Temas de doctrina cristiana II

Segunda parte

El ministerio de la reconciliación

Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:18-21).

El capítulo 5 de 2 Corintios es una de las partes más importantes del Libro de Dios. Los últimos versículos contienen el tema principal que desarrollaremos en las páginas siguientes. Pero antes dirigiremos la atención del lector hacia algunos puntos interesantes e importantes que se presentan en el curso del capítulo.

La certeza cristiana y su fundamento

En primer lugar, fijémonos con qué expresión comienza el capítulo: “Sabemos” (v. 1). Es el lenguaje de la certeza cristiana. No dice: «Esperamos». Tampoco «tememos» o «dudamos». No; estos términos no expresarían esa absoluta certeza y calma seguridad de la cual el más débil hijo de Dios tiene el privilegio de gozar. Lamentablemente, son pocos los creyentes que gozan de esta bendita certeza. Muchos creen que sería el colmo de la presunción decir “sabemos”. Parecen pensar que las dudas y los temores son la actitud correcta del alma; que es imposible estar seguros; que lo máximo que podemos esperar es abrigar una vaga esperanza de alcanzar el cielo cuando muramos.

Ahora bien, es preciso reconocer que si el fundamento de la certeza o seguridad dependiera de nosotros en el grado más insignificante, entonces sería el colmo de la insensatez pensar que estamos seguros; nuestra esperanza sería vaga. Pero, gracias a Dios, no es el caso. Nosotros no tenemos nada que ver con el fundamento de nuestra seguridad. Este yace enteramente fuera de nosotros y solo debe buscarse en la eterna palabra de Dios. Esto lo simplifica todo, pues hace que todo dependa de la verdad de la Palabra de Dios. Estoy seguro, porque la Palabra de Dios es verdad. La más mínima sombra de duda o desconfianza de mi parte, indicaría una falta de autoridad y seguridad en la Palabra de Dios. No, la seguridad del cristiano depende enteramente de la fidelidad de Dios. Si usted duda de lo primero, también duda de lo último.

Podemos entender este simple principio por nuestro trato con los demás. Si alguien me declara algo, y yo expreso la más mínima duda, o simplemente la siento sin expresarla, pongo en duda su confianza o credibilidad. Si es una autoridad competente, entonces no tengo que dudar. Mi seguridad está ligada a su credibilidad. Si es una autoridad competente, puedo tener plena tranquilidad de lo que me ha dicho. Ahora bien, todos sabemos lo que es recibir de manera absolutamente incondicional el testimonio de un hombre y reposar con calma en él. No es cuestión de sentimiento, sino de recibir, sin la menor duda, una clara declaración, y de depender de la autoridad de un testigo confiable. Así lo tenemos en la primera epístola de Juan: “Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios” (1 Juan 5:9). Y nuestro Señor dijo a los de su tiempo:

Si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis?
(Juan 8:46).

Él apela a la verdad de lo que dice, como la razón por la cual esperaba que le creyesen.

Este, querido lector cristiano, es un principio muy importante, el cual demanda especial atención por parte de todo buscador ansioso, como también de todo aquel que se compromete a tratar con los tales. Hay una fuerte tendencia a mirar dentro de uno mismo para buscar la base de la seguridad; a fundamentarse en sentimientos, experiencias y ejercicios del pasado o del presente; a mirar atrás a algún proceso especial por el cual hayamos pasado, o a buscar ciertas impresiones o convicciones de nuestras mentes, y hallar en estas cosas el fundamento de nuestra confianza, la seguridad de nuestra fe. Esto no servirá de nada. De este modo es imposible encontrar perfecta paz y plena tranquilidad. Los sentimientos, por más ciertos y auténticos que sean, cambian y desaparecen. La experiencia, por más genuina que sea, puede resultar deficiente. Las impresiones y convicciones pueden llegar a ser completamente falsas. Ninguna de estas cosas, pues, puede constituir un sólido fundamento para la seguridad cristiana. Este fundamento solo lo hemos de buscar y hallar en la Palabra de Dios. No en los sentimientos, las experiencias, las impresiones o convicciones, los razonamientos, las tradiciones o las doctrinas humanas, sino solamente en la inmutable y eterna Palabra del Dios viviente. Esa Palabra, que permanece para siempre en los cielos, y que Dios ha engrandecido sobre todo su Nombre (Salmo 119:89; 138:2), es lo único que puede traer paz a la mente y dar estabilidad al alma.

Es cierto que solo por el ministerio de gracia del Espíritu Santo podemos comprender y echar mano de esa Palabra. No obstante, Su palabra –y ella solamente–, es la base de toda la seguridad cristiana, y la verdadera base y autoridad del cristiano para todo acto de nuestra vida cristiana práctica. Conviene estar prevenidos tocante a esta cuestión. Solo podemos decir “sabemos”, cuando tomamos la palabra de Dios como el único y suficiente fundamento de nuestra confianza personal. De nada servirá si nos apoyamos en la autoridad humana. Miles de hijos de Dios han probado la amargura de confiar en los mandamientos y doctrinas de hombres. De seguro que, tarde o temprano, eso termina en decepción y confusión. La casa que se construye sobre la arena de la autoridad humana, caerá en un momento u otro; mientras que la que está fundada sobre la roca de la verdad eterna de Dios, permanecerá para siempre. La palabra de Dios comunica su propia estabilidad al alma que se apoya en ella. “Por tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure” (Isaías 28:16).

Como el fundamento, así es la fe que se apoya en él. Por eso es tan importante tratar de conducir a las almas a que se apoyen únicamenteen la preciosa Palabra de Dios. Fijémonos en el cuidado que tuvo el apóstol Pablo respecto a este asunto. Oigamos lo que les dice a los corintios, que estaban en peligro de ser arrastrados por la dirección y la autoridad humanas. “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:1-5).

He aquí un magnífico ejemplo para todos los predicadores y maestros. Pablo declaró “el testimonio de Dios”, nada más, nada menos, nada diferente. Y no solo eso, sino que dio ese testimonio de tal modo que las almas de sus oyentes fueran puestas directamente en contacto con el Dios vivo. Pablo no quería que los corintios se apoyaran en él; más bien temblaba (v. 2) por miedo a que se vieran tentados a hacerlo. Les habría causado un daño terrible si, de alguna manera, se hubiera interpuesto entre sus almas y la verdadera fuente de toda autoridad –el verdadero fundamento de confianza y paz–. Si él los hubiese llevado a apoyarse en él, los habría privado de Dios, y esto les habría causado un grave daño. No ha de asombrarnos, pues, que él haya estado entre ellos “con mucho temor y temblor”. Ellos eran evidentemente muy propensos a establecer y seguir líderes humanos, perdiendo así la sólida realidad de la comunión personal con el Dios vivo y la dependencia de Él. De ahí el celoso cuidado del apóstol de limitarse al testimonio de Dios; de darles solo lo que él había recibido del Señor (véase 1 Corintios 11:23; 15:3), no sea que el agua pura de la Palabra se viera alterada en su paso desde su fuente en Dios a las almas de los corintios, o que él, aunque sea en el grado más insignificante, tiñera con sus propios pensamientos la preciosa verdad de Dios.

Lo mismo vemos en la primera epístola a los Tesalonicenses. “Por lo cual –dice el fiel siervo de Cristo– también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13). Si Pablo hubiese buscado sus propios intereses, habría estado contento de tener influencia sobre los tesalonicenses, asociándolos a él y llevándolos a apoyarse en él. Pero no; él se regocija al verlos en una conexión viva, en contacto directo con Dios mismo. Este es siempre el resultado de un verdadero ministerio, así como el objetivo de todo verdadero siervo. Si el alma no está en contacto con el Dios vivo, no pasó nada en realidad. Si solo se tratara de seguir a los hombres, de tomar lo que dicen, porque ellos lo dicen; de apegarse a ciertos predicadores o maestros porque se encuentra algo agradable en su estilo y forma, o porque parecen tan santos, separados y consagrados, no se llegará a nada. Esos vínculos humanos no tardarán en romperse. La fe que se asienta, en la medida que sea, en la sabiduría de los hombres, mostrará ser una fe hueca y sin valor. Solo la fe que se apoya en el testimonio y en el poder del único Dios verdadero, mostrará que permanece, que lo soporta todo.

Lector cristiano, lo invitamos encarecidamente a que fije su atención en este punto. Lo consideramos de gran importancia en el momento actual. El enemigo procura con diligencia alejar a las almas de Dios, de Cristo y de las Santas Escrituras. Trata de que ellas se apoyen en algo excepto en la verdad. No le importa lo que sea, con tal que no sea Cristo. Puede que sea la razón, la tradición, la religiosidad, el sacerdocio humano, el pietismo carnal, la santidad en la carne, el sectarismo, la moralidad, las buenas obras, el llamado servicio, la influencia humana, el patrocinio, la filantropía, cualquier cosa excepto Cristo, excepto la palabra de Dios, excepto una fe viva, personal, directa en el Dios vivo.

Ahora bien, esto que nos pesa en el corazón es lo que nos lleva a instar encarecidamente al lector a que sienta la necesidad de saber claramente en qué terreno se encuentra en este momento. Queremos que sea capaz de decir ante todos los que lo rodean: “Yo sé”. Nada menos que esto podrá sostenerse en pie. De nada servirá decir: “Espero”. No; debe haber certeza. Debe ser capaz de decir: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Corintios 5:1). Este es el lenguaje de la fe, el lenguaje del cristiano. Todo es calmo, claro y seguro, porque todo es de Dios. Puede haber un “si” con respecto a “la morada terrestre”. Puede ser deshecha, convertirse en polvo. Todo lo que pertenece a esta escena terrenal lleva el sello de la muerte; cambia, pasa, pero la palabra del Señor permanece para siempre, y la fe que echa mano de esa palabra y se apoya en ella, participa de su estabilidad eterna. Esto le permite decir a uno: “Sé que… tengo”. Nada sino la fe puede decir esto. La razón solo puede decir: «dudo»; la superstición: «temo»; pero solo la fe puede decir: «Yo sé, y estoy seguro».

Un maestro infiel dijo una vez a una mujer moribunda, a quien había adoctrinado con sus nociones infieles: «Mantente firme, María». ¿Cuál fue su respuesta? «No puedo mantenerme firme, puesto que usted nunca me ha dado nada a qué aferrarme». ¡Tajante reproche! Él le había enseñado a la pobre mujer a dudar, pero no le había dado nada en qué creer; y luego, cuando la carne y el corazón desfallecían, cuando las escenas terrenales estaban pasando y las terribles realidades de la eternidad se acumulaban en la visión de su alma, la infidelidad le falló completamente; sus miserables telarañas no podían darle cobijo frente a la muerte y el juicio. ¡Qué diferente es la condición del creyente, quien, con toda humildad y simplicidad de corazón, se apoya en la roca sólida de la Santa Escritura! Él puede decir con absoluta calma: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:6-8).

El creyente gime junto con la creación

Es muy probable que a algunos les resulte difícil conciliar la calma certeza expresada en el primer versículo de nuestro capítulo con el gemido del segundo versículo. Pero la dificultad se desvanece tan pronto como consideramos el verdadero motivo del gemido: “Por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Corintios 5:2-4).

Aquí vemos que la misma seguridad de tener “de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”, nos hace gemir deseando poseerlo. El apóstol no gimió en la duda o la incertidumbre, ni bajo el peso de la culpa o el miedo. Menos aún gimió por no poder satisfacer los deseos de la carne o de la mente, o por no poder rodearse de los bienes perecederos de este mundo. No; él añoraba la morada celestial. Lo divino, lo verdadero, lo eterno. Sentía la pesada carga de este pobre tabernáculo que se desmoronaba, y que era un penoso obstáculo para él. Era el único eslabón que lo unía a la escena que lo rodeaba, y que sentía como una pesada rémora de la que se quería desprender.

