La perfección del creyente
Son pocos los lectores del Nuevo Testamento que no se han sentido alguna vez un tanto perplejos por el significado y aplicación de la palabra perfecto, que aparece a menudo en él. Esta palabra se utiliza en una variedad de contextos, por lo que es muy importante determinar claramente la aplicación que el Espíritu Santo ha hecho de ella en cada caso particular. En general, el contexto en que aparece el término nos guiará a entender su significado en los distintos pasajes.
Somos conscientes de que el tema de «la perfección del creyente» ha suscitado muchas disputas y controversias teológicas; pero aclaramos de entrada que de ninguna manera es nuestra intención encarar el tema desde este punto de vista, sino simplemente considerar los diversos pasajes del Nuevo Testamento donde aparece el vocablo «perfecto» –o al menos algunos de los casos más significativos en los que se usa–, pidiendo al Señor que nos guíe, para gloria de su nombre y provecho del lector. No seguiremos el significado del término a lo largo del Nuevo Testamento, sino que dividiremos en cuatro los aspectos de su significado en relación con la posición del creyente y su andar práctico en este mundo.
La perfección en cuanto a la conciencia
Creemos que el primer gran aspecto de la perfección cristiana se encuentra en el capítulo 9 de la epístola a los Hebreos, y puede denominarse perfección en cuanto a la conciencia: “Lo cual es símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto (teleiosai), en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto” (Hebreos 9:9). En este pasaje, el apóstol pone en contraste los sacrificios bajo la ley de Moisés y el sacrificio de Cristo; los primeros no hacían una conciencia perfecta, por la simple razón de que ellos mismos eran imperfectos. Era imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados y purifique perfectamente la conciencia; podía ser provechoso por un tiempo, un día, un mes, un año, pero no más de eso. Esta es la razón por la cual la conciencia de un adorador judío nunca fue perfectamente purificada; era imposible que lo fuera todavía. No había alcanzado aún –si se me permite la expresión– su fin moral en cuanto a la condición de su conciencia. Jamás podía decir que su conciencia fue perfectamente purificada, porque aún no había podido ofrecer un sacrificio perfecto.
Pero, en el caso del adorador cristiano, es muy diferente. Él sí –bendito sea Dios– alcanzó su fin moral. En cuanto a la conciencia, ha llegado a un punto que le es absolutamente imposible sobrepasar. No puede ir más allá de la sangre de Jesucristo, que lo hace perfecto a perpetuidad en su conciencia. Tal como es el sacrificio de Cristo, tal es también la conciencia que reposa en él. Nada es más simple, ni más sólido; nada es más consolador para una conciencia despertada. No se trata de lo que soy; esta es una cuestión plenamente resuelta para siempre; yo fui juzgado y condenado en mí mismo:
Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien
(Romanos 7:18).
Acabé conmigo, quedando cubierto con la sangre de Cristo. No necesito nada más; ¿que añadiría a esta sangre tan preciosa? Nada; soy perfecto en mi conciencia; no necesito ninguna ordenanza, ningún sacramento, ninguna formalidad para mejorar mi conciencia; pensar en eso, deshonra al Hijo de Dios.
El lector hará bien en aferrarse a este punto fundamental; cualquier duda o incertidumbre en cuanto a esto, lo harían incapaz de apreciar y comprender los variados aspectos de la perfección cristiana que deseamos considerar. Si las almas piadosas están ocupadas en sí mismas, no es posible que gocen de esta indecible bendición de una conciencia perfecta. La buscan dentro de sí mismos, sin hallar allí nada sólido en que descansar –¿y quién alguna vez lo halló?–, pues creen que buscar la perfección de cualquier otra forma es presunción. Buscar la perfección en uno mismo es, podemos decir, en cierta medida, un piadoso error, pues ¿quién podría hablar de una perfección en la carne? Muchos, lamentablemente, buscan alcanzarla vanamente, mientras que la verdadera piedad rechaza con horror esta presuntuosa y ridícula quimera.
