En el huerto
Getsemaní, el huerto de la noche
“Llegó el día de los panes sin levadura, en el cual era necesario sacrificar el cordero de la pascua” (Lucas 22:7). Después de todas las fiestas de pascua que habían marcado la sucesión de los años desde la salida de Egipto, una última se ofrecería según la ordenanza divina. Muchos corderos habían sido sacrificados, figuras del Cordero de Dios que ese día se ofrecería a sí mismo: “La ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10).
La pascua era una fiesta nocturna: “Sacrificarás la pascua por la tarde a la puesta del sol… la asarás y comerás… y por la mañana regresarás y volverás a tu habitación” (Deuteronomio 16:6-7). En Pentecostés había regocijo. En la fiesta de los tabernáculos: “te alegrarás”. Pero la pascua no era una fiesta de gozo. Esta anunciaba “la noche” en que el Señor Jesús “fue entregado” y el día que seguiría con sus horas de tinieblas.
Cuando en la última cena con sus discípulos Jesús descubrió al traidor, este salió inmediatamente. “Era ya de noche” (Juan 13:30). Noche para el traidor, pero también noche para el Salvador. Entonces instituyó la Cena, que a través de los siglos iba a recordarlo a los corazones de los suyos. Pero, ¿cómo pudo él bendecir y dar gracias (Mateo 26:2) por el pan y por la copa? Nosotros bien podemos bendecir (dar gracias por) la copa de bendición (1 Corintios 10:16). Pero, ¡para él significaba los sufrimientos indecibles de la cruz, el abandono de Dios, la vida entregada, la sangre vertida! Antes de instituir la Cena, había rechazado la copa de vino del gozo. Para él había llegado la hora de recibir la copa de los sufrimientos de la mano del Padre. Pero sabiendo que un día bebería de esta copa de gozo con los suyos, “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio…” (Hebreos 12:2). Antes de ir al monte de los Olivos pudo aún cantar un himno con sus discípulos (Marcos 14:26). A través de los evangelios le hemos visto orar, llorar, animar; por primera vez le vemos cantar. Cuando emprendió el camino de sus sufrimientos, su Padre le permitió anticipar, por un momento, el día cuando vendrá “con regocijo, trayendo sus gavillas” (Salmo 126:6; Isaías 53:11). ¿No hay allí una de las atenciones especiales del Padre, en ciertas etapas del camino de su Hijo?
Para él había llegado la hora de pasar “de este mundo al Padre”. Reivindicó ese momento para él solo. En los capítulos 13 al 17 de Juan, en particular, revela los pensamientos escondidos de Dios a sus discípulos, antes de dejarlos. Les habla del Padre, de la casa, del Consolador y de muchas otras cosas. El relato preciso y conmovedor, por ciertos detalles, que el apóstol hace de esto tiene para nuestras almas la profunda resonancia del testimonio de alguien que estaba allí y lo vivió todo. Al final del capítulo 16, cuando hubo dicho todo, los discípulos asistieron a una escena maravillosa. Aquel que se humilló hasta lavar sus pies, levantó los ojos al cielo, como para establecer un vínculo entre los suyos y el Padre. Entonces ellos oyeron hablar, en la extraordinaria oración del capítulo 17, de una gloria que él tenía “antes que el mundo fuese”; de un amor entre el Padre y el Hijo, que existía desde “antes de la fundación del mundo”. Oyeron al Hijo pedir al Padre que los que le rodeaban, los que el Padre le había dado, un día pudieran contemplar esta gloria y participar de este amor.
“Habiendo dicho Jesús estas cosas, salió con sus discípulos al otro lado del torrente de Cedrón, donde había un huerto… porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos” (Juan 18:1-2). Ocho de ellos se quedaron en la entrada:
Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro
(Mateo 26:36).