Pero está muy claro que él no habría podido anhelar la morada celestial si hubiese tenido alguna duda respecto a ella. Nadie se quiere deshacer de su cuerpo a menos que esté seguro de que tiene otro mejor; los hombres se aferran tenazmente a la vida presente, y tiemblan al pensar en el futuro, que, para ellos, es totalmente oscuro e incierto. Ellos gimen ante la idea de tener que dejar este cuerpo; el apóstol gimió porque estaba en él.

Esto marca toda la diferencia. La Escritura nunca habla de un creyente que gime bajo el pecado, la culpa, la duda o el miedo; o que suspira tras las riquezas, los honores o los placeres de este vano mundo herido por el pecado. Lamentablemente, gemimos a veces por ignorancia de nuestra verdadera posición en un Cristo resucitado y de nuestra porción en el cielo. Pero ese no es el motivo o el carácter del gemido en la porción que estamos considerando; Pablo vio, con absoluta claridad, su casa en el cielo; y sintió además la pesada carga del tabernáculo de barro; y anhelaba ardientemente dejar este último y ser revestido del celestial.

Aquí vemos, entonces, la perfecta armonía entre “sabemos” y “gemimos”. Si no estamos seguros de que tenemos un hogar en el cielo, trataríamos de conservar nuestra casa terrenal el mayor tiempo posible. Esto es lo que vemos siempre a nuestro alrededor. Los hombres se aferran a la vida presente. Hacen todo lo posible para mantener el cuerpo y el alma juntos. No tienen ninguna certeza en cuanto al cielo. No pueden decir “sabemos” que “tenemos” algo allí. Tienen además un terrible temor por el futuro, que, a sus ojos, está envuelto en nubes y densas tinieblas. Ellos nunca se han encomendado en una calma confianza a Dios y su palabra; nunca han sentido el poder tranquilizador de Su amor. Lo ven como un Juez enojado en vez de verlo como el Amigo del pecador; como un Dios justo y Salvador; como un Justificador justo. No ha de asombrarnos, pues, si huyen con horror ante la idea de tener que verse con Él.

Pero es totalmente diferente el caso de un hombre que conoce a Dios como su Padre, como su Salvador, como su mejor Amigo; que sabe que Jesús murió para salvarlo de sus pecados y de todas las consecuencias del pecado. Esa persona puede decir:

Arriba tengo un hogar,
Donde no hay pecado ni dolor;
Una mansión que el eterno Amor
Para mí diseñó y preparó.

La mano misericordiosa del Padre
Esta bendita morada edificó;
Prevista desde la eternidad,
La habitación de Dios.

La sangre preciosa del Salvador
Derecho a la celestial mansión me dio;
Por las profundas aguas de la muerte pasó,
Y mi reposo allí aseguró.

Así son los suspiros de una fe sencilla, los mismos gemidos de un espíritu que ve más allá de su prisión y anhela huir. El creyente ve su cuerpo de pecado y de muerte como una pesada carga, y anhela librarse de él y ser revestido de un cuerpo apto para su nuevo estado eterno; un cuerpo de la nueva creación, perfectamente libre de toda traza de mortalidad. Esto solo podrá suceder cuando llegue la mañana de la resurrección, ese momento glorioso tanto tiempo esperado, cuando los muertos en Cristo resuciten, y los santos vivos sean transformados en un momento; cuando la muerte sea “sorbida en victoria”, y “lo mortal sea absorbido por la vida” (1 Corintios 15:54; 2 Corintios 5:4).

Por esto gemimos, no porque queremos ser desnudados, sino revestidos. Si bien sabemos que estar ausentes del cuerpo es estar presentes con el Señor, y que partir y estar con Cristo es muchísimo mejor (2 Corintios 5:8; Filipenses 1:23), el objetivo no es el estado de desnudez. El Señor Jesús aguarda aquella consumación gloriosa, y nosotros la aguardamos juntamente con él. Mientras tanto, “toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (Romanos 8:22-25).

Aquí tenemos, pues, querido lector, la respuesta a la pregunta: «¿Por qué gime el creyente?». Gime “con angustia”. Gime junto con la creación, con la cual está unido mediante un cuerpo de pecado y de muerte, un cuerpo de humillación. Ve cada día en derredor las tristes consecuencias del pecado. No puede caminar por las calles de los pueblos y las ciudades sin tener ante sus ojos miles de pruebas del lamentable estado del hombre. Oye el grito de dolor, el gemido de angustia; ve la opresión, la violencia, la corrupción, la discordia, la vileza despiadada y sus víctimas. Ve zarzas y ortigas (véase Isaías 55:13). Ve las distintas fuerzas perturbadoras extendidas por doquier en el mundo físico, en el mundo moral y en el mundo político. Advierte todo tipo de enfermedades y de miseria. El clamor de los pobres y de los necesitados, de la viuda y de los huérfanos, golpea tristemente sus oídos y su corazón; y ¿qué puede hacer sino gemir con toda la creación, y anhelar ardientemente el bienaventurado momento cuando

la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios
(Romanos 8:21)?

Es imposible que un cristiano verdadero pase por un mundo como este sin gemir. El mismo Maestro bendito gimió. Veámosle cómo se acercó a la tumba de Lázaro, en compañía de las dos hermanas llorosas: “Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró” (Juan 11:33-35).

¿De dónde vinieron esas lágrimas y gemidos? ¿No era el “Autor de la vida” (Hechos 3:15), el que “da vida a los muertos” (Romanos 4:17), el Vencedor de la muerte y del sepulcro, el que iba de camino a la tumba de Lázaro? ¿Por qué entonces gimió? Gimió en simpatía con los objetos de su amor y con toda la escena que lo rodeaba. Sus lágrimas y gemidos emanaron de lo más profundo de un corazón humano perfecto que sentía, según Dios, cuál era el verdadero estado de la familia humana y particularmente de Israel. Contemplaba a su alrededor los distintos frutos del pecado. Se compadeció del hombre, así como de Israel. “En todas sus aflicciones él fué afligido” (Isaías 63:9, V. M.). Fue “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3). Sanaba gente, pero en su espíritu estaba abrumado con la realidad de lo que hacía. No echó fuera la muerte, la enfermedad y el dolor con ligereza. No; él experimentaba profundamente todo esto, como hombre; y también según las infinitas perfecciones de su naturaleza divina. Todo esto abrumaba su espíritu, de manera muy real, delante de Dios. Si bien Su naturaleza era absolutamente pura y estaba libre de todo esto, él, en gracia y voluntariamente, lo hizo suyo a tal grado que lo probó, lo experimentó y lo conoció como nadie más podría hacerlo.

Todo está plenamente expresado en Mateo 8, donde leemos las palabras siguientes: “Y cuando llegó la noche, trajeron a él muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (v. 16-17).

Tenemos muy poca idea de lo que el corazón de Jesús sintió cuando pasó por este triste mundo pecaminoso. Somos demasiado propensos a pasar por alto la realidad de Sus sufrimientos al limitarlos a lo que sufrió en la cruz, y al suponer que, porque era “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5), no sintió todo lo que un corazón humano es capaz de sentir. Esto es una lamentable pérdida. De verdad podemos decir que es una pérdida incalculable. El Señor Jesús, como el Autor de nuestra salvación, fue hecho perfecto mediante los sufrimientos. En Hebreos 2, el inspirado escritor hace una cuidadosa distinción entre “el padecimiento de la muerte” (v. 9) y los “padecimientos” del Autor de nuestra salvación (v. 10). Para salvar a los pecadores de la ira, gustó “la muerte por todos”, y luego lo vemos “coronado de gloria y de honra”. Pero para “llevar muchos hijos a la gloria”, tuvo que ser perfeccionado “por medio de los sufrimientos”. Todos los verdaderos creyentes tienen el inmenso privilegio de saber que hay Uno sentado a la diestra de la Majestad en los cielos que, cuando anduvo en este mundo de pecado y de miseria, probó todas las formas posibles de sufrimiento y de dolor que un corazón humano pueda conocer. Él podía decir:

El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé.
(Salmo 69:20).

¡Cuán profundamente conmovedor es todo esto! Pero no podemos seguir con este tema aquí. Simplemente lo mencionamos en relación con la pregunta «¿Por qué gime el creyente?». Confiamos en que el lector verá claramente la verdadera respuesta a esta pregunta, y que le resultará claro que los gemidos de un cristiano provienen de la naturaleza divina que ahora posee, y que por tal motivo no pueden ser causados por dudas o temores. Ni siquiera por deseos egoístas o ansias insaciables de su vieja naturaleza. Al contrario, el hecho de que, por la fe en Cristo, posee vida eterna, y la bendita seguridad de tener una casa no hecha de manos, eterna en los cielos, hace que suspire por aquella morada bendita, indestructible, y que gima por su relación con una creación que gime, así como en simpatía con ella.

El nuevo hombre es hechura de Dios

Si se necesitasen más pruebas sobre esta cuestión tan interesante, podemos leer los versículos 5-8 de este capítulo, donde el apóstol sigue diciendo: “Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu. Así que vivimos confiados siempre [no dudando ni temiendo], y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:5-8).

Aquí tenemos dos grandes verdades fundamentales: primero, el creyente es obra de las manos de Dios; y, segundo, Dios le ha dado las arras del Espíritu. ¡Qué hechos maravillosos y gloriosos! Hechos que demandan la atención del lector. Cualquiera que cree sencillamente y de corazón en el Señor Jesucristo, es la obra de las manos de Dios. Dios lo ha creado de nuevo en Cristo Jesús. Claramente, pues, no puede haber ninguna razón para que ponga en duda la aceptación que tiene con Dios, puesto que Dios nunca puede poner en tela de juicio Su propia obra. No hará esto en Su nueva creación, como no lo hizo en la vieja. Cuando, al principio del libro del Génesis, Dios contempló su obra, no lo hizo para juzgarla o cuestionarla, sino para anunciar que era “buena en gran manera”, y expresar su complacencia en ella. De igual manera ahora, cuando Dios mira al creyente más débil, ve en él la obra de Sus manos, y, con toda seguridad, ni aquí ni en el más allá, va a poner en tela de juicio Su propia obra. Dios es una roca, su obra es perfecta, y el creyente es la obra de Dios; y por esta causa lo ha sellado con el Espíritu Santo.

La misma verdad se declara en Efesios 2, donde leemos:

Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas
(Efesios 2:10).

Este, de verdad podemos decir, es un punto de suprema importancia. Demanda la más seria atención del lector que desea estar completamente establecido en la verdad de Dios en cuanto a qué es realmente un cristiano, el verdadero cristianismo. No es un pecador culpable, arruinado y perdido que se esfuerza en hacer algo que sea digno de Dios. Es todo lo opuesto. Es Dios quien, según las riquezas de su gracia, en virtud de la muerte expiatoria de Cristo, toma a un hombre muerto, sin valor, condenado –a un pecador culpable y merecedor del infierno–, y lo crea de nuevo en Cristo Jesús. Es Dios que comienza de nuevo, que forma algo enteramente nuevo: un hombre en Cristo, colocado en una posición enteramente nueva, no ahora como un ser inocente sobre la base de la creación, sino como uno justificado en un Cristo resucitado. No es la vieja condición del hombre mejorada por algún tipo de esfuerzo humano, sino la nueva obra de Dios en un Cristo resucitado, ascendido y glorificado. No es la propia vestidura del hombre, con agujeros y remiendos, producto del ingenio humano, sino la nueva vestidura de Dios, introducida en la persona de Cristo, quien, por su infinita gracia, descendió hasta “el polvo de la muerte”, y soportó el juicio por el pecado, por amor al hombre, la justa ira de un Dios que aborrece el pecado, y se levantó de entre los muertos por la gloria del Padre, llegando a ser la Cabeza de la nueva creación, “el principio de la creación de Dios” (Apocalipsis 3:14).