Pero, gracias a Dios, nuestro tema no es la perfección en la carne mediante algún proceso de mejoramiento moral, social o religioso. ¡Sería buscar la perfección en el polvo de la antigua creación, donde reinan el pecado y la muerte, triste tarea! Lamentablemente, ¡son muchos los que se entregan a esto! ¡Tratan de mejorar al hombre y al mundo!, pero nunca vieron ni comprendieron –en realidad siempre lo negaron– el primer y más simple aspecto de la perfección del creyente, esto es: la perfección de la conciencia en la presencia de Dios.
Esta es nuestra tesis, y queremos que el lector angustiado la entienda en su simplicidad, para que pueda ver el sólido fundamento que la mano de Dios mismo ha puesto para su fe. Dios solo puede darnos la perfección en nuestra conciencia; necesitamos de él para producir primero el gozo de tener todos nuestros pecados perdonados y luego también una conciencia perfectamente purificada por la sangre de Jesús. Es una cuestión que depende enteramente del sacrificio de Cristo. ¿Qué encontró Dios en este sacrificio? La perfección. Y esta perfección es para nosotros. Y si usted, querido lector, la ha estado buscando angustiado, puede gozar de ella en seguida y para siempre.
No es cuestión de lo que somos, ni de lo que pensamos de la sangre de Cristo, sino de qué piensa Dios de la sangre de su propio Hijo. Esto lo aclara absolutamente todo. ¿Está claro para usted? Usted puede confiar en él y ser libre en su conciencia cuando haya sido puesto en contacto con este sacrificio perfecto. ¡Que el Espíritu de Dios, querido lector, le muestre la plenitud y perfección de la obra expiatoria de Cristo en toda su claridad y poder, para que sea liberado y su corazón lleno de acciones de gracias y alabanza!
Cuánto desgarra el corazón pensar en los millares de almas preciosas que quedan en la oscuridad y esclavitud, mientras que podrían andar en la luz y libertad que emanan de una conciencia perfectamente purificada. Tantas cosas se mezclan con el simple testimonio de la Palabra y el Espíritu de Dios en cuanto al valor de la obra de Cristo que resulta imposible que el corazón sea liberado: Cristo en parte y un poco del yo; un poco la gracia y un poco la ley; un poco la fe, un poco las obras. El alma se bambolea así entre la confianza y la duda, según qué ingrediente predomina en la mezcla o qué pasa en el momento. ¡Qué rara es la joya de la salvación eterna para los que dudan! Deseamos que esa joya brille con todo su divino y celestial resplandor ante los ojos del lector vacilante en este momento. Entonces las cadenas de su esclavitud espiritual se romperán. Cuando el Hijo le ha hecho libre, el creyente es verdaderamente libre y capaz de levantarse con fuerza y de aplastar el sistema legal bajo sus pies.
Cuanto más sopesamos esta cuestión, más somos conducidos a pensar que el error y la confusión de tantas almas provienen del hecho de que no comprendieron claramente la muerte y resurrección, el nuevo nacimiento y la nueva creación. Si uno tan solo se aferrara tenazmente a esta gran verdad, todo quedaría claro en lo que respecta a la conciencia. Pero si busco tranquilizar mi conciencia haciendo esfuerzos para mejorarme a mí mismo, me sentiré miserable y me engañaré a mí mismo. No importa qué método adopte para llevar a cabo el proceso: el resultado será siempre el mismo. Si abrazo la profesión de cristianismo con el objeto de mejorar el yo –mi naturaleza o mi condición en la vieja creación–, permaneceré ajeno a la bendición de gozar de una conciencia perfecta. La vieja creación está bajo la funesta influencia del pecado y la carne, y “toda carne es como hierba” (1 Pedro 1:24). Un Cristo resucitado es la Cabeza de la nueva creación, “el principio de la creación de Dios”, “el primogénito de entre los muertos (ek ton nekron)” (Apocalipsis 3:14; Colosenses 1:18).
