En la sinagoga y en el templo
Jesús no enseñó solamente en la casa (lugar privado), en el monte o junto al mar (lugares públicos), sino también en las sinagogas y en el templo (lugares religiosos), donde encontró la más fuerte oposición. En los relatos de los evangelios esas sinagogas se ven como un lugar de recursos para las más diversas miserias. Los religiosos pasaban indiferentes al lado de esas necesidades; Jesús tuvo compasión y se acercó a esos desdichados como aquel que sana. Algunos se mostraron en contra, sea porque las sanidades fueron hechas un día sábado o por temor a comprometerse y ser excluidos de la sinagoga (Juan 9:22; 12:42).
En la sinagoga
Desde el comienzo de su ministerio, “recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos” (Mateo 4:23). No estuvo solamente en uno o dos lugares, sino que fue a toda Galilea predicando el evangelio del reino. Cada uno tenía la oportunidad de oírle. ¿Qué encontraba en esos edificios? Legalismo, formalismos, apariencias exteriores y, sobre todo, la miseria humana. Al principio “era glorificado por todos” (Lucas 4:15), pero muy pronto se manifestó la contradicción.
A pesar de la hostilidad, con perseverancia incansable entraba allí una y otra vez sin dejarse desanimar; al final de su vida diría:
Siempre he enseñado en la sinagoga
(Juan 18:20).
Su doctrina fue confirmada por sus obras (Mateo 9:35). A pesar de todo lo que a la vista de Dios podía ser deficiente en esas sinagogas, entró en ellas: su presencia siempre estuvo allí para bendecir y hacer brillar su gloria.
En Capernaum, el día de reposo, habiendo entrado en la sinagoga, enseñaba con autoridad y no como los escribas. Un hombre poseído por un espíritu inmundo exclamó: “¡Ah! ¿qué tienes con nosotros…? ¿Has venido para destruirnos?”. Así expresaba su descontento por la presencia de Aquel que tenía todo el poder sobre los demonios. Jesús le hizo callar; el espíritu malo salió del hombre, quien fue liberado ante el asombro de todos (Marcos 1:21-28).
Cuando Jesús entró “otra vez en la sinagoga”, encontró allí un hombre que tenía una mano seca (Marcos 3:1). “Y le acechaban para ver si en el día de reposo le sanaría, a fin de poder acusarle”. No había compasión hacia el miserable, sino un espíritu agitado dispuesto a encontrar la ocasión para acusar a Jesús, quien de una mano inútil hizo un instrumento eficaz. Por orden suya, el hombre se levantó delante de todos; Jesús hizo una pregunta bien clara: “¿Es lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal; salvar la vida, o quitarla? Pero ellos callaban”. En pocas palabras el evangelista expresa el sufrimiento del alma del Salvador ante tal dureza: “Mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones”.
La maldad de estos hipócritas provocó esta ira divina, que en el día del juicio será llamada “la ira del Cordero” (Apocalipsis 6:16). El enfermo extendió su mano y le fue restaurada; en seguida los fariseos y los herodianos tomaron consejo contra Jesús para destruirle. Querían permanecer sobre el terreno de la ley sin aceptar la gracia.
Jesús volvió a Nazaret, donde había sido criado.
Y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer
(Lucas 4:16).
Al principio “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca”, pero poco después (a menos que Lucas haya agrupado en uno dos episodios distintos), cuando Jesús habló de esta gracia que se había extendido a los gentiles antiguamente, “al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira”. Intentaron despeñarle desde “la cumbre del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad de ellos”. Mas Jesús “pasó por en medio de ellos, y se fue”. Hubiera podido dejarse lanzar desde la cima del monte, sin peligro para él (Salmo 91:12), pero escondiendo su gloria divina, se fue tranquilamente, y cada uno se apartó para dejarlo pasar. “No hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). Sin embargo, en su gracia, sanó a algunos enfermos, “poniendo sobre ellos las manos”.
En la sinagoga de Capernaum, Jesús pronunció el gran discurso sobre el pan de vida (Juan 6). Él mismo es ese pan vivo que descendió del cielo para dar vida. Pan que también es su carne y su sangre dada por la vida del mundo. ¿Y cuál fue la reacción? “Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él”. Jesús, entristecido, preguntó a los doce: “¿Queréis acaso iros también vosotros? Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (v. 66-69). Tal vez hubo algo de satisfacción propia en esta respuesta de Pedro, sin embargo fue una respuesta muy notable. Jesús le respondió: “¿No os he escogido yo a vosotros los doce?”. Por detrás de esta elección se perfilaba la figura del Iscariote, “el que le iba a entregar”.