Ahora bien, el lector debe comprender con toda claridad que si nuestro Señor Jesucristo es en verdad “el principio” de la creación de Dios, entonces debemos empezar por el principio, de lo contrario no hemos hecho absolutamente nada. Podemos trabajar duro y sin cesar; hacerlo con el mayor esfuerzo y con total sinceridad. Podemos hacer votos, tomar resoluciones, tratando de mejorar nuestro estado, de cambiar nuestro rumbo, de corregir nuestros caminos, de cambiar nuestro modo de vida; pero, mientras tanto, seguimos estando en la vieja creación, la cual ha sido dejada de lado por completo y está bajo el juicio de Dios; no comenzamos por “el principio” de la nueva creación de Dios, y, por consecuencia, no ganamos absolutamente nada. Trabajamos en vano y gastamos nuestras fuerzas en balde. Hemos hecho grandes esfuerzos para tratar de mejorar algo que Dios ha condenado y desechado por completo. Somos, para ilustrarlo con un ejemplo, como un hombre que emplea su tiempo, energías y dinero pintando y decorando una casa sobre la cual pesa una orden municipal de demolición a causa del mal estado de sus cimientos.

¿No calificaríamos a esa persona de insensata? Sin duda. Pero si es una insensatez pintar y decorar una casa condenada a ser demolida, ¿qué diremos de aquellos que tratan de mejorar una naturaleza condenada, un mundo condenado? Ellos siguen un camino que tarde o temprano terminará en decepción y confusión.

¡Ah, que todos los creyentes estén más penetrados de esto y lo comprendan mejor! ¡Que todos los escritores, predicadores y maestros cristianos lo comprendan más y lo propaguen claramente con la pluma y con la voz! Es nuestro ferviente deseo que el lector comprenda y penetre más profundamente en esto. Estamos plenamente convencidos de que esta es fundamentalmente una verdad para este tiempo. Una verdad que satisface las necesidades de miles de almas, las libera de sus cargas, alivia sus corazones y conciencias, resuelve sus dificultades y disipa sus nubes. Hay, en este momento, en toda la cristiandad, multitudes incontables comprometidas con el trabajo infructuoso de pintar y decorar una casa que está condenada, sobre la cual Dios ha pronunciado Su juicio, debido al estado irremediablemente arruinado de sus cimientos. Tratan de hacer pequeños trabajos de reparación por toda la casa, olvidando, o quizás ignorando, que todo el edificio en breve será demolido por orden del gobierno divino. Algunos lo hacen con la mayor sinceridad, con muchos ejercicios dolorosos de alma y lágrimas, porque no logran satisfacer sus corazones, y mucho menos las demandas de Dios. Pues Dios demanda algo perfecto, no una cosa arruinada y remendada. No sirve de nada empapelar y pintar paredes viejas que se tambalean sobre cimientos podridos. Dios no puede ser engañado por el trabajo superficial, por las apariencias. Si los cimientos están mal, todo el edificio se derrumbará. Nosotros debemos poner toda nuestra confianza en Aquel que es “el principio de la creación de Dios”.

Lector cristiano, haga una pausa aquí y considere unos momentos este asunto con calma y seriedad. Pregúntese: «¿Busco remendar algo que está completamente en ruinas? ¿Trato de mejorar la vieja naturaleza? ¿O realmente he encontrado mi lugar en la nueva creación de Dios, de la cual un Cristo resucitado es la Cabeza y el Principio?». Recuerde, se lo rogamos, que no puede haber esfuerzo más inútil que tratar de hacerse mejor a sí mismo. Sus esfuerzos pueden ser sinceros, pero, a la larga, no servirán de nada. Los materiales y la pintura para decorar la casa pueden ser buenos y genuinos, pero los está poniendo en algo arruinado y condenado. Usted no puede decir de su naturaleza no renovada que es “hechura” de Dios. Sus acciones, sus buenas obras, sus prácticas religiosas, sus esfuerzos por guardar los diez mandamientos, en una palabra nada de lo que usted haga puede ser llamado “hechura” de Dios. Es lo que hace usted y no Dios. Él no puede reconocerlo; no puede sellarlo con Su Espíritu. Todo es falso e inútil. Si usted no puede decir, “el que nos hizo para esto mismo es Dios” (2 Corintios 5:5), entonces no tiene nada. Aún está en sus pecados (1 Corintios 15:17). No ha comenzado por el principio de Dios. Todavía está “en la carne”, y la voz de la Santa Escritura declara que

los que están en la carne no pueden agradar a Dios
(Romanos 8:8, V. M.).

Esta es una afirmación solemne y devastadora. Un hombre fuera de Cristo está “en la carne”, y no puede agradar a Dios. Puede que sea muy religioso, muy moral, amable, benévolo, un excelente patrón, un amigo generoso, un dador generoso, un compañero cordial, un protector de los pobres, recto y honesto en todas sus relaciones, un elocuente predicador y un escritor popular, pero, si no está “en Cristo”,si está “en la carne”, no puede, entonces, “agradar a Dios”.

¿Puede algo ser más solemne que esto? ¡Y pensar que una persona puede llegar tan lejos en todo lo que es considerado excelente entre los hombres, y, con todo, no estar en Cristo, sino en sus pecados, en la carne, en la vieja creación, en la casa condenada! Y notemos que no se trata de pecados groseros ni de una vida escandalosa, en sus formas diversas y horribles de inmoralidad, en sus tonos más profundos y oscuros. No; la declaración de la Santa Escritura es: “Los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8, V. M.). Esto, realmente, subyuga el alma y demanda una reflexión profunda y solemne de parte de todo creyente considerado y serio.

Los dos Adanes

Pero puede que el lector todavía encuentre dificultades y escollos en torno a este tema tan importante. Quizás todavía no consiga comprender lo que significa la expresión “en la carne”. Si es así, le recordamos que la Escritura habla de dos hombres: “El primer hombre” y “el segundo hombre” (1 Corintios 15:47). Estos dos hombres se presentan como las cabezas de dos razas distintas. El Adán caído es la cabeza de una raza. El Cristo resucitado es la Cabeza de la otra. Ahora bien, el solo hecho de que haya un “segundo hombre” demuestra que el primer hombre fue dejado de lado. Porque si el primer hombre hubiese sido intachable, entonces no habría habido lugar para un segundo. Esto es claro e incuestionable. El primer hombre es una ruina total e irreparable. Los fundamentos del viejo edificio se han derrumbado; y aunque al hombre le parece que el edificio todavía está en pie y puede ser reparado, no obstante a los ojos de Dios lo viejo está totalmente puesto a un lado, y un segundo Hombre –un nuevo edificio– ha sido establecido en la tierra sobre la sólida e imperecedera base de la redención.

Por eso, en Génesis 3 leemos que Dios echó “fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Génesis 3:24). El primer hombre fue expulsado, y cualquier posibilidad de retorno le fue totalmente vedada en esa condición. Solo podía volver por “un camino nuevo y vivo” (Hebreos 10:20), es decir, por el velo rasgado de la carne del Salvador. La espada encendida “se revolvía por todos lados” para que no hubiera ninguna posibilidad de que el primer hombre pudiese regresar alguna vez a su estado anterior. La única esperanza que había ahora era a través de la simiente de la mujer (Génesis 3:15), esto es, “el segundo Hombre”. La espada encendida declaraba, en lenguaje simbólico pero elocuente, la verdad que sale a luz en el Nuevo Testamento despojada de toda forma de imagen y de sombra, a saber, que “los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8, V. M.).

Es necesario nacer de nuevo
(Juan 3:7).

Toda alma inconversa forma parte del primer hombre, caído, arruinado, puesto de lado y echado fuera. Es miembro del primer Adán –de la vieja raza–, una piedra en el viejo edificio que está condenado.

Así son las cosas, si hemos de guiarnos por las Escrituras. La cabeza y su raza van juntas. Como es el uno, así es el otro; lo que es cierto del uno, es cierto del otro. A los ojos de Dios, son absolutamente idénticos. ¿Era un ser caído el primer Adán cuando llegó a ser la cabeza de una raza? ¿Había sido expulsado? ¿Fue enteramente puesto de lado? Sí, de acuerdo con las Escrituras. Entonces, el que lee estas líneas y no ha sido convertido, no ha nacido de nuevo, es un ser caído, expulsado y puesto de lado. Tal cual la cabeza, así son los miembros; cada miembro en particular, como todos los miembros juntos, son inseparables, si hemos de ser enseñados por la revelación divina.

Pero, además, preguntamos: ¿Todo posible camino de regreso estaba definitivamente cerrado para la cabeza caída? Sí; la Escritura declara que la espada encendida “se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”. Por eso es completamente imposible que el lector inconverso, no regenerado, pueda mejorarse a sí mismo o hacerse apto para Dios. Si la cabeza caída no pudo regresar al árbol de la vida, tampoco lo puede hacer el miembro caído. “Los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8, V. M.). Los que están sobre el viejo fundamento, en la vieja creación, los miembros del primer Adán, los que forman parte del viejo edificio, no pueden agradar a Dios. “Es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). El hombre debe ser renovado en el origen más profundo y la fuente de su ser. Debe ser “hechura suya, creado en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10). Debe ser capaz de decir, en el lenguaje de nuestro texto: “El que nos hizo para esto mismo es Dios” (2 Corintios 5:5).

Por la fe nos apropiamos de nuestra posición en Cristo

Pero esto nos lleva a otro punto. ¿Cómo podemos entrar en esta maravillosa posición? ¿Cómo puede alguien hablar este lenguaje? ¿Cómo puede alguien cuyos ojos han sido abiertos para ver su completa e irremediable ruina –su relación con el primer hombre, su posición en la vieja creación, que es una piedra del viejo edificio–, alcanzar alguna vez una posición en la que pueda agradar a Dios? Alabado sea el Señor, la Escritura da una respuesta clara y definida a esta pregunta. Un segundo Hombre apareció en la escena, la simiente de la mujer, y, al mismo tiempo,

Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos
(Romanos 9:5).

En él todo comienza de nuevo. Vino a este mundo “nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gálatas 4:4), puro y sin mancha, libre de toda traza de pecado, sobre el cual, en lo personal, ni el pecado ni la muerte tenían derecho, y anduvo en medio de un mundo arruinado, de una raza culpable, siendo él mismo ese grano de trigo puro y sin mácula. Lo vemos como un niño en el pesebre, y luego crecer como un joven bajo el techo paterno. Lo vemos como un hombre que trabaja en una carpintería en Nazaret; bautizado en el río Jordán, donde todo el pueblo era bautizado confesando sus pecados, siendo él mismo sin pecado, pero cumpliendo toda justicia, e identificándose en perfecta gracia con el remanente arrepentido de la nación de Israel. Lo vemos ungido con el Espíritu Santo para la obra que tenía por delante. En el desierto, cansado y hambriento, a diferencia del primer hombre que fue puesto en un paraíso de deleites. Tentado por Satanás y saliendo victorioso. Lo vemos andar el camino de su ministerio público, ¡y qué ministerio! ¡Qué trabajo duro e incesante! ¡Qué cansancio y vigilia! ¡Qué hambre y sed! ¡Qué dolor y fatiga! En peores condiciones que las aves y las zorras, el Hijo del hombre no tenía donde recostar su cabeza. La contradicción de pecadores en el día, la soledad del monte por la noche.

