Votos de confirmación
Mientras que el catolicismo y el protestantismo ritualistas siguen con la práctica religiosa de los votos de confirmación, en la iglesia evangélica, más precisamente en los Estados Unidos, surgió hace unos años un movimiento que también practica votos, denominado «promise-keepers» («cumplidores de promesas»). El presente artículo hará reflexionar, a la luz de las Escrituras, a todos los que de alguna manera están vinculados al ritualismo en cualquiera de sus formas (N. del T.).
“Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8). Estas fueron las memorables palabras con que el pueblo de Israel virtualmente abandonó el fundamento sobre el cual el Dios bendito los acababa de colocar, y sobre el cual, además, él había tratado con ellos al sacarlos de Egipto. “Vosotros visteis” –les había dicho– “lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí” (Éxodo 19:4). Todo esto era la gracia, la gracia pura, perfecta y divina. Él oyó los gemidos y vio la aflicción del pueblo en medio de las tinieblas y la degradación de la servidumbre de Egipto, y, por Su pura misericordia, descendió para librarlos. No trató de auxiliarlos ni buscó nada de ellos. “Su brazo le trajo salvación” (Isaías 59:16, LBLA). Obró a favor de ellos, con ellos y en ellos; y lo hizo en la singularidad y soberanía de su infalible gracia. Le dijo a Moisés al comienzo del libro del Éxodo: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios” (Éxodo 3:8). Era una gracia absoluta e incondicional. No había ningún «si», ningún «pero», ninguna «condición», nada de «hacer votos» ni de «tomar resoluciones». Era la pura gracia, fundada en los eternos consejos de Dios, y justamente manifestada en directa relación con “la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7:14). Por eso, desde el principio al fin, se le dijo a Israel: “Estad firmes [quedos, quietos], y ved la salvación que Jehová hará” (Éxodo 14:13). No se les dijo que «resolvieran», que «hicieran votos» ni que «obrasen». Dios estaba obrando por ellos. Él estaba haciendo todo: Se interpuso entre ellos y todos sus enemigos, entre ellos y todo mal. Extendió “el escudo de su salvación” (véase Salmo 18:35), para que pudiesen ocultarse detrás de sus impenetrables defensas, y permanecer allí en paz.
Pero, lamentablemente, Israel hizo un voto –un voto ciertamente extraño y especial–. No satisfechos con los hechos de Dios, de buena gana quisieron hablar de los suyos. Obraron como si la salvación de Dios fuese incompleta, y, sin tomar conciencia de su propia debilidad y nulidad, dijeron: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8). Esto era asumir una posición temeraria, un terreno elevado. Pues el hecho de que un pobre gusano hiciese un voto así, demostraba lo poco que realmente comprendía de la gracia, y la pobre noción que tenía de la verdadera condición de la naturaleza caída.
Pero cuando Israel se propuso «hacer», fue puesto a prueba. Y la mirada más superficial a Éxodo 19 bastará para mostrar el profundo cambio que tuvo lugar desde el momento que pronunciaron las palabras “haremos”. Jehová les acababa de recordar cómo los tomó “sobre alas de águilas”, y los trajo a él. Pero ahora les dice: “Señalarás término al pueblo en derredor, diciendo: Guardaos, no subáis al monte, ni toquéis sus límites; cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá” (Éxodo 19:12). Aquí tenemos un aspecto muy diferente de las cosas. Y no olvidemos que esto fue simplemente el resultado de lo que el hombre había dicho: “Haremos”. Esta expresión encierra mucho más de lo que muchos imaginan. Si apartamos la mirada de las obras de Dios, y la fijamos en las nuestras, las consecuencias serán sumamente desastrosas. Pero más adelante veremos esto con más detalle. Vamos a examinar ahora cómo la casa de Israel cumplió su voto especial. Veremos que ello terminó de la misma forma que terminan los votos del hombre en todas las épocas1 .