En la noche, en la entrada del huerto, los discípulos esperaron el regreso de su Maestro. Acompañado por Pedro, Jacobo y Juan, Jesús entró al huerto donde comenzó a “entristecerse y a angustiarse en gran manera”. A estos tres les habló de un sufrimiento del que no podía hablar con los otros: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad” (Marcos 14:34). Luego se alejó de ellos, “a distancia como de un tiro de piedra”, y “se postró sobre su rostro”.
Después de las tentaciones al comienzo de su ministerio, el diablo se había alejado de él “por un tiempo” (Lucas 4:13). Ahora, en la oscuridad, se adelanta: “Viene el príncipe de este mundo” (Juan 14:30). Intenta un último y desesperanzado esfuerzo para detener al Salvador en el camino del sacrificio: el enemigo le muestra los sufrimientos, la vergüenza, la afrenta pública en la cruz; el abandono de Dios durante las horas de tinieblas cuando sería hecho pecado; la muerte, el salario de ese pecado. Es el combate de Getsemaní, del huerto de la noche.
Pero Jesús no se dirige a Satanás, sino al Padre. Solo de él quiere recibir la copa. Ante él está presentado todo el pecado del hombre, con todos los actos de ayer, de hoy y de siempre, con nuestras rebeliones cotidianas, nuestras pequeñeces, nuestras infamias. Toda la humanidad pecaminosa está presente, de todas partes, de todos los tiempos, con su horrible desnudez. Allí tiene presente dos voluntades, tan santa y perfecta la una como la otra: la de no experimentar la mancha del pecado, y la de cumplir la voluntad santa de su Padre que quiere “llevar muchos hijos a la gloria”, pero que no puede pasar por alto la ofensa a su santidad, hecha por el pecado del hombre.
Jesús se dirigió a su Padre en tres oraciones. En la primera pidió “que si fuese posible, pasase de él aquella hora” (Marcos 14:35), es decir, la hora del juicio, la hora del abandono. Para él era un pensamiento intolerable ser privado de la comunión con su Dios durante tres horas.
Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú
(Marcos 14:36).
La copa estaba llena de toda la suciedad del pecado. ¿Quién podía (aparte de Jesús) saber cómo le trataría Dios cuando fuera hecho pecado por nosotros? Cuando nuestros pecados fueran puestos en su persona, no sería escatimado. Tenemos las expresiones exteriores de esta lucha: la oración ardiente en la cual, por primera vez, le oímos llamar al Padre “Abba”; el sudor que caía a tierra como gotas de sangre; pero no podemos penetrar en lo que fue la herida de su alma por la espada de Jehová (Zacarías 13:7), en el momento cuando lo entregaba a la muerte. Todo esto estaba ante él: “Pasa de mí esta copa”.
En la segunda oración no dice más: “todas las cosas son posibles para ti”, sino, en su sumisión, acepta lo inevitable: “Padre mío, si no puede pasar de mi esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:42).
La angustia del combate aumentaba. En su tercera oración repitió las mismas palabras que en la segunda. Pero en el momento en que todo ha desfallecido del lado humano, y cuando nuestro Salvador estaba allí postrado en tierra, desde lo alto del cielo Dios, que escuchaba esta oración, envió un ángel: “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (Lucas 22:43). ¡Una criatura descendió para fortalecer a su Creador! ¿Qué vio este ángel? ¡Un sufrimiento tal que el sudor de nuestro Señor caía a tierra como grandes gotas de sangre, expresión de su profundo dolor! Sin embargo la sangre del huerto no era todavía la del sacrificio expiatorio que quita el pecado: Hizo “la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20).
Los escritos evangélicos son muy sobrios sobre estos momentos, pero en los salmos encontramos expresiones que nos permiten entrar más en esta agonía, tal como el clamor del Salmo 102:24: “Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días”. Y la respuesta divina: “Por generación de generaciones son tus años… la tierra, y los cielos… perecerán, mas tu permanecerás… Tú eres el mismo, y tus años no se acabarán”.