¡Que vida tan maravillosa la de nuestro bendito Señor! Pero esto no era todo. ¡Él murió! Sí; murió bajo el peso de la culpa del primer hombre; murió para quitar el pecado del mundo, y cambiar completamente el fundamento de la relación de Dios con el mundo, para que Dios pueda tratar con el hombre y con el mundo sobre el nuevo fundamento de la redención, en lugar del viejo fundamento del pecado. Murió por la nación de Israel (Juan 11:51-52). Gustó “la muerte por todos” (Hebreos 2:9). Murió el justo por los injustos. Padeció por los pecados (1 Pedro 3:18). Murió y fue sepultado, conforme a las Escrituras (1 Corintios 15:3). Pasó por todo, satisfizo todo, pagó todo, terminó todo. Descendió hasta “el polvo de la muerte”, y yació en la oscura y silenciosa tumba. Descendió a las partes más bajas de la tierra (Efesios 4:9). Bajó al fondo de todo. Sufrió la sentencia que pesaba sobre el hombre. Pagó la pena, llevó el juicio, agotó la copa de la ira, pasó por todo tipo de pruebas y formas de sufrimiento humano, fue tentado en todo, sin pecado (Hebreos 4:15). Abolió todo lo que se interpuso en el camino, y, habiendo consumado todo, encomendó su espíritu en las manos de su Padre, y su cuerpo precioso fue puesto en una tumba en la cual nunca hubo olor a muerte.

Ni esto fue todo. ¡Él resucitó! Sí, resucitó triunfando sobre todo, como la Cabeza de la nueva creación, “el principio de la creación de Dios”, “el primogénito de entre los muertos”, “el primogénito entre muchos hermanos” (Apocalipsis 3:14; Colosenses 1:18; Romanos 8:29). Y ahora “el Segundo Hombre” está delante de Dios, “coronado de honra y de gloria”, no en un paraíso terrenal, sino “a la diestra de la Majestad” en los cielos (Hebreos 2:9; 1:3). Este “Segundo Hombre” es “el postrer Adán” (1 Corintios 15:45), porque nadie viene después de él, no podemos ir más allá del último. Hay solo un Hombre delante de Dios ahora. El primero fue puesto de lado, y en su lugar se estableció el último. Y como el primero fue la cabeza de una raza caída, así también el último es la cabeza resucitada de una raza salvada, justificada y aceptada. La Cabeza y sus miembros están inseparablemente identificados, todos los miembros juntos, y cada uno en particular. Somos aceptados en Él.

Como él es, así somos nosotros en este mundo
(1 Juan 4:17).

Nada hay delante de Dios excepto Cristo. La Cabeza y el cuerpo, la Cabeza y cada miembro individual, están indisolublemente unidos; inseparablemente y para siempre. Dios piensa en los miembros como piensa en la Cabeza. Los ama como lo ama a Él. Esos miembros son hechura de Dios, introducidos por Su Espíritu en el cuerpo de Cristo, y en la presencia de Dios, no teniendo ningún otro fundamento, ningún otro rango ni posición que no sea “en Cristo”. No están más “en la carne”, sino “en el Espíritu” (Romanos 8:9). Pueden agradar a Dios porque poseen Su naturaleza, están sellados por Su Espíritu y son guiados por Su Palabra. “El que nos hizo… es Dios”, y él siempre se complace en su propia obra. Nunca pondrá reparos ni condenará la obra de sus propias manos. Dios “es la Roca; perfecta es su obra” (Deuteronomio 32:4, V. M.) y por eso el creyente, como hechura de Dios, es perfecto. Él está “en Cristo”, y eso basta. Basta para Dios, basta para la fe y basta para siempre.

Ahora bien, si se pregunta: ¿cómo se puede obtener todo esto? La Escritura responde: “por la fe”. “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

El tribunal de Cristo

El lector que ha venido leyendo atentamente este tratado desde el inicio de nuestro capítulo, estará en condiciones de entender algo del solemne e importante tema al cual vamos a pasar ahora: el tribunal de Cristo. Si es cierto que el creyente es la obra de Dios; que es miembro de Cristo; que está asociado con el segundo Adán; ligado “en un mismo haz de vida con” el Señor resucitado y glorificado (1 Samuel 25:29, V. M.); si todo esto es cierto –y la Palabra de Dios declara que lo es–, entonces es evidente que el tribunal de Cristo no puede de ninguna manera afectar la posición del cristiano, ni llegar a ser para él en absoluto poco amistoso. Es un tema sin duda muy serio y solemne, de consecuencias muy trascendentales para todo siervo de Cristo, y que tiene como objeto ejercer la influencia más saludable en el corazón y la conciencia de todo hombre. Pero eso solo si se lo contempla desde el verdadero punto de vista. Que nadie vaya a suponer que recogerá la bendición que Dios tiene preparada para aquel que medita en este tema del tribunal, si lo considera como el lugar donde se ha de resolver la gran cuestión de su salvación eterna. Sin embargo, muchos lo hacen. ¡Cuántos verdaderos hijos de Dios hay, quienes, por no ver la simple verdad contenida en estas palabras: “el que nos hizo para esto mismo es Dios”, prevén el tribunal de Cristo como algo que, al fin y al cabo, puede condenarlos!

Esto es muy lamentable, pues deshonra al Señor y destruye completamente la paz y la libertad del alma. Porque ¿cómo es posible que alguien disfrute de la paz, teniendo dudas sobre su salvación? Creemos que es totalmente imposible. La paz de un verdadero creyente descansa en el hecho de que toda posible duda ha sido resuelta divinamente y para siempre. Por consecuencia, ninguna duda puede surgir, ni ante el tribunal de Cristo, ni en ningún otro momento. Oigamos lo que nuestro Señor Jesucristo dice respecto de esta gran cuestión: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación [o juicio], mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

Es importante entender que la palabra empleada por nuestro Señor en este pasaje, no es “condenación”, sino “juicio”1 . Él asegura al creyente que nunca vendrá a juicio; y esto en directa relación con la declaración de que

el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo (v. 22).

Y también: “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (v. 26-27).

Así pues, Aquel a quien se le ha encomendado todo juicio, el único que tiene autoridad para ejecutar juicio por el justo decreto del Padre, esta bendita Persona nos asegura que si oímos su Palabra, y creemos al que le envió, nunca vendremos a juicio.

Esto es claro y concluyente. Tranquiliza el corazón completamente. Dispersa toda niebla y toda nube, y conduce al alma a una región donde jamás puede surgir ninguna duda que perturbe su profundo y eterno reposo. Si Aquel que tiene todo juicio en su mano y toda autoridad para ejecutarlo, me asegura que yo nunca vendré a juicio, estoy perfectamente satisfecho. Creo Su Palabra, y descanso en la feliz certeza de que, independientemente de lo que pueda ser para los demás, el tribunal de Cristo no puede ser cruel conmigo. Sé que la Palabra del Señor permanece para siempre, y que la Palabra me dice que yo nunca vendré a juicio.

Pero puede que al lector le resulte difícil, o incluso imposible, conciliar esta total exención de juicio con esta declaración solemne del Señor:

Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio
(Mateo 12:36).

Pero en realidad no existe ninguna dificultad aquí. Si un hombre tiene que enfrentar el juicio, deberá dar cuenta de toda palabra ociosa. ¡Qué terrible y solemne pensamiento! No hay forma de evitarlo. Si se dejara pasar una sola palabra ociosa, sería una deshonra para el tribunal del juicio. Sería una señal de debilidad e incompetencia, lo cual es completamente imposible. Sería una blasfemia contra el Hijo de Dios suponer que una sola mancha podría escapar a su escrutadora mirada. Si el lector viniera a juicio, ese juicio debe ser perfecto, y, por ende, su condena es inevitable.

Queremos llamar la atención del lector inconverso sobre este serio asunto. Demanda imperativamente su inmediata y seria consideración. El día se acerca rápidamente, en el cual toda palabra ociosa, todo pensamiento ligero y todo acto pecaminoso, saldrá a la luz, y se deberá dar cuenta de ello. Cristo, como Juez, tiene “ojos como llama de fuego” y “pies semejantes al bronce bruñido”, ojos para descubrir y pies para aplastar el mal. No habrá escapatoria. Entonces no habrá misericordia: el juicio será absoluto, severo e implacable. “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apocalipsis 20:11-15).

Nótese la diferencia entre “los libros” y “el libro de la vida”. Toda la escena, de principio a fin, presenta el juicio de los impíos ya difuntos, de los que han muerto en sus pecados. “El libro de la vida” es abierto; pero no hay ningún juicio para aquellos cuyos nombres están inscritos en él con la mano del amor electivo y redentor. “Los libros” son abiertos; los terribles archivos escritos con trazos tan profundos, amplios y negros; las listas espantosas de los pecados de cada hombre y mujer, desde el principio hasta el fin del tiempo. No habrá escapatoria. Cada uno estará allí con su propia individualidad en ese terrible momento. Los ojos de cada individuo se volverán hacia sí mismo, y hacia su vida pasada. Todo se verá a la luz del gran trono blanco, del cual no hay escapatoria.

El escéptico puede argumentar en contra de todo esto y decir: «¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo pueden estar todos los muertos delante de Dios? ¿Cómo podrían los incontables millones que han muerto desde la fundación del mundo encontrar suficiente espacio ante el tribunal del juicio?». La respuesta, cualquiera que sea para el escéptico, es muy simple para el creyente verdadero: Dios que los creó, hará un lugar para que estén en el juicio y un lugar para que pasen el tormento eterno. ¡Tremendo pensamiento! Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:31).

  • 1N. del T.: Esto no se ve reflejado en las versiones españolas comunes, pero el lector puede consultar el Nuevo Testamento Interlineal de Francisco Lacueva.

Cada uno juzgado según sus obras

Recuérdese que “cada uno” será juzgado “según sus obras”. La solemne sesión del juicio en Apocalipsis 20, no será un acto indiscriminado. Que nadie vaya a suponer esto. Hay “libros” –o rollos, registros–. “Cada uno” será juzgado. ¿Cómo? “Según sus obras”. Nada podría ser más preciso y específico. Cada uno tiene sus propios pecados, y por ellos será juzgado y castigado eternamente. Ya sabemos que muchos mantienen la idea de que la gente solo será juzgada por haber rechazado el Evangelio. Es un fatal error. La Escritura enseña directamente lo contrario. Ella declara que la gente será juzgada según sus obras. ¿Qué significa que unos recibirán “muchos azotes” y que otro será “azotado poco” en Lucas 12:47-48? ¿Cuál es la fuerza de las palabras “más tolerable” para unos que para otros en Mateo 11:22, 24? ¿No nos enseñan claramente que habrá una diferencia en los grados de juicio y de castigo? ¿No nos enseña claramente el apóstol en Efesios 5 y Colosenses 3, que la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia (o incredulidad) “a causa de” ciertos pecados contra los cuales advierte solemnemente a los santos?

Por supuesto, el rechazo del Evangelio deja a la gente sobre el terreno del juicio, como la verdadera fe en el Evangelio deja al creyente fuera de ese terreno. Pero el juicio, en todos los casos, será según las obras de cada uno. ¿Hemos de suponer que un pobre e ignorante salvaje, que vivió y murió sumido en las tenebrosas sombras del paganismo, se hallará en el mismo “libro” o será castigado con la misma severidad que un hombre que vivió y murió rodeado de la plena luz del Evangelio y sus privilegios, pero que lo rechazó totalmente? Ni por un momento, mientras las palabras “más tolerable” estén en las páginas inspiradas. El salvaje será juzgado según sus obras, y el pecador bautizado también será juzgado según sus obras; pero seguramente será “más tolerable” para el primero que para el último. Dios sabe cómo tratar con la gente. Él puede distinguir, y declara que dará a “cada uno según sus obras”.