¿Hicieron ellos “todo” lo que Jehová les mandó? ¿Permanecieron “en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10)? ¡Ay!, no. Al contrario, vemos que antes de que se dieran las tablas del testimonio, ellos habían quebrantado el primer mandamiento mismo del Decálogo, al hacer un becerro de oro e inclinarse ante él. Este fue el primer fruto de su voto quebrantado; de aquí en más siguió, en todas las etapas de su historia, deshonrando el nombre del Señor: quebrantando Sus leyes, despreciando Sus juicios, pisoteando Sus sagradas instituciones. Luego vemos que apedrean a los mensajeros que, en Su paciente gracia y longanimidad, Dios les envió. Finalmente, cuando el Hijo unigénito vino del seno del Padre, ellos con corazones perversos lo rechazaron y con manos inicuas lo crucificaron. Pasamos así del Sinaí al Calvario: en el primero oímos al hombre proponiéndose hacer todo lo que el Señor mandó, y en el último lo vemos crucificando al mismo Señor. Así sucede con los votos del hombre; así sucede cuando el hombre osa decir: “Haré”. Los fragmentos de las tablas del testimonio esparcidos bajo el monte ardiente constituyen tristemente el primer relato del fracaso de la audaz resolución del hombre, que siguió sin cambio alguno, hasta terminar en la cruz del Calvario. Todo fue fracaso –un grosero y completo fracaso–. Así será siempre que el hombre ose hacer votos o tomar resoluciones en la presencia de Dios.
Ahora bien, hay un muy notable parecido entre el voto de Israel al pie del monte Sinaí y el «Voto de Confirmación» de la Iglesia Establecida2 . Hemos echado un breve vistazo al primero; y ahora nos referiremos a este.
En «la administración del bautismo público de párvulos», después de varias oraciones y de la lectura del Evangelio, el ministro se dirige a los padrinos y madrinas de la siguiente manera:
«Muy amados, vosotros habéis traído a este niño para ser bautizado, y vosotros habéis rogado que nuestro Señor Jesucristo, se digne recibirle, santificarle con el Espíritu Santo, darle el reino del cielo y la vida eterna. Vosotros asimismo habéis oído que nuestro Señor Jesucristo ha prometido en su Evangelio conceder todo lo que habéis pedido: cuya promesa guardará y cumplirá por su parte muy seguramente. Por tanto, habiendo Cristo hecho esta promesa, este niño deberá también prometer por su parte, y por medio de vosotros, que sois sus fiadores (hasta que sea capaz de tomar esta obligación sobre sí) que renunciará al diablo y a todas sus obras, creerá constantemente en la santa palabra de Dios, y guardará obedientemente Sus mandamientos. Yo por tanto demando: ¿Renuncias tú, en nombre de este niño, al diablo y todas sus obras, a la vana pompa y gloria del mundo, con todas sus concupiscencias, y a los pecaminosos deseos de la carne, de modo que no los seguirás, ni serás guiado por ellos? Respuesta: Yo los renuncio todos».
Y también:
«¿Quieres, pues, guardar obedientemente la santa voluntad y los mandamientos de Dios y caminar en ellos todos los días de tu vida? Respuesta: Así lo haré».
Los niños, cuando ya tienen uso de razón, toman, con deliberación y solemnidad, los dos votos arriba mencionados, como puede verse remitiéndose a la «Orden de la Confirmación»3 . Tenemos, pues, en primer lugar, gente que, en nombre de niños que no son conscientes de sus actos, hace votos de «renunciar al mundo, a la carne y al diablo», y se compromete a guardar todos los mandamientos de Dios todos los días de su vida. En segundo lugar, vemos a esos niños, ya en una edad en que son conscientes de sus actos, poniéndose bajo el peso de esos terribles votos; y todo esto, además, como condición necesaria para el cumplimiento de la promesa de Cristo. O sea que, si dejan que algo del mundo, de la carne o del diablo tenga cabida en ellos, o si dejan de cumplir fielmente todos los mandamientos de Dios, entonces no pueden ser salvos, sino que deben ser inevitablemente condenados. En definitiva, la salvación aquí depende de un pacto del cual el hombre mismo se constituye en una de las partes. A Cristo se lo representa como dispuesto a cumplir con su parte, pero solo si el hombre cumple con la suya. En otras palabras, hay un «si» en este asunto que hace que no haya, ni nunca pueda haber, certeza de la salvación. Al contrario, solo puede producir un terror constante de condenación eterna que se cierne sobre el alma, siempre que la persona piense en este tema, por cierto.
