El cristiano - su posición y su obra
Parte 1
Dos preguntas de gran importancia práctica son:
- ¿Cuál es la verdadera posición de un cristiano? y
- ¿Qué debe hacer un cristiano?
Nos referimos, naturalmente, a alguien que tiene vida eterna. Sin esto, nadie puede ser un verdadero cristiano. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). La vida eterna es la porción común de todos los creyentes. No es cuestión de logros, de progreso ni de algo que unos cristianos tienen y otros no. Es algo que pertenece tanto al miembro más débil de la familia de Dios como al más maduro y experimentado siervo de Cristo. Todos poseen vida eterna, y no existe ninguna posibilidad de que alguna vez la puedan perder.
Pero el tema que tratamos ahora no es la vida del creyente, sino su posición y su obra. Le pedimos al lector que se vuelva unos instantes al capítulo 13 de la epístola a los Hebreos y que lo lea con atención:
“No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas. Tenemos un altar, del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo. Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio; porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (Hebreos 13:9-14).
Tenemos aquí uno de los grandes aspectos de la posición del cristiano. Está determinada por la posición de su Señor. Esto hace que todo sea divinamente simple, y, podemos agregar, que sea algo establecido por Dios. El cristiano está identificado con Cristo. Es maravilloso el hecho de que “como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). No se dice «como él es, así seremos nosotros en el mundo venidero». No; esto dista mucho de estar a la altura de la idea divina. Claramente dice “así somos nosotros en este mundo”. La posición de Cristo determina la posición del cristiano.
Pero este glorioso hecho se nos presenta bajo dos aspectos. Uno tiene que ver con el lugar del cristiano delante de Dios, y el otro con su lugar en relación con este mundo presente. Las instrucciones de Hebreos 13 se relacionan con este segundo aspecto, y en él nos enfocaremos especialmente.
Jesús padeció “fuera de la puerta”. En este hecho se basa el apóstol para exhortar a los creyentes hebreos a salir “fuera del campamento”. La cruz de Cristo puso fin a su vinculación con el campamento del judaísmo; y todo el que desea seguir a Cristo debe salir fuera, adonde Él está. La ruptura final con Israel tiene lugar, moralmente en la muerte de Cristo, doctrinalmente en la epístola a los Hebreos, e históricamente en la destrucción de Jerusalén. A los ojos de la fe, Jerusalén fue tan rechazada cuando el Mesías fue clavado en la cruz, como cuando el ejército de Tito la dejó reducida a un montón de ruinas humeantes. Los instintos de la naturaleza divina, y las enseñanzas inspiradas de la Escritura, van más allá de los hechos reales de la historia.
Jesús padeció “fuera de la puerta”. ¿Para qué? “Para santificar [o poner aparte] al pueblo mediante su propia sangre”. ¿Qué viene luego? ¿Cuál es el resultado práctico necesario? “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”. Y ¿qué es “el campamento”? En principio se refiere al judaísmo; pero indudablemente tiene una aplicación moral a todo sistema religioso organizado debajo del sol. Si el judaísmo, un sistema de ordenanzas y ceremonias que Dios mismo había establecido, con su ritual imponente, su templo espléndido, su sacerdocio y sus sacrificios, fue hallado defectuoso, condenado y abolido, ¿qué se dirá de todas y cada una de aquellas organizaciones formadas por la mano del hombre? Si nuestro Señor Jesucristo está fuera del sistema judaico, ¿cuánto más fuera está de todos estos sistemas humanos?
Sí, lector; si realmente queremos conocer algo de la verdadera comunión con nuestro Señor Jesucristo, podemos estar seguros de que debemos salir fuera del campamento, hacia el lugar de rechazo y de vituperio. Fijémonos en la expresión “Salgamos”. ¿Dirá algún creyente: «No; yo no puedo salir. Mi lugar está dentro del campamento, y debo trabajar allí»? Si es así, entonces su lugar claramente no está con Jesús, porque es tan cierto que Él está fuera del campamento, como está sentado en el trono de Dios. Si su servicio se circunscribe al ámbito del campamento, cuando su Señor le dice que salga de él, ¿qué diremos de su trabajo? ¿Tendrá algún valor? ¿Contará con la aprobación de su Señor? Puede que en su servicio se vea la mano de Dios que todo lo gobierna y su soberana bondad, pero ¿puede tener Su aprobación incondicional mientras continúa dentro de un ámbito del que, en tono perentorio, le manda a salir?