Querido lector, le rogamos que piense seriamente en este tema tan trascendental. Si no es convertido, piense en él con respecto a su vida. Y si es convertido, considérelo en relación con los demás, como dice el apóstol:

Conociendo, pues, el temor [lit. terror] del Señor, persuadimos a los hombres
(2 Corintios 5:11).

Es imposible que alguien piense en el tremendo y espantoso hecho del juicio venidero y no se conmueva y advierta a sus semejantes. Creemos que es de suma importancia que las conciencias de los hombres sean tocadas por la solemne verdad del tribunal de Cristo. Que sean llevados a sentir la gravedad de tener que ver con Dios como Juez.

¿Ha sido el lector, quienquiera que sea, llevado a sentir esto? Si su alma ha sido sacudida por este tema tan trascendental; si, incluso ahora, se plantea la pregunta: «¿Qué debo hacer?», la respuesta es sencilla. El Evangelio declara que Aquel que pronto actuará como Juez, ahora es revelado como Justificador, como aquel que justifica al pecador más impío que cree en Jesús (véase Romanos 3:29). Esto cambia completamente el aspecto de las cosas. El pensamiento del tribunal del juicio no pierde ni una jota ni una tilde de su gravedad y solemnidad. Todo lo contrario. Permanece en toda su importancia y extensión. Pero el creyente lo ve desde un punto de vista totalmente diferente. En vez de verlo como un miembro culpable del primer Adán, lo contempla como un miembro justificado y aceptado del Segundo Adán. En vez de aguardar el tribunal como el lugar donde se ha de resolver la cuestión de su salvación o perdición eterna, lo ve como alguien que sabe que es hechura de Dios, y que nunca puede venir a juicio, porque fue puesto completamente fuera del terreno de la culpa, de la muerte y del juicio, y colocado, por la muerte y la resurrección de Cristo, sobre un terreno totalmente nuevo: el de la vida, la justicia y el favor sin nubes.

La incertidumbre de algunos creyentes

Es preciso tener en claro esta gran verdad fundamental. Muchos, incluso un gran número de hijos de Dios, tienen dudas en cuanto a ella, y por eso tienen miedo cuando piensan en el tribunal del juicio. Ellos no conocen a Dios como Justificador. Su fe no se ha apoderado de él como el que levantó de entre los muertos a Jesús, nuestro Señor. Miran a Cristo para evitar a Dios como Juez, de la misma manera que los israelitas miraban la sangre para evitar que el destructor entrara en sus casas y los hiriese (véase Éxodo 12). Por supuesto que esto es cierto y verdadero, dentro de sus limitaciones; pero está lejos de ser la verdad revelada en el Nuevo Testamento. Hay una diferencia enorme entre mantener lejos a Dios como Juez y Destructor, y verlo como un Salvador que justifica. Un israelita habría temido, sobre todo, que Dios entrara. ¿Por qué? Porque Dios pasaba por el país como un Destructor. Al cristiano, por el contrario, le complace estar en la presencia de Dios. ¿Por qué? Porque Él se ha revelado como un Justificador, al levantar de entre los muertos a Jesús nuestro Señor.

Hay tres formas de expresión empleadas por el inspirado apóstol en Romanos 3 y 4 que deben ser detenidamente examinadas. En Romanos 3:26, él habla de creer “en Jesús”. En Romanos 4:5, habla de creer “en aquel que justifica al impío”. Y en el versículo 24, habla de creer “en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro”.

Ahora bien, no hay distinciones sin importancia en la Escritura; cuando vemos una distinción, debemos averiguar cuál es la diferencia. ¿Qué diferencia hay pues entre creer “en Jesús”, y creer “en el que levantó de los muertos a Jesús”? Creemos que es la siguiente. Muchas veces encontramos personas que realmente buscan a Jesús y creen en él, pero que en el fondo de sus corazones tienen como cierto temor de encontrarse con Dios. No es que duden de su salvación, o que no sean verdaderamente salvos. De ninguna manera. Son salvos, porque van a Cristo por la fe, y todo el que acude a él de esta manera, es salvo en Él con salvación eterna (compárese Isaías 45:17, 22). Todo esto es una bendita verdad pero todavía está latente en ellos un oculto temor o miedo a Dios y una aversión por la muerte. Saben que Jesús se muestra amigo de ellos, porque murió por ellos; pero no ven tan claramente la amistad de Dios tal como se halla manifestada en el acto de haber levantado a Jesús nuestro Señor de entre los muertos.

Por eso vemos a tantos hijos de Dios sumidos en la incertidumbre y en angustia y aflicción espiritual. Su fe aún no ha echado mano de Dios como el que levantó a Jesús nuestro Señor de entre los muertos. No están seguros de qué va a suceder con ellos. A veces son felices, por el poder de la nueva naturaleza, de la cual son ciertamente participantes (2 Pedro 1:4), y viven ocupados en Cristo. Pero otras veces se ven miserables, porque comienzan a fijar su atención en sí mismos, y no ven a Dios como su Justificador y como el que “condenó al pecado en la carne” (véase Romanos 8:3). Piensan en Dios como Juez, con quien todavía queda alguna cuestión que resolver. Sienten como si la mirada de Dios se fijara en el pecado que mora en ellos, y como si ellos, de algún modo u otro, tuvieran que arreglar este asunto con Dios.

Esto es lo que ocurre, estamos convencidos, con centenares de verdaderos hijos de Dios. Ellos no ven a Dios como el Condenador del pecado en Cristo en la cruz, y como el que justifica al pecador que cree en Cristo levantándose de entre los muertos. Ellos ven a Jesús en la cruz, para protegerlos de Dios como Juez, en vez de mirar a Dios como Justificador, al resucitar a Cristo de entre los muertos.

Jesús fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación
(Romanos 4:25).

Nuestros pecados están perdonados; el pecado que mora en nosotros, o la mala naturaleza, ha sido condenado y dejado a un lado. Ya no existe para Dios. Está en nosotros, pero Él nos ve solamente en un Cristo resucitado; y a nosotros se nos exhorta a considerarnos muertos (Romanos 6:11), y, por el poder del Espíritu de Dios, a hacer morir nuestros miembros (Romanos 8:13; Colosenses 3:5), a negar y someter la mala naturaleza que todavía mora en nosotros, y que morará hasta que pasemos de nuestra condición presente a nuestra nueva morada donde estaremos siempre con el Señor (véase 1 Tesalonicenses 4:17).

Esto lo aclara absolutamente todo. Ya hemos considerado el hecho de que “los que están en la carne no pueden agradar a Dios”; pero el creyente no está en la carne, aunque la carne está en él. Él está en el cuerpo y en la tierra, en cuanto al hecho de su existencia; pero no está en la carne, ni es del mundo, en cuanto al fundamento o principio de su posición. “Vosotros”, dice el Espíritu Santo, “no estáis en la carne sino en el Espíritu” (Romanos 8:9, LBLA). “Ellos”, dice nuestro bendito Señor, “no son del mundo, así como yo tampoco soy del mundo” (Juan 17:16, V. M.).

¡Qué alivio da esto a un corazón abatido por el sentimiento de pecado que mora en él, y que no sabe qué hacer con él! ¡Qué paz firme y qué sólido consuelo se apoderan de mi alma cuando veo a Dios condenar mi pecado en la cruz y justificarme en un Cristo resucitado! ¿Dónde están mis pecados? Han sido borrados. ¿Dónde está mi pecado? Ha sido condenado y dejado de lado. ¿Dónde estoy yo? Justificado y aceptado en un Cristo resucitado. Soy llevado a Dios sin dudas ni desconfianza. No me infunde temor el que me justifica. Confío en él, lo amo y lo adoro. Me regocijo en Dios, y me glorío en la esperanza de su gloria (véase Romanos 5:2).

De esta manera, hemos despejado en alguna medida el camino para que el creyente aborde el tema del tribunal de Cristo, según se nos muestra en el versículo 10 de nuestro capítulo, que citaremos entero a fin de que el lector tenga una vista completa del tema en el propio lenguaje de la inspiración: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos [más bien, seamos manifestados] ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10).

Ahora bien, no hay realmente ninguna dificultad ni nada que pueda causar perplejidad. Solo necesitamos mirar el asunto desde un punto de vista divino y con una mente simple para ver con claridad. Esto es cierto de cualquier tema contenido en la Palabra de Dios, y sobre todo del que ahora tratamos. No tenemos dudas de que la verdadera causa de la dificultad que tantos sienten con respecto al tribunal de Cristo es la ocupación con uno mismo. Por eso a menudo oímos preguntas como la siguiente: «¿Es posible que todos nuestros pecados, nuestros fracasos, nuestras debilidades, nuestros caminos equivocados e insensatos, sean públicos para todos los que estén presentes en el tribunal de Cristo?».

Pues bien, en primer lugar, tenemos que hacer notar que la Escritura no dice nada de eso. El versículo citado, que contiene una exposición detallada de la importante verdad que nos ocupa, simplemente declara que

todos hemos de ser manifestados ante el tribunal de Cristo
(2 Corintios 5:10, V. M.).

Pero ¿cómo seremos manifestados? Ciertamente, tal como somos. Pero ¿cómo es eso? Como hechura de Dios, perfectamente justos, perfectamente santos y perfectamente aceptados en la Persona de aquel que está sentado en el tribunal y que “llevó él mismo en su cuerpo sobre el madero” todo el juicio que nosotros merecíamos, y puso fin definitivamente a todo el sistema o condición en que nos hallábamos. Todo lo que teníamos que soportar como pecadores, Cristo lo sufrió en nuestro lugar. Él llevó nuestros pecados; fue condenado por nuestro pecado. Ocupó nuestro lugar y cumplió todas las responsabilidades que nos incumben a nosotros como hombres que vivimos todavía en la carne, como miembros del primer hombre, estando en el terreno de la vieja creación. El propio Juez es nuestra justicia. Estamos en él. Todo lo que somos y tenemos se lo debemos a él y a su obra perfecta. Si nosotros, como pecadores, tuviésemos que enfrentar a Cristo como Juez, sería totalmente imposible escapar; pero como él es nuestra justicia, la condena es totalmente imposible. En fin, el caso es al revés. La muerte expiatoria y la resurrección triunfante de nuestro Sustituto Divino cambiaron todas las cosas, de modo que el efecto del tribunal de Cristo será el de revelar que no hay, ni puede haber, una sola mancha ni defecto en esa hechura de Dios que es el creyente, como lo declara la Escritura.

