Saulo de tarso
Al considerar el carácter de este notable hombre, podemos extraer valiosos principios de la verdad del Evangelio. Parece haber sido especialmente preparado para manifestar, en primer lugar, lo que la gracia de Dios puede hacer y, en segundo lugar, lo que el mayor esfuerzo legal no puede hacer. Si alguna vez hubo un hombre en esta tierra cuya historia ilustró la verdad de que la salvación es “por gracia”, “sin las obras de la ley” (véase Romanos 11:6; 3:28; Efesios 2:8), ese hombre fue Saulo de Tarso. De hecho, es como si Dios se hubiera propuesto de manera especial presentar en este hombre un ejemplo viviente, primero, de la profundidad de la que Su gracia puede rescatar a un pecador, y, segundo, de la altura de la que un legalista es abatido para recibir a Cristo. Pablo fue al mismo tiempo el peor y el mejor de los hombres –el primero de los pecadores y el primero de los legalistas–. Descendió hasta lo más profundo de la maldad humana, y alcanzó la cima más elevada de la justicia humana. Fue el pecador de pecadores, que aborreció y persiguió a Cristo en sus santos, y un fariseo de fariseos en su conducta moral y orgullo personal.
El primero de los pecadores
Vamos a considerarlo, pues, en primer lugar, como el primero o principal de los pecadores.
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). Observemos particularmente lo que el Espíritu de Dios declara acerca de Saulo de Tarso: que él era el principal de los pecadores. No es esta una expresión de humildad de Pablo, aunque indudablemente era humilde ante lo que había sido. No debemos ocuparnos de los sentimientos de un escritor inspirado, sino de las declaraciones del Espíritu Santo, que fue quien lo inspiró. Bueno es ver esto.
Muchas personas hablan de los sentimientos de los distintos escritores inspirados de una manera que tiende a debilitar la fuerza y el sentido de esta preciosa verdad: la inspiración plenaria de las Santas Escrituras. Quizás no sea su intención hacerlo; pero, en un tiempo como el presente, cuando los razonamientos y las especulaciones humanas abundan tanto, debemos guardarnos diligentemente de todo lo que, incluso en apariencia, pueda atentar contra la integridad de la Palabra de Dios. Anhelamos que nuestros lectores atesoren la Palabra de Dios en lo íntimo del corazón, no como una expresión de los sentimientos humanos, por más piadosos y encomiables que sean, sino como la depositaria de los pensamientos de Dios.
Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo
(2 Pedro 1:21).
Por eso, cuando leemos 1 Timoteo 1:15, no debemos pensar en los sentimientos del hombre, sino en la Palabra escrita de Dios, que declara que Pablo era “el primero de los pecadores”. De nadie más se dice esto. Sin duda que, en sentido secundario, todo corazón convencido sentirá y reconocerá que es el más culpable en la medida de su conocimiento; pero este es otro asunto. El Espíritu Santo ha declarado esto de Pablo; tampoco el hecho de que Él nos haya dicho esto por la pluma del mismo Pablo, estorba o debilita en lo más mínimo la verdad y el valor de la declaración. Pablo era el primero de los pecadores. No importa lo malo que sea un hombre, Pablo podía decir: “Yo soy el primero”. No importa lo lejos que pueda uno sentirse de Dios o lo profundo que haya caído en el abismo de la ruina; una voz llega a sus oídos desde un lugar aún más profundo, y le dice: “Yo soy el primero”.
El propósito de Dios respecto a Pablo
Pero notemos cuál era el objeto de los designios de Dios respecto al primero de los pecadores: “Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna” (1 Timoteo 1:16). El primero de los pecadores está en el cielo. ¿Cómo llegó allí? Simplemente por la sangre de Jesús; además, es el hombre “ejemplo” de Cristo. Todos pueden mirarlo a él y ver cómo ser salvos también; porque de la manera en que el “primero” fue salvo, así también deben serlo todos los que le siguen. La gracia que alcanzó al primero puede alcanzar también a todos. La sangre que limpió al primero puede limpiar a todos. El título por el cual el primero entró en el cielo es el título para todos. ¡Vemos en Pablo un «ejemplo de la clemencia de Cristo»! No hay pecador de este lado de las puertas del infierno, ni descarriado ni nadie, que esté fuera del alcance del amor de Dios, de la sangre de Cristo o del testimonio del Espíritu Santo.
El primero de los legalistas
Veamos ahora el otro lado del carácter de Saulo, y considerémoslo como el primero de los legalistas.
“Aunque yo tengo también de qué confiar en la carne. Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más” (Filipenses 3:4). Aquí tenemos un punto muy valioso. Saulo de Tarso estaba, por decirlo así, en el más alto pináculo de la justicia legal. Alcanzó el escalón más alto de la religión humana. No toleraba que nadie estuviese por encima de él. Sus logros religiosos fueron de primerísimo orden (véase Gálatas 1:14). “Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne, yo más”. ¿Confiaba alguien en su templanza? Pablo podía decir: “Yo más”. ¿Confiaba alguien en su moralidad? Pablo podía decir: “Yo más”. ¿Confiaba alguien en ordenanzas, sacramentos, servicios religiosos o ritos piadosos? Pablo podía decir: “Yo más”.