El punto de vital importancia para todo verdadero siervo es hallarse exactamente en el lugar donde su Señor quiere que esté. La pregunta no es: «¿Estoy trabajando mucho para el Señor?», sino: «¿Hago lo que le agrada a mi Señor?». Quizá parezca estar haciendo maravillas en cuanto al servicio; tal vez vea mi nombre anunciado hasta los confines de la tierra como un muy laborioso, consagrado y exitoso obrero; y, con todo, puedo estar en una situación enteramente falsa, complaciendo mi propia voluntad no quebrantada, agradándome a mí mismo y buscando algún interés u objetivo personal.
Todo esto es muy solemne, y demanda la consideración de todos aquellos que realmente quieren estar en la corriente de los pensamientos de Dios. Vivimos en un tiempo de mucha obstinación. Los mandamientos de Cristo no nos gobiernan. Razonamos y pensamos por cuenta propia, en lugar de someternos de manera absoluta e incondicional a la autoridad de la Palabra. Cuando el Señor nos manda a salir del campamento, en vez de prestar una pronta obediencia, comenzamos a razonar acerca de los resultados que podemos obtener si permanecemos dentro. La Escritura parece tener poco o ningún poder sobre nuestras almas. Nuestro objetivo no es simplemente agradar a Cristo. Con tal que hagamos un gran alarde de trabajo o de servicio, pensamos que todo está bien. Estamos más ocupados con los resultados –los que, a fin de cuentas, solo pueden contribuir a vanagloriarnos–, que con el ferviente propósito de hacer lo que agrada al pensamiento de Cristo.
¿Estaremos ociosos? ¿Acaso no hay nada para hacer fuera del campamento, adonde somos llamados? ¿Está compuesta la vida cristiana solo de una serie de negaciones? ¿No hay nada positivo? Dejemos que Hebreos 13 nos de la clara y contundente respuesta a todas estas preguntas, no solo respecto a nuestro servicio, sino también en cuanto a nuestra posición.
¿Qué es, pues, lo que debemos hacer? Dos cosas encontramos en el texto inspirado, que abarcan, en su amplio rango, toda la vida cristiana en sus dos grandes aspectos: la vida interior y la vida exterior del verdadero creyente.
En primer lugar, leemos:
Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre
(Hebreos 13:15).
La alabanza a Dios es siempre lo primero
¿No es esto algo? ¿No tenemos aquí un servicio de carácter muy elevado? Sí, por cierto; el más elevado que pueda absorber las energías de nuestra mente renovada (véase Romanos 12:2). Tenemos el privilegio de estar ocupados, por la mañana, al mediodía, por la tarde y a medianoche, presentando sacrificio de alabanza a Dios, un sacrificio que, como nos lo asegura, es siempre aceptable a él. “El que ofrece sacrificio de alabanza me glorificará” (Salmo 50:23, V. M.).
Notemos con cuidado esto. La alabanza debe ser la ocupación principal y continua del creyente. Nosotros, en nuestra imaginaria sabiduría, pondríamos el trabajo en primer lugar. Somos propensos a darle mayor importancia a la actividad bulliciosa. Tenemos un sentido tan desmesurado del valor de nuestras actividades, que perdemos de vista el lugar que ocupa la adoración en los pensamientos de Dios.
Hay también algunos que vanamente se imaginan que pueden agradar a Dios castigando sus cuerpos. Creen que él se complace en sus vigilias, ayunos, azotes y flagelaciones. ¡Qué miserable engaño, que causa la destrucción del alma y deshonra a Dios! Los que sostienen y practican esto, ¿no inclinarán sus oídos y sus corazones a las palabras de gracia que acabamos de citar:
El que ofrece sacrificio de alabanza me glorificará
(Salmo 50:23, V. M.)?
Es cierto que estas palabras son inmediatamente seguidas por esta gran declaración práctica: “Al que ordenare su camino, le mostraré la salvación de Dios”. Pero aún aquí, como en cualquier otra parte, el lugar más elevado se le asigna a la alabanza, no al servicio. Y seguramente nadie puede estar ordenando bien su camino si abusa de su cuerpo y lo hace incapaz de ser el vaso o instrumento mediante el cual puede servir a Dios.