Pero entonces surge la pregunta: ¿De dónde viene ese miedo a que todas nuestras maldades sean descubiertas en el tribunal de Cristo? ¿No sabe él todo acerca de nosotros? ¿Tenemos más miedo de quedar expuestos a la mirada de los hombres y de los ángeles que a la mirada de nuestro bendito y adorable Señor? Si somos manifestados ante él, ¿qué importa por quién más somos conocidos? ¿Cuánto a Pedro y a David, y a muchos otros hombres de Dios, los afecta el hecho de que millones han leído la historia de sus pecados, y de que esa historia ha quedado impresa en las páginas inspiradas? ¿Acaso eso va a impedir que sus dedos rasguen las cuerdas del arpa de oro, o que echen sus coronas a los pies de Aquel cuya sangre preciosa ha borrado para siempre todos sus pecados, y los llevó, sin mancha, a la plena luz del trono de Dios? Sin duda que no. ¿Por qué entonces debería perturbarnos el pensamiento de que seremos completamente manifestados ante el tribunal de Cristo? “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25). ¿No podemos dejar todo con seguridad en manos de aquel que nos amó y nos lavó con su sangre? ¿No podemos confiar incondicionalmente en Aquel que nos amó con tanto amor? ¿Acaso el Señor nos delatará ante todos? ¿Hará o podrá hacer algo incompatible con el amor que lo llevó a dar su preciosa vida por nosotros? ¿Delatará la Cabeza al cuerpo o a alguno de sus miembros? ¿Delatará el Novio a la novia? Sí, en cierto sentido. Pero ¿cómo? Expondrá abiertamente, ante todas las criaturas inteligentes, que no hay mácula ni defecto, “mancha ni arruga ni cosa semejante”, que se vea en esa Iglesia a la que amó con un amor “que las muchas aguas no podrán apagar” (Cantares 8:7).

¡Ah, lector cristiano! ¿No se ve cómo esa cercanía al corazón de Cristo, así como el conocimiento de Su obra perfecta, despejan completamente las nieblas que envuelven el tema del tribunal? Si usted ha sido lavado de sus pecados con la sangre de Jesús, y amado por Dios como él ama a Jesús, ¿qué motivo tiene para temer el tribunal, o para retroceder a la idea de ser manifestado ante él? Ninguno en absoluto. Nada puede suceder allí que modifique nuestra posición ante Dios, que afecte nuestra relación con Dios, que enmiende o tache nuestro título u oscurezca nuestra perspectiva. Estamos plenamente persuadidos de que la luz del tribunal disipará muchas de las nubes que han oscurecido el trono de la gracia. Muchos, cuando hayan de estar de pie ante el tribunal, se preguntarán por qué alguna vez tuvieron temor de él. Entonces reconocerán su error y adorarán la gracia que ha sido mucho mejor que todos sus temores legalistas. Muchos de los que casi nunca fueron capaces de leer y gozar de su título aquí en la tierra, lo leerán allá y se regocijarán y asombrarán, amarán y adorarán. Entonces verán, en plena luz, qué pobres, débiles, superficiales e indignos pensamientos se habían ellos formado una vez del amor de Cristo y del verdadero carácter de Su obra. Entonces se darán cuenta de cuán tristemente propensos estuvieron siempre a medirlo a Él por ellos mismos, y a pensar y sentir como si Sus pensamientos y caminos fuesen como los de ellos. Todo esto será visto a la luz de aquel día, y entonces un estallido de alabanzas –de vibrantes aleluyas– brotará de muchos corazones que, cuando estuvieron aquí, fueron despojados de su paz y gozo por pensamientos legalistas e indignos de Dios y de su Cristo.

Pero, si bien es divinamente cierto que nada de lo que saldrá a luz en el tribunal de Cristo perturbará en absoluto la posición o relación del miembro más débil del cuerpo de Cristo, o de cualquier miembro de la familia de Dios, sin embargo la idea del tribunal es solemne e importante. Sí, en verdad; y nadie sentirá más su peso y solemnidad que aquellos que pueden mirar adelante con perfecta calma. Téngase muy presente que, para disfrutar de esta calma de espíritu, se necesitan indispensablemente dos cosas: Primero, debemos tener un título sin enmiendas ni tachaduras; y, en segundo lugar, nuestro estado moral y práctico debe ser sano. Toda la claridad evangélica que tengamos en cuanto a nuestro título, no nos servirá de nada a menos que andemos en integridad moral delante de Dios. No es admisible que un hombre diga que no tiene temor del tribunal de Cristo porque Cristo murió por él, al mismo tiempo que anda de una manera relajada, descuidada, desenfrenada. Es un terrible error. Es extremadamente alarmante encontrar personas capaces de ver en la claridad evangélica un pretexto para eludir la santa responsabilidad que recae sobre ellos como siervos de Cristo. ¿Hemos de hablar palabras ociosas porque sabemos que nunca vendremos a juicio? El solo pensarlo es un horror; sin embargo, podemos horrorizarnos ante tal pensamiento cuando se nos presenta en un lenguaje claro y, a la vez, por una mala aplicación de las doctrinas de la gracia, caer en la más culpable desidia y laxitud en cuanto a las demandas de la santidad.

Todo esto debe ser diligentemente evitado. La gracia que nos libró del juicio debe ejercer una influencia más poderosa en nuestros caminos que el temor a ese juicio. Y no solo eso, sino que debemos recordar que, si nosotros, como pecadores, hemos sido librados del juicio y de la ira, como siervos, debemos dar cuenta de nosotros mismos y de nuestros caminos. No se trata de estar expuestos aquí o allá a hombres, ángeles o demonios. No; “cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:11-12). Esto es mucho más serio, importante e influyente que ser expuestos a la vista de cualquier criatura. “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís. Mas el que hace injusticia, recibirá la injusticia que hiciere, porque no hay acepción de personas” (Colosenses 3:23-25).

Esto es muy grave y saludable. Puede que alguien pregunte: «¿Cuándo tendremos que dar cuenta a Dios? ¿Cuándo recibiremos por el mal que hayamos hecho?». No se nos dice, porque ese no es el tema aquí. El gran objetivo del Espíritu Santo en la porción citada es llevar a la conciencia a un santo ejercicio en la presencia de Dios y del Señor Jesucristo. Esto es algo bueno y muy necesario en un tiempo de fácil profesión como el presente, cuando se habla mucho de la gracia, de la salvación gratuita, de la justificación sin obras, de nuestra posición en Cristo. ¿Necesitamos acaso debilitar la fuerza y el sentido de estas verdades? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Al contrario, más bien tratamos, por todos los medios posibles, de llevar a las almas al conocimiento divino y al goce de estos privilegios tan preciosos. Pero no debemos olvidar el poder equilibrador de la verdad. Todo asunto tiene dos lados, y en las páginas del Nuevo Testamento encontramos las declaraciones más claras y completas de la gracia, al lado de las declaraciones más solemnes y escrutadoras acerca de nuestra responsabilidad. ¿Acaso estas últimas oscurecen las primeras? Sin duda que no. Tampoco las primeras deben debilitar las últimas. Cada una debe ocupar el lugar que le corresponde, y hay que permitir que ejerzan su influencia formativa sobre nuestro carácter y nuestros caminos.

Algunos que profesan ser cristianos tienen una gran aversión a palabras como «deber» y «responsabilidad»; pero notamos de un modo invariable que los que tienen el sentido más profundo de la gracia, tienen también, como consecuencia necesaria, el verdadero sentido del deber y de la responsabilidad. No conocemos ninguna excepción. Un corazón que está puesto bajo el santo influjo de la gracia divina, de seguro dará la bienvenida a toda alusión a las exigencias de la santidad. Solo los “vanos palabreros” (Tito 1:10, V. M.), que hablan vanamente acerca de la gracia y la posición del creyente, protestan por el deber y la responsabilidad. Dios trata con realidades morales, espirituales. Él es verdadero con nosotros, y quiere que nosotros seamos verdaderos con él. Es verdadero en Su amor, y verdadero en su fidelidad; y quiere que seamos verdaderos en nuestra relación con él y en nuestra respuesta a sus santas exigencias. De nada sirve decir “Señor, Señor” (Lucas 6:46) si no guardamos sus mandamientos. Es una mera falsedad decir “Sí, señor, voy” (Mateo 21:30), si no vamos. Dios busca la obediencia de sus hijos.

Él es galardonador de los que le buscan
(Hebreos 11:6).

No perdamos de vista estas cosas, y recordemos que todo habrá de salir a luz ante el tribunal de Cristo. “Todos hemos de ser manifestados” allí. Esto es puro gozo para una mente verdaderamente recta. Si no nos gozamos sinceramente al pensar en el tribunal de Cristo, debe haber algo que anda mal en nosotros. O no tenemos afirmado “el corazón con la gracia” (Hebreos 13:9), o bien no andamos en el camino correcto. Si sabemos que somos justificados y aceptados ante Dios en Cristo, y si andamos en integridad moral en Su presencia, la idea del tribunal de Cristo no perturbará nuestros corazones. El apóstol pudo decir: “Hemos sido manifestados a Dios, y espero que hemos sido manifestados también a vuestras conciencias” (2 Corintios 5:11, V. M.). ¿Tenía Pablo miedo del tribunal? No. ¿Por qué? Porque sabía que, en cuanto a su persona, era aceptado en un Cristo resucitado, y, en cuanto a sus caminos, procuraba también, ya sea ausente o presente, serle agradable (2 Corintios 5:9). Así fue con este santo hombre de Dios y fiel siervo de Cristo. “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16). Pablo sabía que era aceptado en Cristo, y por lo tanto procuró serle agradable en todos sus caminos.

Estas dos cosas nunca se deben separar; y nunca estarán separadas en una mente divinamente enseñada y una conciencia divinamente ordenada. Deben estar perfectamente unidas en santo acuerdo y ejercer su poder formativo en el alma. Nuestro objetivo debe ser andar ahora a la luz del tribunal. Eso sería un sano regulador de nuestros caminos en muchos aspectos. No conducirá a un espíritu legalista. Imposible. ¿Tendremos un espíritu legalista cuando estemos de pie ante el tribunal de Cristo? Sin duda que no. Pues bien, ¿por qué entonces la idea del tribunal de Cristo debería ejercer una influencia legalista ahora? En realidad, nos tranquiliza –y no puede haber mayor gozo para un corazón honesto– saber que todo será claramente revelado, en la luz perfecta de aquel día solemne que se aproxima. Entonces veremos todo como Cristo lo ve, y lo juzgaremos como él lo juzga. Veremos toda nuestra vida pasada en este mundo desde el resplandor de la luz divina que emana del tribunal. Veremos los errores que hemos cometido, lo mal que hicimos esto o aquello, motivos mezclados, secretas intenciones, objetivos equivocados. Todo será visto entonces en la verdad y en la luz divinas. No se trata de ser expuestos al universo entero. Eso no debe preocuparnos. No puede afectar nuestra aceptación. No, brillaremos en toda la perfección de nuestra Cabeza resucitada y glorificada. El propio Juez es nuestra justicia. Estamos en él. Él es nuestro todo. ¿Qué nos puede hacer daño? Apareceremos allí como el fruto de su trabajo perfecto. Incluso estamos asociados con él en el juicio que ejerce sobre el mundo.

¿No basta esto para resolver toda cuestión? Sin duda. Pero aun así, debemos pensar en nuestro andar individual y servicio. Tengamos cuidado de no traer madera, heno y hojarasca a la luz del día venidero, porque si lo hacemos seguramente sufriremos pérdida, aunque seremos salvos así como por fuego (véase 1 Corintios 3:12-15). Debemos conducirnos ahora como aquellos que ya están en la luz, y cuyo único deseo es hacer lo que es agradable a nuestro adorable Señor, no por miedo al juicio, sino, como dice el poeta, bajo «la vasta influencia constrictiva» de su amor. “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15). Esta es la verdadera fuente motora en todo servicio cristiano. No es el temor al juicio, sino el amor de Cristo que nos constriñe; y podemos decir, con la más plena seguridad, que nunca vamos a tener un sentimiento más profundo de ese amor que cuando estemos ante el tribunal de Cristo.

Cuando este mundo haya pasado,
Y el resplandor de su sol haya cesado,
Cuando con Cristo en el cielo estemos
Y toda nuestra vida pasada miremos,
Entonces, Señor, antes no,
Sabré cuán deudor a tu amor soy.