En esta lucha terrible, el Salvador se encontró extremadamente solo. En este mismo Salmo 102 se compara al pelícano del desierto, al búho de las soledades, animales considerados impuros (Levítico 11:17-18), que frecuentan las ruinas. Los discípulos se durmieron; solo él velaba “como el pájaro solitario sobre el tejado”. Los techos a manera de terrazas en el Oriente son los lugares donde, al anochecer, las personas se reúnen para compartir. El Señor Jesús estaba completamente solo en su angustia.
“Simón, ¿duermes?” (Marcos 14:37). Poco antes Pedro se había jactado diciendo que estaba dispuesto a seguir a su Maestro hasta la muerte. Y ahora no puede “velar una hora” con él. Como los otros discípulos, se había dormido de tristeza; no vio nada ni oyó nada de esa lucha ni de la angustia de su Maestro. La pequeña capacidad de compasión de los discípulos había resbalado a lo largo del sufrimiento del Salvador, sin penetrar en esa angustia, ni comprenderla.
Luego Jesús se levantó de su oración y fue hacia sus discípulos. La lucha había terminado: “Basta” (Marcos 14:41). De las manos del Padre, tomó la copa de los sufrimientos. Desde ahora no habrá más angustias, pero ¡cuántos dolores! El traidor avanza en la noche, acompañado de una turba armada. Se acerca a Jesús para darle un beso, y el Maestro le dice: “Amigo, ¿a qué vienes?”. Sí, ¿para qué vienes? ¡Por treinta piezas de plata! En los tres primeros evangelios toman a Jesús y lo llevan ante Caifás. En Juan, es el mismo Jesús quien se entrega: Jesús les preguntó: “¿A quién buscáis? Le respondieron: A Jesús nazareno. Jesús les dijo: Yo soy… Si me buscáis a mí, dejad ir a estos”. El pastor entrega su vida en lugar de sus ovejas.
El huerto de la aurora
El día de la crucifixión, después de que todas las clases del pueblo desfilaron ante el Calvario, con sus burlas y sus injurias, y cuando Jesús hubo entregado su espíritu, se hizo un gran silencio. Cuando llegó la noche, dos hombres, Nicodemo y José de Arimatea, se encontraron al pie de la cruz para ocuparse del cuerpo de la Víctima santa y sepultarlo. Uno de ellos, el rico, fue anunciado mucho tiempo antes por los profetas. Para el otro, la palabra que el Maestro le había hablado en la noche: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado”, por mucho tiempo incomprensible para él, se aclaró al instante, cuando estaba allí ante Jesús en la cruz. “Y en el lugar donde había sido crucificado, había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo”.
El cuerpo fue embalsamado con una mezcla de mirra y áloes de más o menos cien libras, dados por Nicodemo; luego envolvieron el cuerpo en una sábana limpia traída por José. Ambos lo pusieron en el sepulcro nuevo. En el silencio de esta noche, ¿hay una profesión de fe más elocuente que la actitud de estos dos hombres llevando los despojos de Jesús, el vaso en el cual la plenitud de la deidad se dignó habitar? En un lugar así, no hubo indicio del pecado, pues el Salvador lo llevó durante las tres horas de tinieblas. Pero ahora la contaminación es puesta para siempre lejos de la mirada de Dios. Hicieron rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro; luego los dos hombres se fueron, pero “María Magdalena, y la otra María” estaban allí, “sentadas delante del sepulcro”.
Pasado el día de reposo, al amanecer del primer día de la semana (Mateo 28:1), las dos mujeres volvieron al huerto para “ver el sepulcro”. Al alba, un ángel del Señor descendió del cielo, removió la piedra y se sentó sobre ella en señal de victoria.
En la tumba vacía no había nada empañado por la corrupción
(Salmo 16:10).
El sepulcro seguía estando nuevo, la sábana limpia, los lienzos en orden, el sudario doblado aparte, la piedra removida.
En Juan 20:1 se nos dice que María Magdalena fue al huerto “siendo aún oscuro”. Vio la piedra quitada y corrió a decirlo a Simón Pedro y al otro discípulo. Ellos también fueron corriendo al sepulcro y vieron los lienzos puestos allí. Pero aún desconocían las Escrituras que hablan de Su resurrección de entre los muertos, y volvieron a sus casas. “Ya salido el sol” (Marcos 16:2, la aurora del primer día de la semana), llegaron las mujeres con las especies aromáticas. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lucas 24:5). Ellas fueron a dar la noticia a los once y a los demás.