Si el corazón no está absolutamente seguro del hecho de que Cristo verdaderamente lo ha hecho todo, de que quitó de en medio nuestro pecado, de que canceló para siempre nuestras deudas, de que, por su perfecto sacrificio, zanjó toda cuestión que pudiera suscitarse contra nosotros –ya sean los cargos de conciencia, las acusaciones de Satanás o las exigencias de la justicia divina–, de que no dejó una sola nube en el horizonte, de que todo está perfectamente cumplido –en una palabra, de que estamos de pie ante Dios en el poder de la justicia divina, y en el mismo favor con su propio Hijo–; si hubiese una sola duda en el alma en cuanto a la verdad eterna de todas estas cosas, entonces no podrá haber una paz inquebrantable. Y que esta paz inquebrantable no forma parte de aquellos que han hecho los tremendos votos mencionados, está claramente demostrado por las dudas e incertidumbres que se plantean en su mente cuando ya han pasado a la siguiente etapa de su jornada eclesiástica.
No cabe esperar que personas que osadamente han hecho un voto para renunciar a todo mal y cumplir todo bien, se acerquen a la mesa del Señor con otro reconocimiento que este: «El peso de nuestros pecados es insoportable». Solo una conciencia endurecida sería capaz de escapar de la convicción de que esos votos han sido incumplidos. Entonces de seguro que el peso de sus pecados será insoportable. Si hice votos, sin duda luego resultarán deshonrados. Y entonces todo el asunto de mi salvación se derrumbará, y me veré, conforme a los términos del pacto de mi propia elección, justamente expuesto a la maldición de una ley quebrantada. Entonces soy “maldito”; pues está escrito:
Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas
(Gálatas 3:10).
Tampoco cambiará en nada la cuestión el decir que esos votos extraordinarios se realizan dependiendo de la gracia divina; porque no puede haber tal cosa como depender de la gracia cuando la gente se coloca directamente bajo la ley. No puede haber dos cosas más opuestas que la ley y la gracia. Ambas son puestas en directo contraste en las epístolas de Pablo a los Romanos y a los Gálatas. “Los que por la ley [griego: en nomo] os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gálatas 5:4). Por tal motivo, pensar en depender de la gracia cuando me coloco bajo la ley, es exactamente lo mismo que acudir a Dios para que Su gracia me permita derribar todo el evangelio de su Hijo Jesucristo. “Todos los que dependen de las obras de la ley [griego: ergon nomou] están bajo maldición” (Gálatas 3:10). ¿Podría depender de la gracia de Dios para poder permanecer bajo maldición? El pensamiento no puede ser más absurdo. Y nótese que, en el último pasaje citado, el apóstol no dice simplemente: «Todos los que incumplen la ley, están bajo maldición». Sin duda él enseña esto. Pero el punto principal es que todos aquellos que pretenden estar delante de Dios sobre la base de “las obras de la ley”, están necesariamente bajo maldición, por la sencilla razón de que no son capaces de cumplir Sus demandas. Si el hombre quisiera satisfacer las demandas de Dios, debería ser lo que no puede ser en sí mismo: sin pecado. La ley, como es su derecho, demanda perfecta obediencia. Y los que hacen votos de confirmación, prometen perfecta obediencia. Prometen renunciar a todo mal y cumplir todo bien, de la manera más absoluta; y además, hacen que su salvación dependa del cumplimiento de sus votos. ¿Por qué otro motivo los harían?
Si consideramos esto a la luz de la enseñanza apostólica en las epístolas a los Romanos y a los Gálatas, veremos que constituye la más completa negación de todas las verdades fundamentales del Evangelio. En primer lugar, es una negación de la ruina total del hombre, de su condición de “muerto” en sus “delitos y pecados”, ajeno “de la vida de Dios”, débil e impío, de “enemistad contra Dios” (Efesios 2:1; 4:18; Romanos 5:6; 8:7). Si me propongo renunciar a todo mal, y cumplir todos los mandamientos de Dios, entonces seguramente no reconozco que soy una criatura perdida, arruinada y sin esperanza; y, en consecuencia, no necesito un Salvador. Si osadamente me propongo «renunciar» y «hacer», «guardar» y «caminar», es porque definitivamente no estoy perdido, y por eso no necesito salvación. No estoy muerto, y por eso no necesito vida. No soy “débil”, y por eso no necesito la energía de esa vida nueva y divina que el Espíritu Santo comunica a todos los que, por Su gracia, creen en el Hijo de Dios. Si soy capaz de obrar por mí mismo, no necesito que nadie, ni siquiera el Señor Jesucristo, haga todo por mí.