El ministerio de la reconciliación

Hay muchos otros puntos de interés y valor en este maravilloso capítulo; pero como ya debemos concluir este artículo, nos limitaremos a desarrollar, con la ayuda del Espíritu y de la forma más resumida posible, el tema específico de “El ministerio de la reconciliación”, hacia el cual dirigimos ahora la atención de nuestros lectores.

Lo presentaremos bajo los tres siguientes aspectos:

Primero: El fundamento del ministerio de la reconciliación
Segundo: Los objetos en relación con los cuales se ejerce
Tercero: Los rasgos que caracterizan este ministerio

1. El fundamento del ministerio de la reconciliación

En primer lugar, pues, consideremos el fundamento sobre el cual se apoya el ministerio de la reconciliación. Lo vemos en el último versículo de nuestro capítulo: “Al que no conoció pecado [Cristo], por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (1 Corintios 5:21).

Tenemos aquí, por una parte a Dios, por otra a Cristo, y por otra el pecado. Este último es simplemente la expresión de lo que somos por naturaleza. En “nosotros” no hay nada excepto “el pecado”, desde la coronilla de la cabeza hasta la planta de los pies; el hombre entero es pecado (Isaías 1:6). El principio del pecado impregna todo el sistema de la humanidad caída. La raíz, el tronco, las ramas, las hojas, la flor, el fruto, todo es pecado. No se trata solamente de que hayamos cometido pecados; en realidad nacimos en pecado (véase Salmo 51:5). Es verdad que cada uno de nosotros tiene sus pecados característicos. No solo que “todos nosotros nos descarriamos”, sino que “cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6). Cada uno siguió su propio camino particular de maldad y de locura. Y todo esto es fruto de lo que se llama “pecado”. La vida exterior del individuo es solo el flujo de la fuente –una rama del árbol–; la fuente es el pecado.

¿Y qué es el pecado? Es la acción de la voluntad en abierta oposición a Dios. Es buscar nuestro propio placer, hacer lo que nos gusta a nosotros. Esta es la raíz, la fuente del pecado. Cualquiera que sea la forma en que se manifieste, o el disfraz en que se esconda, ya sea grosero o más educado, el gran principio fundamental, el tronco original, es la propia voluntad, y eso es pecado. No hace falta entrar en detalles; solo deseamos que el lector tenga una percepción clara y definida de lo que es el pecado; y no solo esto, sino de que él es pecador por naturaleza. Cuando, por el poder del Espíritu Santo, el alma toma posesión de este grande y solemne hecho, solo puede hallar reposo permanente cuando se apodera de la verdad expuesta en 2 Corintios 5:21. La cuestión del pecado debe ser resuelta antes de que pueda haber un solo pensamiento acerca de la reconciliación. Dios nunca puede reconciliarse con el pecado. Pero el hombre caído era pecador por naturaleza y por sus actos. Las fuentes mismas de su ser se corrompieron y contaminaron, y Dios era santo, justo y verdadero. “Tú eres de ojos demasiado puros para mirar el mal, ni puedes contemplar la iniquidad” (Habacuc 1:13, V. M.). Por eso, entre Dios y la humanidad pecadora no puede haber reconciliación. Es cierto que Dios es bueno, misericordioso y compasivo. Pero también es santo; y la santidad y el pecado nunca pueden coexistir.

a) Cristo sufrió por los pecados solamente en la cruz

¿Qué debía hacerse? Oigamos la respuesta: Dios “hizo [a Cristo] pecado por nosotros” (2 Corintios 5:21, LBLA). Pero ¿dónde? Fijémonos bien en esto. ¿Dónde fue hecho Cristo pecado? ¿Lo fue en su nacimiento? ¿En el río Jordán? ¿En el huerto de Getsemaní? No; aunque, seguramente, en aquel huerto las sombras se extendían, las tinieblas se hacían más densas, la oscuridad se acentuaba. Pero ¿dónde y cuándo fue el Cordero precioso de Dios, santo y sin mancha, hecho pecado? ¡En la cruz, y solo allí! Esta es una gran verdad fundamental –una verdad de vital importancia–, una verdad que el enemigo de Dios y de su Palabra procura oscurecer y hacer a un lado por todos los medios posibles. El diablo trata, de la manera más engañosa, de reemplazar la cruz. No le importa cómo logrará su objetivo. Se valdrá de cualquier cosa para quitar mérito a la gloria de la cruz, esa gran verdad central del cristianismo alrededor de la cual gira toda otra verdad, y sobre la cual descansa todo el edificio de la revelación divina como fundamento eterno.

Dios “lo hizo pecado”. Esta es la raíz de todo el asunto. Cristo fue hecho pecado por nosotros en la cruz. Murió y fue sepultado. El pecado fue condenado. Recibió el justo juicio de un Dios santo, quien no podía pasar por alto una simple jota o tilde de pecado. Él derramó su ira no atenuada sobre el pecado en la Persona de su Hijo, cuando ese Hijo fue “hecho pecado”. Es un serio error creer que Cristo llevó el juicio de Dios durante su vida, o que algo más podía resolver la cuestión del pecado excepto su muerte. Él puede haber sido hecho carne, haber vivido y trabajado en esta tierra, haber hecho incontables milagros, sanado enfermos, limpiado leprosos y resucitado muertos, puede haber orado, llorado y gemido; pero ninguna de estas cosas, ni todas ellas juntas, podían borrar una sola mancha de esta cosa tan terrible que es “el pecado”. Dios el Espíritu Santo declara que

sin derramamiento de sangre no se hace remisión
(Hebreos 9:22).

Ahora bien, si la vida santa y las labores que el Hijo de Dios llevó a cabo en su vida, sus oraciones, sus lágrimas y gemidos, no pudieron quitar de en medio el pecado, ¿cómo cree usted que su vida y sus trabajos, sus oraciones, sus lágrimas y gemidos, sus buenas obras, ritos, ordenanzas y ceremonias podrían alguna vez quitar de en medio el pecado? El hecho es que la vida de nuestro bendito Señor en este mundo solo mostró con mayor evidencia la culpabilidad del hombre. Esto colocó la piedra cimera sobre el edificio de su culpa, y, por tanto, dejó la cuestión del pecado sin resolver.

Pero esto no fue todo. Nuestro Señor mismo afirma en varias ocasiones la necesidad absoluta e indispensable de su muerte. “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese” (Lucas 24:46). “¿Cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:54). En una palabra, la muerte era el único sendero de vida, la única base de unión, el único fundamento de la reconciliación.

b) Cristo nos unió consigo por su resurrección, no por su encarnación

Todos los que afirman que la encarnación es la base de nuestra unión con Cristo, niegan sencillamente todas las verdades relacionadas con un Cristo muerto y resucitado. Puede que muchos no vean esto; pero Satanás sí lo ve, y sabe también qué efectos produce. Satanás sabe lo que está haciendo, y seguramente los siervos de Cristo deben saber lo que implica el error contra el cual queremos advertir a nuestros lectores.

El hecho es que el enemigo no quiere que las almas vean que en la muerte de Cristo se dictó sentencia contra la naturaleza humana caída y contra el mundo entero. Esto no sucedió en la encarnación. Un Cristo encarnado puso al hombre a prueba. Un Cristo muerto lleva al hombre a la muerte. Un Cristo resucitado une al creyente con Él. Cuando Cristo vino en carne, el hombre caído estaba todavía bajo prueba. Cuando Cristo murió en la cruz, el hombre caído fue totalmente condenado. Cuando Cristo resucitó de entre los muertos, se convirtió en la cabeza de una nueva raza. Y cada miembro de ella, vivificado por el Espíritu Santo, es visto por Dios como unido a Cristo, en la vida, la justicia y la misericordia. Es visto como muerto, como habiendo pasado por el juicio y como libre de toda condenación, como Cristo mismo. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.

Ahora bien, resultará evidente a todo lector que se inclina ante la autoridad de la Escritura, que la encarnación no logró, ni podía lograr, esto. La encarnación no quitó de en medio el pecado. ¿Hará falta detenernos aquí a considerar las glorias del misterio de la encarnación? ¿Puede alguien pensar que restamos valor, o que manchamos la integridad de esta preciosa verdad fundamental, porque neguemos que quite de en medio el pecado, o que constituya la base de nuestra unión con Cristo? Esperemos que no. Que la encarnación era esencialmente necesaria para llevar a cabo la redención, es evidente a todos. Cristo tuvo que hacerse hombre para morir. “Sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Hebreos 9:22, V. M.). Él tuvo que dar su carne por la vida del mundo (véase Juan 6:51). Pero esto solo demuestra la absoluta necesidad de la muerte. Fue el hecho de dar su carne, no de tomarla, lo que puso el fundamento de todo el edificio: la vida, el perdón, la paz, la justicia, la unión, la gloria, todo. Sin la muerte no hay, ni podía haber, absolutamente nada; pero a través de Su muerte lo tenemos todo.

La fuente y el fundamento de todo, no es un Cristo encarnado que da vida –vida comunicada a través de los sacramentos de la iglesia–,1  sino un Cristo crucificado y resucitado. Lo primero, para decirlo en términos sencillos, es la mentira engañosa de Satanás; lo segundo es la verdad preciosa de Dios. Lo primero forma los cimientos de todo el sistema de falso cristianismo que ahora prevalece alrededor de nosotros bajo distintos nombres; mientras que lo segundo es el fundamento del verdadero cristianismo, y de todos los consejos y propósitos de la Trinidad.

No podemos extendernos más en este tema. Se ha dicho lo suficiente para mostrar su conexión con nuestro tema particular: El ministerio de la reconciliación. Cuando leemos que Dios “hizo [a Cristo] pecado por nosotros”, debemos ver que esto se refiere nada menos que a la muerte de la cruz. “[Tú] me has puesto en el polvo de la muerte” (Salmo 22:15). ¡Qué expresión! ¿Quién puede sondear la profundidad de estas palabras: «Tú», «yo» y la «muerte»? ¿Quién puede comprender la pregunta: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?”? ¿Por qué un Dios santo y justo abandonó a su unigénito, a su Hijo amado y eterno? La respuesta contiene la sólida base de este maravilloso ministerio de la reconciliación: Cristo fue hecho pecado. No solo “llevó él mismo nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24), sino que fue hecho pecado. Cargó con toda la cuestión del pecado.

Era el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
(Juan 1:29).

De esta manera vindicó gloriosamente a Dios en el mismo escenario en el que había sido deshonrado. Lo glorificó en todo aquello por lo que su majestad había sido insultada. Se hizo cargo de todo: se colocó bajo el peso de toda la carga, y allanó el camino sobre el cual Dios podía sentar las bases de la nueva creación. Abrió las compuertas eternas que el pecado había cerrado, para que la corriente del amor divino pueda fluir, con toda su plenitud, a través del canal que solo su muerte expiatoria podía preparar. No había reconciliación posible mientras el pecado estuviese allí. Pero Cristo, que fue hecho pecado, murió y quitó de en medio el pecado para siempre, cambiando así completamente el fundamento y el carácter de las relaciones de Dios con el hombre y con el mundo.

Así pues, la muerte de Cristo, según hemos visto, es la única base de la reconciliación. Esta obra divina ha abierto el camino para poner a los hombres y las cosas en su correcta relación con Dios y sobre su propia base delante de él. Y este es el verdadero significado de la reconciliación. El pecado había alejado a los hombres de Dios, y había torcido completamente las cosas; por eso, tanto los hombres como las cosas tenían que ser reconciliados o rectificados. La muerte de Cristo abrió el camino para esto.

c) Diferencia entre expiación y reconciliación

Es muy importante ver claramente la distinción entre «expiación» y «reconciliación»2 .