Ver colgar del madero a Alguien que cargó con todo el peso de mis pecados, y luego coronado de gloria y de honra a la diestra de Dios, en todo el resplandor de la majestad divina, es lo que vuelve mi conciencia perfecta. ¿Y qué agregar a esto? ¿Necesito ordenanzas, ritos, ceremonias, sacramentos? Ciertamente no. No me atrevería a agregar nada a la muerte y resurrección del eterno Hijo de Dios. La institución del bautismo y de la cena del Señor simbolizan grandes realidades, las que, en su medida, son de incalculable valor para el creyente; pero, si en vez de utilizarlas para simbolizar y conmemorar la muerte y resurrección del Señor, las empleamos como remiendos en la vieja creación –como muletas para el viejo hombre–, caemos en una trampa de Satanás y en maldición. ¡Quiera el Señor guardar a los suyos de este error y fortalecer sus corazones en la verdad que desarrollamos en lo que precede, permitiéndoles considerar otros aspectos de la perfección cristiana!
Desearíamos detenernos más en este primer punto a causa de su inmensa importancia en un tiempo como el presente en el cual prevalecen ordenanzas, tradiciones, religión y todo tipo de formas para intentar mejorar la vieja naturaleza, pero debemos seguir y dejar que el Espíritu Santo ponga el corazón del lector bajo el poder de la verdad que tan débilmente hemos expuesto, y así podemos pasar al segundo gran aspecto de la perfección cristiana.
La perfección del objeto del corazón del cristiano
Todavía somos introducidos aquí en la nueva creación: Cristo por su muerte me dio una conciencia perfecta; por su vida me da un objeto perfecto para el corazón. Es claro que si primero no experimenté la gran bendición de una conciencia purificada, no podré estar debidamente ocupado de este objeto, de la Persona de Cristo. ¡Qué pocos de entre nosotros gozan de manera constante de la comunión con un Cristo resucitado! ¡Qué pocos conocen lo que es tener el corazón fijo en él como el objeto supremo que acapara toda nuestra atención! Estamos ocupados en nuestras cosas: un día en un asunto, al día siguiente en otro. El mundo, de una u otra forma, va entrando poco a poco; vivimos en el ámbito de la naturaleza; respiramos la sombría y pesada atmósfera de la antigua creación; al yo se lo complace; y así nuestra visión espiritual declina, el sentimiento de la paz disminuye, el alma se ve perturbada, el corazón intranquilo, el Espíritu Santo contristado y la conciencia ejercitada. Los ojos entonces vuelven a centrarse en uno mismo y en sus propios actos. El tiempo que debería ser dedicado a la santa y preciosa ocupación con nuestro Objeto, es –y debe ser– ocupado en el juicio de sí mismo –ardua pero necesaria tarea– para poder volver a gozar de aquello que nunca deberíamos haber perdido: una conciencia perfecta.
Desde el momento que apartamos los ojos de Cristo, la oscuridad se hace presente en el corazón.
La lumbrera del cuerpo es el ojo; si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz
(Mateo 6:22, V. M.);
y ¿qué es un ojo sencillo, si no el que tiene a Cristo como único objeto? De esta forma, la luz divina penetra en nosotros hasta alumbrar las partes más profundas de nuestro ser moral, y podemos así alumbrar también a otros, “como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor” (Lucas 11:36). Entonces el alma se mantendrá libre de oscuridad, perplejidad y ansiedad. Encontrará todas sus fuentes en Cristo. Será independiente del mundo, y podrá seguir su camino cantando:
En ese Nombre hay salvación
Cura y cuidado para mi dolor
Bálsamo que toda herida sana
Jesús, solo por Ti mi alma clama.
Es imposible encontrar palabras que expresen el poder y la bendición de tener siempre a Jesús como el objeto de nuestros corazones. Es la perfección de Filipenses 3:15, como dice el apóstol: “Así que, todos los que somos perfectos (teleioi), esto mismo sintamos; y si otra cosa (heteros), sentís esto también os lo revelará Dios”. Cuando Cristo vive en nuestro corazón, y lo ocupa totalmente, alcanzamos nuestro «fin moral», esto es, el estado espiritual más elevado, pues ¿acaso podemos tener otro objeto superior a la Persona de Cristo, en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” y “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Colosenses 2:3, 9)? ¡Imposible! Nada hay para la conciencia más allá de la sangre de Cristo, ni nada para el corazón más allá de su Persona. Hemos alcanzado, pues, cumplidamente el fin moral en ambas cosas: perfección en cuanto a la conciencia y perfección en cuanto al objeto del corazón. Tenemos entonces paz y poder –paz para la conciencia y poder sobre los afectos–. Cuando la conciencia encuentra su dulce reposo en la sangre de Cristo, los afectos pueden fluir y circular libre y plenamente alrededor de la persona de Jesús. Y ¿qué lengua podría expresar o qué pluma describir, los poderosos resultados morales de contemplar a Cristo?
Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor
(2 Corintios 3:18).
Nótese: “Mirando… somos transformados”. No hay obligación legal, ni vanos esfuerzos, ni dificultades angustiantes. Contemplamos, y contemplamos, y… ¿qué pasa entonces? Seguimos contemplando y, entretanto, somos transformados, nos volvemos moralmente semejantes al bendito Objeto de nuestra contemplación por el poder transformador del Espíritu Santo. La imagen de Cristo se graba en el corazón y es nuevamente reflejada de diez mil maneras en nuestro andar práctico de cada día.
Querido lector, recuerde que esta es la verdadera y única idea de cristianismo. Hay una gran diferencia entre ser un cristiano, y ser un hombre religioso. Pablo era un hombre religioso antes de su conversión; pero solo después se hizo cristiano. Es muy importante ver claramente este punto. Hay gran cantidad de religiones en el mundo, pero, lamentablemente, poco cristianismo. ¿Por qué? Simplemente porque Cristo no es conocido, ni querido; porque no hay interés ni se lo busca. Y aunque se busque su obra para la salvación del alma –se confíe en Su sangre para el perdón de los pecados y la paz con Dios– ¡qué poco se conoce de él y se piensa en él! Tenemos la mejor disposición para echar mano de la salvación por la muerte de Jesús, pero ¡qué lejos nos mantenemos de su bendita Persona! ¡Qué poco su adorable Persona tiene lugar en nuestro corazón! Es una grave pérdida. Podemos concluir que la pálida y vacilante luz de la profesión cristiana moderna se debe a su habitual alejamiento de Cristo, que es el Sol Central del cristianismo. ¿Cómo podría haber luz, calor y frutos si caminamos entre las lóbregas bóvedas y túneles de los placeres de este mundo, de su política y religión? En vano esperamos esto. Y aun cuando hagamos de la salvación nuestro objeto –cuando nos ocupamos de nuestro estado espiritual, alimentándonos de nuestras experiencias y atendiendo a nuestros sentimientos–, seremos débiles y miserables si Cristo mismo no es nuestro objeto.
Hay muchas almas que, por decirlo así, se retiraron del mundo, abandonaron sus bailes, fiestas, teatros, conciertos y todas sus vanidades, pero no encontraron el objeto de su felicidad en un Cristo glorificado. Se retiraron del mundo para concentrarse en sí mismos. Buscan un objeto en su religión; están absortos en una especie de pietismo; están bajo la influencia de una conciencia mórbida o una mente supersticiosa, o se encierran en la experiencia del pasado. Estas personas están así tan lejos de la felicidad y del verdadero cristianismo, como aquellos que se entregan a los placeres de este mundo. Es totalmente posible renunciar a los placeres mundanos y convertirse en un religioso melancólico, místico, un hipocondríaco espiritual. ¿Qué ganan a cambio? Nada excepto una gran decepción.
¡Qué diferente es esto del verdadero cristianismo, en el cual el alma tiene la tranquilidad de conciencia, el corazón liberado y un Objeto que llena toda su visión! Ella encontró su todo en Cristo, y no necesita nada más. Si le hablamos de los placeres del mundo, no hará falta decirle que esto o aquello es malo o hablarle del daño que ocasiona. Simplemente le dirá: «Hallé mi todo en Cristo, nada más me hace falta». A menudo sucede que aquellos que hablan de lo malo de las cosas mundanas o del perjuicio que pueden significar, están ocupados, no de Cristo, sino de sí mismos: se preocupan por su propia reputación, por su carácter, por la coherencia consigo mismos. ¿De qué sirve todo esto? ¿No es, al fin de cuentas, estar ocupado consigo mismo? Lo que necesitamos, es tener los ojos fijos en Cristo; el corazón entonces seguirá a nuestros ojos y nuestros pies a nuestro corazón. Nuestra senda será entonces como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que se pierde en el pleno resplandor del perfecto y eterno día de gloria (Proverbios 4:18). ¡Quiera Dios concedernos, tanto a mí como a mis lectores, la gracia de conocer mejor lo que es una conciencia perfecta y de poseer un tesoro perfecto para nuestros corazones!