Podemos agregar además, como resultado de lo que ya se ha señalado, que esos votos ponen completamente a un lado las glorias esenciales, las dignidades divinas y las sagradas virtudes de la cruz de Cristo. Si logro que mis padrinos hagan votos en mi nombre hasta que sea capaz de hacerlos por mi cuenta, es evidente entonces que no reconozco la enorme dicha de tener todos mis votos, todas mis responsabilidades y obligaciones como pecador perdido, todos mis pecados y defectos –todo, en definitiva– completa y eternamente satisfecho en la cruz. Si hay algo respecto a mí que no haya sido perfectamente resuelto en la cruz, inevitablemente habré de perecer. Puedo hacer votos y tomar resoluciones, pero ellos son “como la niebla de la mañana… que se pasa” (Oseas 13:3). Puedo tener padrinos que renuncien al diablo en mi nombre, y, cuando tenga uso de razón, yo mismo puedo hablar de renunciar a él por mi propia cuenta. Pero ¿y si el diablo durante todo ese tiempo tiene agarrados tanto a mis padrinos como a mí? Él no va a renunciar a mí, a menos que la cadena con la cual me tiene atado sea rota en mil pedazos por la cruz.
También puedo tener un fiador que se proponga guardar todos los mandamientos de Dios por mí y, cuando llegue a la edad de la discreción de juicio, puedo proponerme guardarlos por mi cuenta; pero ¿y si ni mis fiadores ni yo entendemos realmente la verdadera naturaleza o espiritualidad, la majestad y severidad de esa ley? Más aún; ¿y si, por nuestros votos, mis fiadores y yo estamos obligados “a guardar toda la ley” (Gálatas 5:3), quedando así bajo su terrible maldición? ¿Qué será, pues, de todos nuestros votos y resoluciones? ¿No es evidente que estoy arrojando por la borda la cruz? Por cierto que sí. Para mí, esa cruz debe ser todo o nada. Si es algo, debe ser todo. Y si no es todo, no es nada. No hay término medio aquí, querido lector. El evangelio de la gracia de Dios presenta a Cristo como Aquel que responde por el pecador, como el gran Fiador de su pueblo. El «Oficio para la Confirmación» hace que un pecador sea fiador de otro o de sí mismo. El Evangelio presenta a Uno que posee “riquezas inescrutables” como el fiador de su pueblo. El «Oficio para la Confirmación» hace que una persona en quiebra se constituya en fiador de otro o de sí mismo. ¿Qué valor tiene un fiador así? ¿Quién lo aceptaría? No tiene ningún valor para Dios ni para el hombre. Si estoy en quiebra, no puedo prometer pagar nada, y si lo prometiera, nadie lo aceptaría –no pasaría de ser una mera formalidad vacía–. El pagaré de una persona en quiebra es de escaso valor; y ciertamente los votos y las resoluciones de un pobre pecador arruinado no solo son un vacío formalismo, sino una solemne burla en presencia del Dios Todopoderoso. Nadie que se conoce a sí mismo se atrevería a prometer que guardará todos los mandamientos de Dios. Tendría la plena convicción de que nunca haría nada semejante.
Pero, volviendo a la declaración de que aquellos Votos de Confirmación son hechos en la entera dependencia de la gracia de Dios, quisiera agregar que solo aquellos que son Suyos, son capaces de conocer o de confiar en la gracia.
En ti confiarán los que conocen tu nombre
(Salmo 9:10),
y nadie más. Ahora bien, la palabra de Dios vincula la vida eterna con el conocimiento de Él. “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Si, pues, tengo la vida eterna, no tengo que hacer votos para obtenerla. Si soy eternamente salvo, no tengo que hacer votos para obtener la salvación. Si mis pecados son todos borrados por la sangre preciosa del Cordero, no tengo que hacer votos para tenerlos borrados. Alguien que ha hallado la vida, la justicia, la sabiduría, la santificación, la redención, todas las cosas en Cristo, no necesita votos bautismales, votos de confirmación, votos sacramentales ni ningún otro voto.