“Enseñaba Jesús en una sinagoga en el día de reposo; y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar” (Lucas 13:10-11). Ella no pidió nada, no clamó a él. Por estar tan encorvada, tal vez ni aun le había visto. Pero “cuando Jesús la vio, la llamó… Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios”. El corazón del Señor percibió a esta mujer en medio de la muchedumbre indiferente, e incluso hostil, pues “el principal de la sinagoga” se enojó porque Jesús había “sanado en el día de reposo”.
Entristecido por esta hipocresía, Jesús la desenmascaró. Esta mujer era “hija de Abraham”; en su corazón había fe, pero Satanás la había atado, y durante dieciocho años había estado así encorvada. “¿No se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?”. Cuántos creyentes aún hoy están ligados por costumbres, por tradiciones o por un espíritu legalista. ¡No gozan de la libertad en Cristo! El Señor es poderoso también hoy para liberarlos y redimirlos. Sus adversarios se avergonzaron, pero todo el pueblo se regocijaba. Y Jesús siguió su camino hacia “Jerusalén” (v. 22).
En el templo
Las sinagogas eran lugares de oración y de lectura de la ley. Iniciadas en la época de la dispersión, se habían expandido por todo el imperio donde había judíos. En Palestina había un buen número de ellas. El templo, al contrario, era único. Era el centro de culto, centro de reunión, símbolo de la unidad de Israel. El Señor del templo iría a visitarlo. ¿Qué acogida tendría? Antiguamente la nube había llenado el tabernáculo, luego el templo de Salomón. Lo había dejado en el tiempo de Ezequiel, con pesar y lentamente. Y nunca más volvió. Pero Aquel, a quien la nube representaba, iba a entrar personalmente en ese templo, al que llamó la casa de su Padre. ¿Qué encontraría allí?
En su niñez, Jesús fue presentado según la ley (Lucas 2:22-38), para que sus padres ofreciesen allí el sacrificio prescrito para la madre (no para el niño), según Levítico 12. La pobreza de los padres de Jesús no les permitía sino llevar dos tórtolas. Desde el humilde hogar de Nazaret, Jesús “se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
Aparentemente nadie en el templo reconoció al niño. Ninguna atención fue verdaderamente dada a Aquel que José y María sabían que era “Hijo del Altísimo”, el que salvaría “a su pueblo de sus pecados” (Lucas 1:32; Mateo 1:21). Solo un anciano se acercó, dirigido por el Espíritu Santo. Tomó al niño en sus brazos y bendijo a Dios: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación”. Simeón bendijo a los padres, pero no al niño, porque él, un hombre mortal, no podía bendecir a aquel que debía ser “luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel”. La profetisa Ana se presentó en esa misma hora, dando gracias a Dios y hablando de él a todos los que esperaban la redención en Jerusalén (Malaquías 3:16).
“Cuando tuvo doce años”, sus padres le llevaron a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Al regresar, no se dieron cuenta de que el niño Jesús no estaba con ellos. Pensaban que estaría entre los viajeros o con los parientes. (A veces los padres, incluso los creyentes, desconocen el estado espiritual de su hijo. O tal vez los padres tienen cuidado de su alma, pero entre la compañía de los que adoran, ¿se ocupan de él? ¿Saben dónde está respecto a lo espiritual?).
En cuanto a Jesús, estaba en el templo, en medio de los doctores de la ley, escuchando y preguntando. Aunque era consciente de su divinidad (Lucas 2:49), no se apartaba de la posición que convenía a su edad: no enseñaba. Pero tampoco tenía necesidad de aprender de esos doctores, él, que lo sabía todo, sin aparentarlo. Fue perfecto en todo, en cada momento de su crecimiento; no obró cuando niño como lo haría luego como hombre.
Durante su ministerio Jesús entró muchas veces en ese templo. Allí encontró al paralítico a quien acababa de curar en Betesda (Juan 5). Este hombre no había clamado a Jesús; solo había podido manifestar su desamparo: “No tengo quien…”, y esto durante treinta y ocho años. Ignoraba aún quien lo había sanado. Fue necesario que Jesús lo hallara en el templo y le dijera: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (esto indicaba que, sin duda, su enfermedad había sido un castigo por una falta grave). El hombre se apresuró a ir a los judíos para decirles que era Jesús quien lo había sanado, y luego desapareció. Así el Salvador, a pesar de su gracia, a veces es desconocido por aquellos que fueron beneficiados por su poder.