No, lector; si realmente queremos agradar a Dios, complacer su corazón y glorificar su Nombre, prestaremos atención de todo corazón a Hebreos 13:15, y procuraremos ofrecer siempre sacrificio de alabanza a Dios. Sí, “siempre”. No solamente ahora o en ciertos momentos, cuando todo alrededor de nosotros va bien. Venga lo que venga, tenemos el santo y elevado privilegio de ofrecer sacrificio de alabanza a Dios. ¡Y qué grato es cultivar un espíritu de alabanza y agradecimiento! Estar siempre dispuestos a exclamar: “¡Aleluya!”. Realmente glorifica a Dios cuando su pueblo vive en una atmósfera de alabanza. Comunica un tono celestial al carácter de los suyos, y habla más poderosamente al corazón de los que están alrededor que si les predicaran de la mañana a la noche. El creyente debe regocijarse “en el Señor siempre” (Filipenses 4:4). Debe estar siempre lleno de un espíritu de alabanza y reflejar a un mundo oscuro, los benditos rayos del rostro de su Padre.
Así debe ser siempre. Nada es más indigno de un cristiano que un espíritu irritado, un carácter melancólico, un rostro amargado, malhumorado. Y no solo es indigno de un cristiano, sino que deshonra a Dios y hace que los enemigos de la verdad hablen afrentosamente. Sin duda, los caracteres y disposiciones varían; y se debe tener mucha consideración en caso de enfermedad u otra dolencia corporal. No es fácil verse alegres cuando el cuerpo es azotado por dolor de gota, neuralgia, reumatismo, etc.; además, no encomiamos nada que se parezca a una frivolidad o a una sonrisa permanente de la carne.
Pero la Escritura es clara y explícita. Nos dice que “ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”. ¡Qué simple! “Fruto de labios”. ¿Es esto todo? Sí; en esto se complace nuestro Dios. Él gusta de verse rodeado de alabanzas de corazones que rebosan del reconocimiento de Su abundante bondad. Así será por toda la eternidad, en ese brillante hogar de amor y gloria en que pronto estaremos para habitarlo.
Y fíjese el lector especialmente en las palabras: “Por medio de él”. Debemos ofrecer nuestro sacrificio de alabanza por medio de nuestro gran Sumo Sacerdote, que está siempre en la presencia de Dios por nosotros. Esto da gran consuelo y seguridad a nuestros corazones. Jesús presenta a Dios nuestro sacrificio de alabanza. Por lo tanto, siempre será aceptable, porque viene de la mano sacerdotal del Gran Ministro del santuario. Sube a Dios, no de la manera que proviene de nosotros, sino como Él lo presenta. Despojado de toda nuestra debilidad e imperfección, sube a Dios en toda la perfección del perfume de buen olor de su propia Persona. La más débil nota de alabanza, un simple «gracias a Dios», está perfumada con el incienso de la infinita preciosidad de Cristo. Esto es indeciblemente precioso, y debería animarnos a cultivar un espíritu de alabanza. “Siempre” debemos alabar y bendecir a Dios. Una murmuración o palabra quejosa nunca deben estar en labios de alguien para el cual Cristo es su porción, y que está identificado con el bendito Salvador en Su posición y destino.
El servicio a los demás
Pero echemos un vistazo a la otra cara del servicio del creyente. Si tenemos el privilegio de alabar y bendecir a Dios siempre, también tenemos el privilegio de hacer bien a los demás. “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos 13:16). Pasamos por un mundo de miseria y de pecado, de muerte y de dolor. Vemos corazones quebrantados y ánimos anonadados por todas partes a nuestro alrededor.
En efecto, esto es lo que vemos alrededor de nosotros. Nos resulta fácil cerrar nuestros ojos a tales cosas, darles la espalda, «olvidar» que están allí siempre, al alcance de nosotros. Podemos sentarnos en nuestro sillón y especular acerca de la verdad, de doctrinas y de la letra de la Escritura; podemos discutir las teorías del cristianismo e hilar muy fino sobre profecía y verdades dispensacionales, y, al mismo tiempo, fallar vergonzosamente en el cumplimiento de nuestra gran responsabilidad como cristianos. Estamos en inminente peligro de olvidar que el cristianismo es una realidad viviente. No es una serie de dogmas, un número de principios organizados según un sistema de teología, que la gente inconversa puede conocer como la palma de su mano. Tampoco consiste en una serie de ordenanzas que, profesantes sin vida y sin corazón, tienen que cumplir como una mera y vacía formalidad. No; es cuestión de vida, de vida eterna, de vida implantada por el Espíritu Santo, que se expresa en esas dos bellas formas que hemos estado considerando: la alabanza a Dios y hacer bien a los hombres. Tal era la vida de Jesús cuando holló esta tierra. Vivía en la atmósfera de la alabanza, y, a su vez, “anduvo haciendo bienes”.