Al tratar el tema de la perfección del creyente, puede parecer suficiente decir que el creyente es un hombre perfecto en un Cristo resucitado, y completo
en él, que es la cabeza de todo principado y potestad
(Colosenses 2:10).
Esto lo comprende todo. Nada puede añadirse a tal perfección. Es una bendita verdad; pero no es menos cierto también que las Escrituras emplean la palabra perfecto en varios sentidos. Y es importante tratar de comprender, con oración, el sentido preciso y la aplicación justa del término en cada pasaje en que aparece. Es claro que el sentido de perfección en Hebreos 9:9 no es el mismo que en Filipenses 3:15. ¿No es justo y provechoso para nuestras almas tratar de comprender, con la ayuda de la gracia, la diferencia? Seguros de esto, seguiremos con el examen del tema de la perfección del creyente llamando la atención del lector, en tercer lugar, respecto de la importancia de la perfección en nuestro andar.
La perfección en el andar
Se define en Mateo 5:48: “Sed, pues, vosotros perfectos (teleioi), como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. Ahora bien, uno puede preguntar: ¿Cómo podemos ser perfectos como nuestro Padre que está en los cielos? ¿Cómo podemos alcanzar un fin tan elevado, una norma tan alta? Podemos comprender la perfección en cuanto a nuestra conciencia, en virtud de lo que Cristo hizo por nosotros; y también podemos comprender la perfección en cuanto al objeto de nuestros corazones, porque tiene por fundamento lo que Cristo es para nosotros; pero ser perfectos como nuestro Padre en los cielos, parece estar totalmente fuera de nuestro alcance. Nuestro Señor ¿nos pediría algo imposible? ¿Nos daría un mandamiento sin proveernos los medios necesarios para cumplirlo? De ninguna manera. Cuando nos llama a ser perfectos como nuestro Padre, nos otorga un santo privilegio y nos reviste de una alta dignidad, y por eso debemos apreciar y buscar conformarnos a su mandamiento.
¿Que debemos entender, pues, por ser “perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”? El contexto del capítulo nos lo dice: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que (hopos) seáis hijos (huioi) de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos… Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (v. 44-48).
Tenemos aquí un bello aspecto de la perfección cristiana como principio de nuestro andar. Somos llamados a andar en gracia hacia todos y a ser así
imitadores de Dios como hijos amados
(Efesios 5:1).
Nuestro Padre hace salir su sol y hace llover incluso sobre Sus enemigos. Trata con todos en gracia. He aquí el modelo; ¿andamos conforme a él?
Querido lector, examine y considere esto. ¿Es perfecto en los principios de su andar? ¿Está tratando con gracia a sus enemigos y a sus deudores? ¿O está reclamando sus derechos, asiendo del cuello a su compañero y diciéndole: “Págame lo que me debes” (Mateo 18:28)? Si hace esto, no es perfecto como su Padre. Él actúa en gracia y usted en justicia. Si él actuara como actúa usted, el día de gracia habría acabado, y hoy estaríamos en “el día de la venganza”. Si él actuara con usted de la misma manera que usted actúa ahora con los demás, hace tiempo que usted estaría en el lugar sin esperanza.
