Castigo eterno vs. universalismo y aniquilacionismo
El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que no obedece al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él
(Juan 3:36, V. M.).
Últimamente he estado pensando mucho en el último versículo de Juan 3. Me parece que da una respuesta muy contundente a dos de las principales herejías de nuestro tiempo: el Universalismo y el Aniquilacionismo. “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que no obedece (cree) al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Juan 3:36, V. M.).
Los que niegan el castigo eterno, como sabemos, se dividen en dos grupos, que difieren en aspectos esenciales de sus enseñanzas. Algunos profesan la creencia de que, al final, todos van a ser restaurados e introducidos en un estado de felicidad eterna. Son los llamados universalistas. Los otros –los aniquilacionistas– son de la opinión de que todos los que mueren sin Cristo, serán aniquilados o destruidos en cuerpo y alma –esto es, que dejarán de existir–; perecerán “como las bestias” (Salmo 49:20, LBLA).
Creo que estarán de acuerdo conmigo en que Juan 3:36 echa por tierra completamente estos dos errores fatales. El universalista se enfrenta a la arrolladora y concluyente declaración de que los incrédulos “no verán la vida”. Ella descarta de plano la idea de que todos los hombres serán salvos y restaurados para siempre. Los que se niegan a creer en el Hijo, morirán en sus pecados y nunca verán la vida.
Pero si eso fuera todo, el aniquilacionista podría decir: «Eso es exactamente lo que pienso. Solo aquellos que creen en el Hijo vivirán para siempre. La vida eterna está solo en el Hijo, y, en consecuencia, todos los que mueren sin Cristo perecerán. El alma y el cuerpo dejarán de existir».
Pero, por lo que leemos en la Escritura, no es así. Es cierto que el que no cree, no verá la vida, sino que –¡terrible hecho!– “la ira de Dios permanece sobre él”. Incuestionablemente esta sentencia contradice el aniquilacionismo. Si la ira de Dios ha de permanecer en los incrédulos, entonces es absolutamente imposible que ellos dejen de existir. Aniquilamiento e ira permanente son cosas totalmente incompatibles. Tenemos solo dos posibilidades: o borramos la palabra “permanece” del inspirado Libro o abandonamos por completo la noción de aniquilacionismo. Es imposible sostener ambas cosas.
Me refiero, por supuesto, a un solo pasaje de la Escritura. Este pasaje basta por sí solo para zanjar la solemne cuestión de la condenación eterna, para toda alma que simplemente se inclina ante la voz de Dios. Pero de eso se trata precisamente. La gente no quiere someterse a la enseñanza y autoridad de las Escrituras. Osan juzgar la Palabra de Dios y pronunciarse sobre lo que es digno de Dios o no. Se imaginan que la gente puede vivir en el pecado, en la locura, en rebelión contra Dios y en el rechazo de su Cristo, sin ser castigados por ello. Ellos mismos determinan que es incompatible con su idea de Dios admitir tal cosa como un castigo eterno. Atribuyen al gobierno de Dios lo que consideraríamos como una debilidad en cualquier gobierno humano, esto es, la incapacidad de castigar a los malhechores.
Sin embargo, la Palabra de Dios está en contra de ellos. Ella habla del “gusano” que “no muere” y el “fuego” que “nunca se apaga”(Marcos 9:44-48), de una “gran sima” que está puesta (Lucas 16:26) y de una ira que “permanece” (Juan 3:36). Quiero preguntar: ¿Qué significado tienen estas palabras para toda persona honesta y sin prejuicios? Se podría argüir que se trata de figuras. Damos por hecho que el “fuego”, el “gusano” y la “gran sima” son figuras. Pero figuras ¿de qué? ¿De algo efímero; de cosas que, tarde o temprano, se tienen que acabar? No, sino de algo eterno, si las cosas eternas son reales.
Si negamos el castigo eterno, debemos negar todo lo eterno (por ejemplo, la vida eterna, la gloria eterna, el Espíritu eterno, Dios eterno), porque la Palabra de Dios siempre emplea la misma palabra para expresar la idea de una continuidad sin fin. Hay alrededor de setenta pasajes en el griego del Nuevo Testamento en los que encontramos la palabra “eterno” o “para siempre” (aionios). Se aplica, entre otras cosas, a la “vida” que poseen los creyentes, y al “castigo” de los malos (Mateo 25:46). Ahora bien, la cuestión es esta: ¿en virtud de qué principio puede uno atreverse a separar los seis o siete pasajes que hablan del castigo de los malvados, y decir que en ellos la palabra no significa “para siempre”, pero sí lo significa en los sesenta y tres restantes? Confieso que esto parece enteramente incontrovertible. Si el Espíritu Santo –si el Señor Jesucristo–, al hablar del castigo de los malos, hubiese creído conveniente emplear una palabra diferente de la que empleó al hablar de la vida de los creyentes, admito que podría haber algún motivo para formular una objeción. Pero no; hallamos la misma palabra invariablemente empleada para expresar lo que, como se sabe, no tiene fin. Por lo tanto, si el castigo de los impíos no es eterno, nada es eterno. No puede, pues, el argumento, para ser consecuente, detenerse en el castigo, sino que debe seguir adelante, hasta llegar finalmente a la negación de la existencia de Dios (véase Romanos 16:26).
De hecho, no puedo sino creer que la verdadera raíz de todo el problema está aquí. El enemigo quiere deshacerse de la palabra de Dios, del Espíritu de Dios, del Cristo de Dios y de Dios mismo. Comienza introduciendo astutamente la negación del castigo eterno; y, cuando esto se admite, se ha dado el primer paso en la pendiente resbaladiza que conduce al oscuro abismo del ateísmo.
Esto puede parecer fuerte, rudo y extremo, pero es mi profunda y firme convicción. Me urge en lo profundo la necesidad de advertir a todos nuestros jóvenes amigos del peligro de dar cabida en sus pensamientos a tan siquiera una sombra de duda o cuestionamiento sobre la verdad divinamente establecida del castigo eterno de los impíos en el infierno. El incrédulo no puede ser restaurado porque la Biblia dice que “no verá la vida”. Tampoco puede ser aniquilado, porque la Biblia dice: “La ira de Dios permanece sobre él”.
¡Cuánto mejor, más sabio y más seguro sería para nuestros semejantes huir de la ira venidera (1 Tesalonicenses 1:10), que negar que esa ira habrá de venir, o que, cuando venga, negar que será eterna!