El consuelo y la paz del creyente más débil se basan en el hecho de que Cristo tomó sobre sí todos sus votos y todas sus responsabilidades, todos sus pecados y todas sus iniquidades y, por su muerte en la cruz, gloriosamente los cumplió, extinguió cada pena y demanda que se le presentó. Esto hace enteramente libre al creyente. De ahí se sigue que si no soy un hijo de Dios, no puedo guardar votos; y, si lo soy, no tengo que hacerlos. En cualquier caso, negaría la condición caída del hombre, y pondría a un lado las verdaderas glorias de la cruz. Puedo hacerlo en ignorancia, con las más sinceras intenciones, sin duda. Pero la ignorancia más profunda y la sinceridad más pura no pueden cambiar el verdadero principio que yace en la raíz de todo tipo de votos, promesas y resoluciones: una clara negación de las grandes verdades fundamentales del cristianismo. Un voto presupone la capacidad de cumplirlo. Pues bien, si prometo guardar todos los mandamientos de Dios perfectamente, todos los días de mi vida, entonces no estoy perdido ni soy débil. Debo tener fuerza, de lo contrario no podría asumir tan pesada responsabilidad.
Y observe además, querido lector, la extraña anomalía que encierra este sistema de votos. Mientras niega mi estado perdido, me priva de todo lo que se parezca a una certeza de ser siempre salvo. Si resuelvo guardar los mandamientos de Dios como una condición necesaria de mi salvación, nunca podré estar seguro de ser salvo hasta que haya cumplido la condición; pero como nunca podré cumplirla, nunca por tanto podré estar seguro de mi salvación; y así voy pasando de una etapa a otra, del bautismo a la confirmación, de la confirmación a la comunión, y de la comunión al lecho de muerte, en un estado de miserable duda y de atormentadora incertidumbre. Esto no es el Evangelio. Es un “diferente evangelio: el cual no es otro” (Gálatas 1:6-7, V. M.). El efecto inmediato de la obra de Cristo, cuando uno se apropia de ella por la fe, es dar paz inquebrantable a la conciencia; el efecto del sistema de votos, es mantener el corazón en constante duda y congoja. Cuántos se han acercado a la ordenanza de la confirmación con corazones temblorosos, ante la idea de tener que cargar sobre sus propios hombros los solemnes votos que, desde el tiempo de su bautismo, descansaban en sus padrinos. ¿Cómo podría ser de otra manera cuando se trata de una mente honesta? Si soy realmente sincero, el pensamiento de tener que tomar sobre mí aquellos solemnes votos bautismales, debe llenarme de horror. Algunos ¡ay! pasan por estas cosas con corazones irreflexivos y mentes frívolas; pero es evidente que el servicio de confirmación nunca fue concebido para tales personas. Fue creado para espíritus reflexivos, serios, formales; y todos estos seguramente, se retiran de la ceremonia con corazones atribulados y con cargos de conciencia.
¡Con qué diferentes sentimientos contemplamos la cruz del Hijo de Dios! Allí, en verdad, Satanás fue puesto a un lado y sus obras destruidas. Allí la ley de Dios fue magnificada y hecha honorable, vindicada y establecida. Allí se respondió plenamente a la justicia de Dios. Allí Satanás fue vencido; allí la conciencia obtuvo su plena respuesta; allí el bendito Hijo de Dios bebió la copa de la ira no atenuada de Dios contra el pecado “hasta los sedimentos”. ¿Dónde está la prueba de todo esto? No en los votos incumplidos, deshonrados, de pobres y frágiles mortales; sino en un Cristo resucitado, ascendido, glorificado y sentado a la diestra de la Majestad en los cielos.
¿Quién que sepa algo de la pura y excelentísima gracia de Dios, o que haya probado algo de la verdadera dicha de una redención divinamente cumplida, puede tolerar palabras como «Cristo por Su parte» y «Este niño por su parte»? ¿Quién que, por la fe, ha oído las palabras “Consumado es” (Juan 19:30), que salieron de entre las solemnes escenas del Calvario, podría tolerar un «yo hago» o «yo haré» de boca de un mortal pecador? ¡Cómo la gracia es puesta completamente a un lado! ¡Cuánto se empaña el brillo de la salvación de Dios! ¡Qué insulto a la justicia de Dios, que es por la fe, y sin obras! ¡Qué manifiesto retorno a una religión de ordenanzas y a las pobres obras del hombre! Cristo y un niño, o los fiadores de un niño, son puestos sobre la misma base para obtener la salvación. ¿No es así? Si no, ¿qué significan las palabras, «Cristo por Su parte, y este niño por su parte?». ¿No es evidente que la salvación depende de algo o de alguien aparte de Cristo? Incuestionablemente. ¡Los votos deben ser cumplidos, o no hay salvación! ¡Miserable condición! ¡La obra cumplida de Cristo abandonada por los votos y resoluciones no cumplidos de un pecador! ¡El «yo hago» del hombre, sustituido por el “he acabado” de Cristo (Juan 17:4)!