Meditemos sobre esto; fijémonos bien si no estamos dando una idea falsa de nuestro Padre celestial. Aspiremos a esta perfección en la marcha de nuestra vida diaria. Sin duda nos costará: los bolsillos se vaciarán, pero el corazón se llenará; nuestros recursos pecuniarios se reducirán, pero nuestro dominio espiritual se ensanchará; se extenderá y nos pondrá en una comunión más íntima con nuestro Padre celestial. ¿Acaso no vale la pena asumir pérdidas materiales a cambio de bienes espirituales? ¡Claro que sí! ¡Ojalá que apreciemos más profundamente su valor! ¡Ojalá que apreciemos más la dignidad que se nos ha conferido de representar en este mundo malo y egoísta a nuestro Padre celestial que derrama tan abundantemente sus bendiciones sobre los impíos e ingratos, y de ser Sus imitadores! De nada sirve que prediquemos la gracia si no la ponemos en práctica. Poco aprovecha que hablemos al mundo de la paciente misericordia de Dios, si actuamos con una justicia arbitraria.
Pero algunos dirán tal vez: «¿Cómo podríamos conducir nuestros negocios con principios como estos, si no afirmamos nuestros derechos? Seríamos saqueados y quedaríamos arruinados. Gente mal intencionada, que no tiene estos principios, se abusaría de nosotros y se apoderaría de todos nuestros bienes». Esta no es la manera de llegar a una conclusión justa sobre esta cuestión. Un discípulo obediente jamás razona ni dice «¿Cómo?». La forma de abordar la cuestión es esta: «El Señor Jesús nos llama a ser perfectos como nuestro Padre que está en los cielos es perfecto». Si llevo a juicio a mi prójimo, ¿es esto actuar como Él? Él está en un trono de gracia; está
reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados
(2 Corintios 5:19).
Esto es muy claro. Tan solo requiere la sumisión del corazón. Humillemos nuestros corazones en presencia de esta verdad tan gloriosa. Consideremos con atención este aspecto tan hermoso de la perfección cristiana y procuremos llevarlo a la práctica. Si nos detenemos a pensar en las consecuencias, nunca alcanzaremos la verdad. Lo que necesitamos es estar en una condición espiritual de alma que reconozca plenamente la autoridad y el poder de la Palabra. Entonces, aunque podamos fallar en los detalles, siempre tendremos una piedra de toque para probar nuestros caminos, y una norma a la cual pueden remitirse el corazón y la conciencia. Pero si esgrimimos nuestros argumentos y discutimos, si negamos que es nuestro privilegio ser perfectos en el sentido de Mateo 5:48, si justificamos recurrir a la ley cuando nuestro Padre no recurre a tal cosa –sino que actúa en la gracia más absoluta e incondicional–, nos apartamos del modelo perfecto al cual siempre deberíamos conformar nuestro carácter y conducta.
¡Que Dios, por su Espíritu, nos haga capaces de comprender y poner en práctica este principio perfecto y de someternos a él! Es lamentable ver hijos de Dios que en su vida diaria adoptan un curso de acción diametralmente opuesto al de su Padre celestial. Debemos recordar que somos llamados a ser los representantes morales de nuestro Padre. Somos sus hijos por un nuevo nacimiento espiritual, pero somos llamados a ser sus hijos por una asimilación moral a Su carácter y una conformidad práctica a Sus caminos: “Haced bien a los que os aborrecen… para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos”. ¡Notables palabras! Para ser moral y característicamente hijos de Dios, somos llamados a hacer bien a nuestros enemigos. Es lo que él mismo hace y nos llama a imitarlo. ¡Qué poco lo hacemos! ¡Qué distintos somos! ¡Ojalá que podamos representarlo más fielmente!
Nos faltaría tiempo y espacio para profundizar, como nos gustaría, en esta parte sumamente práctica de nuestro tema. Pasaremos, pues, a considerar, en último lugar, la perfección en el carácter de nuestro servicio.
La perfección en el carácter de nuestro servicio
“No he hallado tus obras perfectas (pepleromena) delante de Dios” (Apocalipsis 3:2). El lector debe advertir que la palabra original traducida perfecto en este pasaje, no es la misma que aparece en los pasajes que hemos estado considerando. A menudo se traduce como «lleno», «completo», «cumplido». Su uso en referencia a las obras de la iglesia de Sardis, nos enseña una lección muy solemne, que escudriña nuestro corazón. Esta asamblea tenía el nombre de que vive, pero sus obras no fueron cumplidas en la dependencia de Dios. Nada es más peligroso para un cristiano que tener un “nombre”: es una trampa del enemigo.