La palabra expiación o propiciación, aparece, en alguna de sus formas, seis veces en el Nuevo Testamento griego (léanse cuidadosamente los siguientes pasajes: Lucas 18:13; Romanos 3:25; Hebreos 2:17; 9:5; 1 Juan 2:2; 1 Juan 4:10). La palabra reconciliaciónaparece, en alguna de sus formas, trece veces en el Nuevo Testamento (véase Romanos 5:10-11; 11:15; 1 Corintios 7:11; 2 Corintios 5:18-20; Efesios 2:16; Colosenses 1:20-21).

Si el lector se toma la molestia de examinar y comparar estos pasajes, verá que la expiación y la reconciliación no son lo mismo, sino que la expiación es la base de la reconciliación. El pecado había hecho del hombre un enemigo y confundió las cosas. En Colosenses 1:20-22 leemos: “Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz [este es el fundamento]. Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él”. Aquí se presenta la muerte de Cristo como la base de la reconciliación, tanto de los hombres como de las cosas3 .

Ahora bien, esto nos lleva a otro punto de inmensa importancia. Se dice a veces que «la muerte de Cristo era necesaria para reconciliar a Dios con el hombre». Este es un error piadoso, que se produce por no prestar atención al lenguaje del Espíritu Santo y al significado claro de la palabra reconciliar. Dios nunca cambia, nunca salió de su posición normal y verdadera. Él permanece fiel. En él no hay, ni puede haber, perturbación, confusión ni alienación; por eso no podía haber necesidad de que se reconcilie con nosotros. Todo lo contrario. El hombre se había extraviado; él era el enemigo, y necesitaba ser reconciliado. Pero esto era totalmente imposible si no se acababa con el pecado; y eso solo podía hacerse mediante la muerte. En efecto, la muerte de Uno que, por ser hombre, podía morir, y por ser Dios, podía comunicar toda la dignidad, el valor y la gloria de su Persona divina al sacrificio expiatorio que ofreció.

Por tanto, la Escritura nunca habla de reconciliar a Dios con el hombre. No existe tal expresión de tapa a tapa del Nuevo Testamento. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo [en su aspecto más amplio incluye a personas y cosas] no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”. Y de nuevo:

Todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo
(2 Corintios 5:18-19).

En síntesis, Dios, en su infinita gracia y misericordia, nos trae de nuevo a él mediante la muerte expiatoria de Cristo. No solo nos coloca en nuestra posición original, o sobre la base del principio, o en la relación original, sino que, como era debido a la obra de Cristo, nos da mucho más de lo que habíamos perdido, y nos introduce en la maravillosa relación de hijos, y nos da un lugar en su presencia, en la justicia divina y eterna, y en la gracia infinita y agradable de su propio Hijo Jesucristo nuestro Señor.

¡Qué gracia más maravillosa! ¡Qué plan más asombroso y glorioso! ¡Qué ministerio! Pero ¿hemos de asombrarnos cuando pensamos en la muerte de Cristo como el fundamento de todo esto? Cuando recordamos que Cristo fue hecho pecado por nosotros, parece solo la contrapartida necesaria que “nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Traer de nuevo a las personas y las cosas al terreno adámico o a la vieja creación, no habría sido el resultado adecuado de una obra como la que Cristo realizó. Esto nunca habría satisfecho en modo alguno el corazón de Dios, ya sea en cuanto a la gloria de Cristo o en cuanto a nuestra bendición. No habría dado una respuesta a esa omnipotente declaración que Cristo dirige en Juan 17:4-5: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. ¿Quién puede sondear la profundidad y el poder de estas palabras que cayeron en los oídos del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo?

  • 1N. del T.: Tal es la errónea doctrina católica de los sacramentos y particularmente del sacramento de la eucaristía. Sostiene que si bien todos los sacramentos comunican la vida de Jesucristo, particularmente el de la eucaristía comunica esta vida; es más, a Cristo mismo, según deducen de Juan 6:54; un Cristo encarnado, que bajó del cielo, y que quita los pecados en esa condición, es decir, antes de su muerte.
  • 2N. del T.: C.H.M. hace la siguiente observación respecto de la Versión Autorizada inglesa o King James: «Expiación y reconciliación a menudo se confunden, porque no se presta atención a la Escritura. Los honorables traductores de la Versión Autorizada inglesa no han sabido hacer notar esta distinción con suficiente exactitud. Por ejemplo, en Romanos 5:11 pusieron expiación cuando debieron haber puesto reconciliación. Y en Hebreos 2:17, encontramos reconciliación cuando debería ser expiación». En las versiones castellanas más conocidas, no ocurre este equívoco. El lector también puede consultar el Nuevo Testamento Interlineal de Francisco Lacueva, donde en cada caso los respectivos vocablos griegos han sido vertidos correctamente al español.
  • 3N. del A.: Si el lector se vuelve un momento a 1 Corintios 7:11, verá el uso de la palabra reconciliación. “Y si se separa, quédese sin casar, o reconcíliese con su marido”. En el griego clásico la palabra se aplica al intercambio de dinero; al intercambio de una cosa por otra; al intercambio de prisioneros; cambiar, una persona, de enemistad a amistad. En todo el Nuevo Testamento se mantiene la distinción entre expiación (o propiciación) y reconciliación. La primera es ilasmos, y la segunda katallage.

2. Los objetos del ministerio de la reconciliación

Pero no debemos extendernos más sobre esto, por mucho que quisiéramos hacerlo. Poco queda por decir en cuanto a los objetos del ministerio de la reconciliación, puesto que, hasta cierto punto, ya nos hemos referido a ellos al hablar de las personas y las cosas. Estos son los objetos que están incluidos en el vocablo “mundo”. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. Solo quisiéramos añadir que no hay una sola criatura bajo el cielo que pueda excluirse a sí misma del ámbito de aplicación de este precioso ministerio. Antes de que alguien pueda excluirse de la aplicación de toda esta gracia a sí mismo, debe probar que él no pertenece al mundo. Puesto que no puede hacerlo, debe ver que Dios le ruega que se reconcilie.

3. Los rasgos que caracterizan este ministerio

Esto nos lleva a considerar unos instantes los rasgos que caracterizan este glorioso ministerio.

a) La actitud de Dios

En primer lugar, notemos la actitud de Dios. Él ruega a los pecadores. ¡Qué pensamiento! Nuestro corazón no es capaz de concebir algo tan elevado. Lector, ¡piense por unos momentos en el Altísimo y Poderoso Dios, el Creador de los confines de la tierra –en Aquel que tiene el poder de destruir el alma y el cuerpo en el infierno–, que le ruega que sea amigo de él! No se trata de que usted le ruega a él y de que él lo oye a usted. Todo lo contrario. Él le ruega a usted. ¿Y qué le ruega? ¿Es para hacer algo o darle algo? No; simplemente le ruega que sea amigo de él porque él le ha ofrecido su amistad al precio de Su propio Hijo. Piénselo. Dios no escatimó a su propio Hijo amado, sino que lo “quebrantó” (Isaías 53:5, V. M.) en su lugar. Él lo hizo pecado por usted. Juzgó el pecado de usted en la persona de Su Hijo, en la cruz, para poder reconciliarlo a usted. Y ahora le extiende sus brazos y le abre su corazón, y le ruega que se reconcilie con él, que sea amigo de él. ¡Qué gracia incomparable! Realmente nos parece como si el lenguaje humano solo tendiera a debilitar y empobrecer esta magnífica realidad.

Solo queremos añadir que la palabra «os»1  debilita enormemente la fuerza del versículo 20, por lo que no debería insertarse. Parece como si el apóstol rogara a los santos de Corinto que se reconcilien, pero él solo expresa las palabras y el estilo utilizados por los “embajadores” de Cristo adondequiera que fueran por todo el vasto mundo, el lenguaje con que debían dirigirse “a toda criatura debajo del cielo” (Colosenses 1:23, V. M.). No: «Haz esto o aquello» –«Da esto o aquello»–, ningún mandamiento, ninguna prohibición, sino simplemente: “Reconciliaos”.

b) No imputándoles sus transgresiones

Es consolador para un pobre corazón temeroso que siente el peso del pecado y de la culpa, saber que Dios no imputará, no tendrá en cuenta, ninguno de sus pecados. Este es otro rasgo precioso del ministerio de la reconciliación. “No tomándoles en cuenta [o no imputándoles] a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). Esto debe tranquilizar al corazón. Si Dios me dice que no tomará en cuenta ninguna de mis transgresiones, porque ya las imputó a Jesús en la cruz, bien puede esto tranquilizar mi espíritu y liberar mi corazón. Si creo que Dios quiere decir lo que dice, una paz perfecta debe ser mi porción. Por cierto que solo el Espíritu Santo puede hacer que disfrute del poder de esta gloriosa verdad. Pero lo que el Espíritu Santo me lleva a creer y en lo que me hace descansar, es en el hecho de que Dios –bendito sea su Nombre– no me imputa un solo pecado, porque ya lo ha imputado todo a Cristo.

c) Justicia de Dios en él

Esto nos conduce al tercer rasgo del ministerio de la reconciliación.

Si Dios no me imputará mis pecados, entonces ¿qué imputará? La justicia, la justicia de Dios. No podemos desarrollar aquí la naturaleza y el carácter de esta justicia, lo que dejaremos para otra ocasión si el Señor lo permite. Nos limitaremos a la declaración del texto: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. ¡Gloriosísima verdad! Para el creyente, el pecado acabó para siempre. Cristo vive como nuestra continua justicia delante de Dios, y nosotros vivimos en él. En el libro de la justicia divina, no figura ninguna deuda pendiente. Pero tenemos un Cristo resucitado y glorificado en nuestro haber. Y no es esto todo. No solo nuestros pecados han sido borrados, nuestra deuda cancelada, nuestro viejo yo completamente ignorado; no solo somos hechos justicia de Dios en Jesús, sino que somos amados por Dios como Jesús es amado. Somos aceptos en él. Somos uno con él en todo lo que él es y tiene como Hombre resucitado, victorioso, ascendido y glorificado a la diestra de Dios. Por encima de esto, no es posible ir.

Pero debemos concluir ya este tratado, por mucho que nos resistamos a hacerlo. Lo hacemos conscientes de la debilidad y pobreza de cuanto hemos expuesto sobre este tema tan amplio y elevado. Pero dejamos todo en las manos del Señor. Él sabe todo sobre el tema y cómo tratarlo; sabe todo sobre el lector y el escritor de estas líneas. Encomendamos todo a Él, mientras hacemos un solemne llamado a los lectores que todavía no se han convertido. Permítanos recordarle que este ministerio glorioso muy pronto terminará. “El año aceptable”, “el día de salvación” (véase Lucas 4:19; 2 Corintios 6:2), pronto llegará a su fin. Pronto todos los embajadores serán llamados a casa y su misión se cerrará para siempre. La puerta de la misericordia pronto se cerrará, y “el día de venganza” (Isaías 61:2) amanecerá con terror e ira sobre un mundo que rechaza a Cristo. Permítanos suplicarle que huya de la ira venidera. Recuerde que Aquel que ahora le ruega que se reconcilie, pronunció estas terrible palabras: “Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis” (Proverbios 1:24-26). ¡Ojalá escape el lector de los indescriptibles horrores del día de la ira y el juicio!

  • 1N. del T.: Este agregado aparece, en letra cursiva, por ejemplo en la Versión Autorizada inglesa (“as though God did beseech you”) y en la Versión Moderna en español (“como si Dios os rogara”).