Todo esto confiere un interés particular a la historia de Saulo de Tarso. Yacía en el fondo del pozo de la ruina, y estaba parado en la cúspide de la justicia propia. Por más hondo que un pecador haya caído, Pablo había caído aún más. Reunía, en su persona, lo mejor y lo peor de los hombres. En él podemos ver, con una simple mirada, el poder de la sangre de Cristo y la absoluta inutilidad del más bello manto de justicia propia que jamás haya ostentado un legalista. Mirándolo a él, ningún pecador tiene que desesperarse, ni ningún legalista puede jactarse. Si el primero de los pecadores está en el cielo, yo también puedo estar allí. Si el mayor de los religiosos, legalistas y cumplidores de la ley que jamás haya vivido, tuvo que descender la cuesta de la justicia propia, de nada me sirve a mí subirla.
La culpa de Saulo de Tarso fue completamente cubierta por la sangre de Cristo, y su orgullo religioso y jactancia fueron barridos por una mirada de Jesús, y Saulo encontró su lugar a los pies traspasados de Jesús de Nazaret. Su culpa no fue un obstáculo y su justicia no le sirvió de nada. Su culpa fue lavada con la sangre y su justicia se convirtió en basura y estiércol por la gloria moral de Cristo. No importaba “el primero” ni “yo más”. La cruz era el único remedio.
“Lejos esté de mí”, dice el primero de los pecadores y principal de los legalistas, “gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). Pablo tenía poca idea de lo que hacía y de lo que le esperaba confiando en su justicia y en sus crímenes. Se le había permitido obtener el laurel de la victoria en la gran batalla legal con sus “iguales en su nación” (Gálatas 1:14, RV 1909), solo para arrojarlo, como una cosa marchita y sin valor, al pie de la cruz. Se le permitió aventajar a todos en la oscura carrera de pecado, solo para ejemplificar el poder del amor de Dios y la eficacia de la sangre de Cristo. Saulo no estaba más cerca de Cristo como el primero de los legalistas que como el primero de los pecadores. No había mayor mérito justificante en sus más nobles esfuerzos en la escuela del legalismo que en sus actos más descabellados de oposición al nombre de Cristo. Saulo fue salvo por gracia, por la sangre de Cristo y por la fe. No existe otro modo de que un pecador o un legalista sean salvos.
El más laborioso de los apóstoles
Otro punto existe en la historia de Pablo, que debemos considerar brevemente, a fin de mostrar los resultados prácticos de la gracia de Cristo, dondequiera que esa gracia sea conocida. Esto lo presentará como el más laborioso de los apóstoles.
Si bien Pablo aprendió a dejar de esforzarse para obtener una justicia propia, también aprendió a comenzar a trabajar para Cristo. Cuando vemos en el camino a Damasco los miles de pedazos en que fue deshecho el mejor y el peor de los hombres; cuando oímos esos acentos patéticos que emanan de las profundidades de un corazón quebrantado:
Señor, ¿qué quieres que yo haga?
(Hechos 9:6);
cuando vemos a ese hombre que había partido de Jerusalén llevado de un furioso celo por perseguir a la Iglesia, dejándose ahora llevar de la mano a Damasco, ciego e impotente como un niño, podemos esperar verle emprender una notable carrera de servicio, y no nos equivocamos.
Notemos el progreso de ese hombre tan notable; veamos esos gigantescos trabajos en la viña de Cristo; sus lágrimas, sus penas, sus viajes, sus peligros, sus luchas; veamos cómo lleva sus doradas mieses al granero celestial y los pone a los pies del Maestro; veamos cómo lleva las nobles “prisiones del Evangelio” (Filemón 13, V. M.), y, finalmente, poniendo su cabeza en el tajo para morir como mártir. ¿Puede alguien decir –después de todo esto– que el evangelio de la gracia que Dios regala –el evangelio de la salvación gratuita de Cristo–, acaba con las buenas obras? ¡De ningún modo!: Ese precioso evangelio es la única base verdadera sobre la cual el edificio de las buenas obras puede erigirse.
La moralidad sin Cristo, es una moralidad gélida y estéril. La benevolencia sin Cristo, es una benevolencia sin valor. Las ordenanzas sin Cristo, no tienen valor ni poder. La ortodoxia sin Cristo, es muerta e infructuosa. Debemos acabar definitivamente con el yo, ya sea un yo culpable o un yo religioso, y hallar en Cristo la porción que satisface nuestro corazón, ahora y siempre. Entonces podremos decir, sin reserva alguna:
Cristo, encuentro todo en ti,
Y no necesito más.
Y también:
Amor tan grande, sin igual,
En cambio exige todo el ser.
Esta fue la experiencia de Saulo de Tarso. Se libró de sí mismo y encontró su todo en Cristo; por eso, cuando recorremos las emocionantes páginas de su historia, oímos, desde lo profundo de su ruina, las palabras: “Yo soy el primero”; desde la cúspide del sistema legal: “Yo más”, y de en medio de los dorados campos de labor apostólica: “Antes bien he trabajado más abundantemente que todos ellos” (1 Corintios 15:10, V. M.).