discípulos. Ellos estarían con él en el monte, en el mar, en el camino y hasta en el huerto de Getsemaní.

Luego los enviaría a predicar. El precioso testimonio dado de su Persona y de su obra traspasaría los límites de Jerusalén y de Samaria, y se extendería “a toda criatura” (Marcos 16:15). Predicación oral y escrita, pero también, y especialmente, a través de la vida y la conducta. Por último, les dio “autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios”. No solo el hacer milagros como señal del poder de Dios para introducir el Evangelio, sino el milagro aún más grande de la salvación de un alma, librándola del poder de Satanás.

Varias veces Jesús se fue solo, aparte, para orar. Como continuamente estaba rodeado de enfermos, de discapacitados, de multitudes que le apretujaban, necesitaba esta soledad con su Padre. Después de la primera multiplicación de los panes, cuando la muchedumbre hablaba de “venir para apoderarse de él y hacerle rey, volvió a retirarse al monte él solo” (Juan 6:15). Había instado a sus discípulos a entrar en la barca e ir delante suyo a la otra ribera, mientras él despedía a la multitud. Para los discípulos existía el peligro de ser adulados por esa gente, o de desear que el Mesías rechazado tomara un lugar que solo debía recibir más adelante. Después de haber cumplido un servicio con éxito, es necesario velar para saber retirarse antes que recibir cumplidos y alabanzas. Repasando luego los acontecimientos, solo en la presencia de Dios se puede discernir las faltas y las debilidades, en lugar de pensar en gloriarse (comparar Marcos 6:30).

Jesús oró sobre este monte. Los discípulos estaban en medio del mar. Los veía remando atormentados. El viento les era contrario; durante horas no avanzaron sino veinticinco o treinta estadios (algunos kilómetros). Jesús, viéndolos, intercedía por ellos; los discípulos lo habían olvidado, y cuando él se acercó, andando sobre el mar –lo que ningún otro podía hacer– creyeron ver un fantasma, en vez de recibir a su Maestro con gozo.

En los evangelios se encuentran otros montes, pero hay uno más alto que los demás, a donde el Señor Jesús, tomando consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan los llevó aparte. Ellos habían sido testigos de la resurrección de la hija de Jairo. Más tarde, Él les invitaría a velar con él en el huerto de Getsemaní. Entre esas dos etapas, se encontraban en aquel momento apartados, solos con su Maestro en el monte; él oraba, pero ellos estaban rendidos de sueño (Mateo 17, Lucas 9). Cuando despertaron “vieron la gloria de Jesús”.

“Seis días después, Jesús…”, se nos dice en Mateo y Marcos. Después de seis días de trabajo, de servicio, hay un día con Jesús, para contemplarle. Lucas nos dice: “Como ocho días después”; ese octavo día nos habla del primer día de una nueva semana. ¿Por qué los discípulos estaban rendidos de sueño, igual que en Getsemaní, cuando se durmieron de tristeza? ¿Por qué tan a menudo nuestros espíritus están preocupados, adormecidos, hasta indiferentes, cuando reunidos alrededor del Señor anunciamos su muerte y contemplamos su gloria?

Cuando sus ojos fueron abiertos, le vieron “resplandeciente” como la luz; dos personas, Moisés y Elías, hablaban con él “de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (Lucas 9:31). El día de la resurrección, en el camino a Emaús, el Hombre resucitado recordaría a dos discípulos que era necesario que el Cristo sufriese y entrase en su gloria. Los sufrimientos debían ser su parte; las glorias solo vendrían después. Ahora, sobre este monte, ya tenemos un bosquejo. La gloria que brilló allí no fue solamente la del Mesías. Mientras Moisés y Elías desaparecieron, la Voz que ya había resonado en el Jordán se hizo oír nuevamente: “Este es mi Hijo amado; a él oíd”. El Padre presentó al Hijo quien, junto con el legislador y el profeta, acababa de hablar sobre la obra. Los discípulos volvieron a encontrarse con “Jesús solo”. Los tiempos de Moisés y Elías estaban cumplidos; “Jesús solo” debía ser escuchado. La visión de la gloria milenial se apagó. Delante de ellos solo permaneció Aquel que era, es y será el Hijo amado del Padre.

Sobre el monte de los Olivos, frente a Jerusalén, Jesús pronunció el gran discurso profético que anunciaba el fin de la ciudad y los acontecimientos de los últimos días. Pasó allí sus últimas noches, cuando ninguna casa en Jerusalén se abrió para recibirlo (Lucas 21:37). En el huerto, al pie de este monte, vivió las horas terribles de su agonía. En Betania, detrás de este mismo monte, el Salvador resucitado, levantando sus manos, bendijo a los suyos y fue llevado al cielo. Sobre este monte también afirmará sus pies el día de su gloriosa aparición (Zacarías 14:4), para librar al remanente de su pueblo que habrá reconocido su culpa y clamado a él en medio de las angustias de la gran tribulación.

Antes de la ascensión, el Señor se apareció a sus discípulos en Galilea, en el “monte donde Jesús les había ordenado” ir (Mateo 28:16-20). Sobre este monte de la resurrección, el Vencedor de la muerte, a quien fue dada toda autoridad, se aproximó y confió a los suyos la misión (repetida en diversas formas al fin de cada evangelio y al principio de los Hechos) de ir a hacer discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles que guardaran todas las cosas que les había mandado: “Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

Como él, vale la pena ir de vez en cuando “al monte”. No para quedarse solo (porque puede traer graves tentaciones), sino para estar ante la presencia de Dios. No solamente una hora o dos, sino un día, dos días, tres días…

 

¡Te necesito ya! Bendito Salvador,
Me infunde dulce paz tu tierna voz de amor;
Gozar la buena parte, sentarme aquí a tus pies,
Sombra y árbol de vida, me das todo a la vez.
Himnos & Cánticos, Nº 159

 

También es importante ir seguido al “monte de la mirra” (Cantares 4:6), que nos habla de los profundos sufrimientos que el Señor padeció en nuestro lugar, bajo el juicio de Dios contra el pecado; “monte” que nos supera por su altura inaccesible. También vale la pena subir al “collado del incienso” donde podemos, en respuesta a su amor, ofrecerle, y por él al Padre, el perfume de la adoración hasta que “apunte el día y huyan las sombras”. Entonces conoceremos como fuimos conocidos (1 Corintios 13:12).

 

¿De qué incienso la fragancia
Pura, a Ti subiera en olor?
El nardo de nuestra alabanza
¡Oh Jesús! ¿no es tu mismo amor?
Himnos & Cánticos, Nº 32