Querido lector, ¿puede usted reconocer tan espantosa renuncia de la verdad de Dios? ¿Está usted contento con un fundamento tan arenoso? ¿Adónde cree usted que lo conducirá tal sistema? ¿Al cielo o a Roma? ¿A cuál de los dos? Sea honesto. Tome el Nuevo Testamento, escudríñelo de tapa a tapa, y fíjese si puede encontrar tal cosa como niños haciendo votos a través de sus fiadores, prometiendo renunciar al mundo, a la carne y al diablo, y guardar todos los mandamientos de Dios, para obtener la salvación. No existe el menor fundamento para tal idea. “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él”. “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas”. “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”. “No por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (véase Romanos 3:20-28; 4:4-5; Efesios 2:8-9; Tito 3:5-7).
Estos son solo algunos de los numerosos pasajes que podrían citarse para probar el hecho de que los Votos de Confirmación son diametralmente opuestos a la verdad de Dios, y socavan los fundamentos de la gracia de Dios. Si mis votos significan algo, debo ser bastante desdichado, porque estoy en inminente peligro de perderme para siempre, porque no los he guardado, y nunca podría guardarlos.
¡Oh, qué dulce alivio para el corazón cansado y la conciencia cargada de pecado, se halla en la sangre expiatoria de Jesús! ¡Qué liberación plena de todos estos votos inútiles, peor que inútiles! Cristo hizo todo. Quitó de en medio el pecado (Hebreos 9:26), hizo la paz (Colosenses 1:20), trajo justicia eterna (Daniel 9:24), sacó a luz la vida y la inmortalidad (2 Timoteo 1:10). En Él puede usted, querido lector, encontrar paz permanente, gozo imperecedero y gloria eterna. A Él, pues, y a su obra perfecta, lo encomiendo muy afectuosamente en cuerpo, alma y espíritu, asegurándole que mi objetivo en este artículo no es atacar los prejuicios ni herir los sentimientos de nadie, sino simplemente aprovechar la ocasión para mostrar cómo la obra perfecta del Señor Jesucristo es puesta de relieve cuando se la mira en contraste con los «Votos de Confirmación».
- 1N. del A.: Hay un pasaje en el libro del Deuteronomio que podría presentar alguna dificultad para ciertas almas, por lo que vamos a decir algo aquí. “Y oyó Jehová la voz de vuestras palabras cuando me hablabais, y me dijo Jehová: He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho” (Deuteronomio 5:28). Podría parecer, según este versículo, que Jehová aprobaba que los hijos de Israel hicieran un voto; pero si el lector se toma la molestia de leer todo el contexto, desde el versículo 24 hasta el 27, verá que el pasaje no tiene absolutamente nada que ver con el voto, sino que se trata del temor del pueblo a continuación y como consecuencia del voto. Ellos no podían soportar lo que se les había mandado, y dijeron: “Si oyéremos otra vez la voz de Jehová nuestro Dios, moriremos. Porque ¿qué es el hombre, para que oiga la voz del Dios viviente que habla de en medio del fuego, como nosotros la oímos, y aún viva? Acércate tú, y oye todas las cosas que dijere Jehová nuestro Dios; y tú nos dirás todo lo que Jehová nuestro Dios te dijere, y nosotros oiremos y haremos” (v. 25-27). Esta era la confesión de su propia incapacidad para encontrarse con Jehová bajo el aspecto terrible que el orgulloso legalismo de ellos le había hecho tomar. Es imposible que Jehová alguna vez hubiese podido aprobar el abandono de una gracia gratuita e inmutable, para reemplazar el fundamento sin consistencia de “las obras de la ley”.
- 2N. del T.: El autor se refiere a la iglesia anglicana de Irlanda
- 3N. del T.: Es uno de los puntos del Libro de Oración Común –el libro fundacional de oración de la Iglesia de Inglaterra (y de la Comunión Anglicana)–, el cual reemplazó los varios «usos» o ritos en Latín que se estaban llevando a cabo en diferentes partes del país, agrupándolos en un solo volumen en inglés para que de «ahora en adelante se utilizara solo este». Aunque se publicó por primera vez en 1549, y se modificó poco después, se mantuvo, en derecho, como el libro de oración principal de la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, pero en la práctica ha sido reemplazado por libros de oraciones más modernos; sin embargo, en todas sus versiones conserva el mismo carácter ritualista.