Durante la fiesta de los tabernáculos, “a la mitad de la fiesta subió Jesús al templo, y enseñaba”. La multitud estaba allí discutiendo. En medio de ese ruido, Jesús “alzó la voz”, enseñando que estaba en su perfecta humanidad y en su divinidad (Juan 7:28-29).
En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba
(Juan 7:37).
La fiesta de los tabernáculos era la fiesta del gozo. El octavo día era la coronación, el final de las siete fiestas de Jehová según Levítico 23. ¿Por qué hablar de sed en esta jornada culminante? La ley no había llevado nada a la perfección, no podía dar vida. Las fiestas de Jehová habían llegado a ser “las fiestas de los judíos”, ceremonias y ritos sin vida. Ahora Jesús estaba allí. Se podía ir a él, y luego recibir el Espíritu, si se creía en él. Los alguaciles encargados de prenderle no osaron hacerlo, y dijeron: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”. A pesar de las advertencias de Nicodemo, la oposición de los sacerdotes y de los fariseos se acrecentó: “De Galilea nunca se ha levantado profeta”. Y cada uno se fue a su casa. Nadie se ofreció para recibir al Salvador, quien fue a pasar la noche en el “monte de los Olivos”.
El evangelio de Juan nos presenta cuatro fiestas de los judíos relacionadas con el templo. La del capítulo 5, donde Jesús halló al paralítico en el templo; la de los tabernáculos, cuando Jesús alzó la voz en el templo; la de la dedicación, cuando andaba en el templo como el verdadero pastor de las ovejas (Juan 10:22-30); la última pascua, cuando fue sacrificado: “Destruid este templo (es decir, su cuerpo), y en tres días lo levantaré” (Juan 2:19).
A su llegada a Jerusalén, después de que la multitud hubo dado voces, diciendo: “¡Hosana en las alturas!”, entró Jesús “en el templo; y habiendo mirado alrededor todas las cosas, como ya anochecía, se fue a Betania con los doce” (Marcos 11:11). ¿Sabemos ver al Señor Jesús mirando todas las cosas atentamente? ¿Había en ese templo un corazón dispuesto para él, una actitud que correspondiera a esa casa de Dios? El Señor buscó en vano. En su primera entrada en esta casa, Simeón y Ana estaban allí; pero ese día no había nadie. Para Israel “ya anochecía”. Jesús salió y se fue.
En la última semana de su vida en esta tierra, el Señor volvió al templo diariamente. Primero para echar fuera a los que vendían y compraban, recordándoles lo que está escrito: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones”. Luego, unas tras otras, todas las clases religiosas vinieron a él, y Jesús puso a la luz la hipocresía de ellos, su incredulidad, su odio.
Una sola vez su corazón fue consolado. “Estando Jesús sentado delante del arca de la ofrenda, miraba cómo el pueblo echaba dinero en el arca; y muchos ricos echaban mucho. Y vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea un cuadrante” (Marcos 12:41-42). Sentado, Jesús miraba. ¡Cuántas veces, en el evangelio de Marcos, esa misma mirada se posó sobre diversas personas! Aquí observaba cómo se daba en el tesoro, es decir, no tanto cuánto era dado, sino la porción que cada uno guardaba para sí. Una viuda se acercó y echó todo lo que tenía. Dio todo, como él mismo entregó todo e iba a dar su propia vida en sacrificio.
La última semana terminó. “Jesús salió del templo y se iba” (Mateo 24:1). Solo faltaba el juicio. Sin embargo, el templo es mencionando una vez más. La víctima santa pasó a Getsemaní, luego pasó por los sufrimientos y el abandono en la cruz. “Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mateo 27:50-51).
¡Rasgóse el velo! Hecha está eterna redención;
El alma pura y limpia ya no teme perdición.
¡Rasgóse el velo! Dios abrió los brazos de su amor;
Entrar podemos donde entró Jesús el Salvador.
Himnos & Cánticos, Nº 58
Cuando los sacerdotes entraron en el templo esa noche, ¿qué vieron detrás del velo? Un santuario vacío: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mateo 23:38). Pero para el creyente, el velo roto deja ver los cielos abiertos por el efecto de Su obra, lo mismo que al comienzo de Su ministerio se habían abierto sobre su Persona maravillosa. El rescatado penetra en los lugares santos “por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo” (Hebreos 10:19-20). Y su corazón, en unión con todos los hijos de Dios, adora. Esta entrada a la presencia divina siempre será a través de un velo roto, no de un velo quitado. Es muy importante concientizarse cada vez más del precio que fue pagado para darnos este acceso: el cuerpo “roto” de Jesús.