Muchos que profesan la fe cristiana cayeron por estar ocupados con un nombre. Muchos siervos útiles cayeron en la ruina en su empeño por mantener un nombre. Haber adquirido una reputación en alguna rama del servicio –como evangelista activo, maestro dotado, como escritor lúcido y atractivo, como hombre de fe y oración, como alguien de notable santidad o gran devoción personal, alguien benevolente, en resumen, un nombre por algo–, pone en peligro a uno de “hacer naufragio”. El enemigo me inducirá a que haga de mi reputación mi objetivo en vez de Cristo. Todos mis esfuerzos se concentrarán en mantener un nombre y no en el Señor y su gloria, y estaré ocupado con los pensamientos de los hombres en vez de hacer todo mi trabajo bajo la mirada inmediata de Dios.
Todo esto demanda una intensa vigilancia y una rígida censura de mí mismo. Puedo hacer obras excelentes, pero si no son hechas en la presencia de Dios, pueden ser una trampa del enemigo. Puedo predicar el Evangelio, visitar a los enfermos, ayudar a los pobres, realizar todo tipo de actividad religiosa, y nunca estar en la presencia de Dios. Puedo hacerlo por un nombre, porque otros lo hacen o porque los demás esperan que yo lo haga. Esto es muy serio. Requiere verdadera oración, despojamiento de sí mismo, cercanía y dependencia continua de Dios, un ojo sencillo y santa consagración a Cristo. El yo –la propia voluntad– aparece continuamente en nuestro corazón. El yo se interpone, hasta en las cosas más santas; y, mientras tanto, aparentamos que llevamos una vida muy activa y devota en el servicio. ¡Miserable engaño! No conocemos nada más terrible que tener un nombre religioso sin vida espiritual, sin Cristo, sin que Dios posea nuestros corazones.
Querido lector, examinemos esto atentamente. Consideremos que comenzamos, continuamos y terminamos nuestro trabajo bajo la mirada del Señor. Esto comunicará a nuestro servicio una pureza y una elevación moral de inestimable valor. No paralizará nuestra energía, sino que dará impulso y mayor intensidad a nuestras acciones; no cortará nuestras alas, sino que dirigirá nuestros movimientos, para hacernos independientes de los pensamientos de los hombres y del deseo de hacernos un nombre y de mantener nuestra reputación. ¡Miserable y denigrante esclavitud! ¡Quiera el Señor concedernos plena liberación de ella! ¡Quiera Dios concedernos la gracia de cumplir en su presencia nuestros trabajos, cualesquiera que sean, poco numerosos o muy numerosos, grandes o pequeños!
Habiendo dicho mucho acerca del carácter de nuestro servicio, terminaremos estas consideraciones con algunas palabras sobre la perfección en el equipamiento para nuestro servicio.
La perfección en el equipamiento del servicio
“Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto (artios), enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
Aquí tenemos de nuevo una palabra diferente, que aparece esta sola vez en todo el Nuevo Testamento. Significa presente preparación para cualquier exigencia. Un hombre que conoce la Palabra de Dios y está sujeto a ella, está listo en toda ocasión. No necesita ir a prepararse para ninguna ocasión, consultar una autoridad, ni completar su preparación en ningún punto: está listo ahora. Si un inquiridor angustiado aparece, está listo; si un curioso lo interroga, está listo; si viene un escéptico, está listo; si un infiel se presenta, está listo. En una palabra: siempre está listo, perfectamente equipado para toda ocasión.
¡Que el Señor sea alabado por todos estos aspectos de la perfección! Perfección en cuanto a la conciencia. Perfección del objeto, perfección en el andar, en el carácter de nuestro servicio, en nuestro equipamiento. ¿Qué nos falta todavía? ¿Qué esperamos? La perfección en gloria, perfección en espíritu, alma y cuerpo, a la imagen de Aquel que está glorificado en el cielo.
¡Quiera el Señor obrar en nuestros corazones por su Espíritu y producir aquello que es agradable a sus ojos, para que estemos “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Colosenses 4:12)!