María Magdalena ni siquiera pensó en volver a su casa, como Pedro y Juan. Ella se quedó llorando “junto al sepulcro” (Juan 20:11), como había estado “junto a la cruz” (cap. 19:25). Cuando vivía Jesús, lo había seguido como su Libertador. Junto a la cruz, lo había contemplado como su Salvador; había comprendido que para darle la vida, él había ofrecido la suya. Ahora, sola en el huerto, buscó ver y comprender más aún. Ella había traído las especias; pero en su interior tal vez sintió que podría hacer algo mejor que ungir el cuerpo de Jesús que había desaparecido. Y de hecho, si lo hubiese encontrado, no habría recibido tanto como lo que iba a coronar su búsqueda: hallando a Jesús resucitado tendría más de lo que pensaba.
Cuando Jesús la interrogó: “Mujer, ¿por qué lloras?”, ella no reconoció su rostro; pensaba que era el hortelano. Pero cuando la llamó por su nombre: “María”, inmediatamente reconoció su voz, a través de la cual los siete demonios habían sido echados de ella. Una conversación inolvidable de solo dos palabras: “María… Raboni”. Fue el primer encuentro del Señor resucitado, quien “apareció primeramente a María Magdalena” (Marcos 16:9). Por una mujer entró el pecado en el primer huerto. Por una mujer el Vencedor resucitado fue acogido en el huerto de la aurora.
El Señor apareció a muchos más: a los que iban camino a Emaús, quienes volvieron a sus hermanos; estos, a su vez, les contaron las apariciones del Resucitado. El Señor se presentó por la noche en medio de ellos, y los discípulos se regocijaron viendo al Señor. No se apareció allí como un gran vencedor para contar sus hazañas y sus luchas, sino como alguien que pasa, y en la intimidad de este aposento alto trajo la paz a los suyos, y les mostró sus manos y su costado: “Mirad… que yo mismo soy”. Luego dio “muchas pruebas indubitables” de su resurrección (Hechos 1:3; Lucas 24:39-43; Juan 20:27 etc.). Hoy bien podemos conocer también esta comunión que una María, un Juan, un Pedro, y los discípulos gozaron entonces:
A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso
(1 Pedro 1:8).
En las declaraciones del Resucitado nada sobrepasa el mensaje confiado a María Magdalena: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Por más maravillosa que fuese esta revelación, María tenía otra cosa que decir primero a los discípulos: “que había visto al Señor” (Juan 20:18).
Después de haber considerado el maravilloso camino que nos condujo desde las orillas del Jordán hasta el huerto de la aurora, ¿podemos decir como aquellos discípulos: “Al Señor hemos visto”? (Juan 20:25). Y, como el Señor, ¿sabremos ocuparnos de los demás? Después de su rechazo, él pensaba en las almas trabajadas y cansadas (Mateo 11:28). En Getsemaní se ocupó de los suyos; en la cruz, pensó en su madre; y en la mañana de su resurrección, vino primero a María, luego a sus hermanos.
G. André
Por la fe ya contemplamos tu divina majestad,
Y en tu luz consideramos, Señor, tu tierna bondad;
La gloria que te rodea en la celestial mansión,
Nos ilumina y penetra todo nuestro corazón.
La gloria de tu Persona manifestada en amor
Y el honor que te corona, brillan en tu faz, Señor;
Mas en gracia descendiste a este mundo de maldad,
Y muriendo nos cubriste de justicia y santidad.
El alma queda extasiada ante tu gracia, Señor,
Siempre sea celebrada la grandeza de tu amor,
Tu regreso ya de anhelo llena nuestro corazón,
Para sondear en el cielo de tu amor la perfección.
Himnos & Cánticos, Nº 77