Cristo es nuestra vida (Colosenses 3:4). Es nuestro Modelo en la formación de nuestra vida. Todo cristiano debe ser la expresión viva de Cristo, por el poder del Espíritu Santo. No se trata simplemente de llevar lo que se llama una «vida religiosa», que normalmente se reduce al cumplimiento de una serie de tediosos ritos que, ni rinden “alabanza” a Dios, ni hacen el menor “bien” a los hombres. Debe haber vida;de lo contrario, nada tiene valor.
Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres
(Romanos 14:17-18).
Amado lector cristiano, apliquemos seriamente nuestros corazones a estas grandes verdades prácticas. Procuremos ser cristianos no solo de nombre, sino en realidad. Que no se nos distinga como meros vendedores de «opiniones» peculiares. ¡Oh, qué poco valor tienen las opiniones! ¡Qué inútiles son las discusiones! ¡Qué fatigosos son los bizantinismos teológicos! Tengamos vida, luz y amor. Esto es lo celestial, lo eterno, lo divino. Todo lo demás es vanidad. ¡Cuánto anhelamos la realidad en este mundo de ficción! ¡Cuánta necesidad tenemos de pensadores profundos y de trabajadores serios en este tiempo de palabreros superfluos!1
- 1N. del A.: Será de mucho provecho para el lector comparar Hebreos 13:13-16 con 1 Pedro 2:4-9. “Salgamos, pues, a él”, dice Pablo. “Acercándoos a él”, dice Pedro. Tenemos, pues, el “sacerdocio santo”, “para ofrecer sacrificios espirituales” de alabanza, y el “real sacerdocio”, para hacer bien y compartir con las necesidades de otros; para anunciar “las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Los dos pasajes nos ofrecen un magnífico cuadro de cristianismo fundamental, piadoso y práctico.
Parte 2
Rogamos al lector que abra su Biblia y lea Hebreos 10:7-24. Tendrá allí una visión profunda y maravillosa de la posición y de la obra del cristiano. El inspirado escritor nos ofrece, por decirlo así, tres sólidos pilares sobre los cuales se apoya el edificio entero del cristianismo:
- La voluntad de Dios
- La obra de Cristo, y
- El testimonio del Espíritu Santo en la Escritura
El alma gozará de una paz firme cuando haya echado mano, con fe sencilla, de estas tres grandes realidades. Podemos asegurar, con toda la confianza posible, que no hay poder de la tierra, ni del infierno, ni de hombres, ni de demonios, que pueda jamás perturbar la paz fundada en Hebreos 10:7-17.
La voluntad de Dios
Al principio del capítulo se nos instruye acerca de la absoluta ineficacia de los sacrificios ofrecidos bajo la ley. Ellos nunca podían hacer perfecta la conciencia. Nunca podían cumplir la voluntad de Dios. Nunca podían satisfacer el deseo y propósito de Su corazón. “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecados2)” (Hebreos 10:1-2).
Que el lector observe esto cuidadosamente. “Los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecados1 ”. No dice: «No más consciencia o sentido del pecado». Hay una inmensa diferencia entre estas dos cosas; y, sin embargo, es de temer que a menudo se confundan. El cristiano, lamentablemente, es consciente del pecado que mora en él, pero no debe tener conciencia de pecados sobre él –no hay más pecados sobre la conciencia– porque ha sido purificado una vez y para siempre por la sangre preciosa de Cristo.
Algunos hijos de Dios suelen hablar de la continua necesidad de acudir a la sangre de Cristo, lo cual demuestra que no han entendido correctamente la enseñanza de la Santa Escritura. Tiene cierto aspecto de humildad; pero podemos estar seguros de que la verdadera humildad solo puede hallarse en relación con una plena y clara comprensión de la verdad de Dios y de su voluntad llena de gracia respecto a nosotros. Si es su voluntad que ya no tengamos “más conciencia de pecados”, no puede ser verdadera humildad de nuestra parte ir continuamente de día en día, año tras año, con la carga de nuestros pecados sobre nosotros. Y además, si Cristo llevó nuestros pecados y los quitó de en medio para siempre; si ofreció un solo sacrificio perfecto por los pecados (1 Pedro 2:24; Hebreos 9:26; 10:12), ¿no debemos saber, con plena certeza, que somos perfectamente perdonados y perfectamente purificados?
¿Puede ser verdadera humildad reducir la sangre de Cristo al nivel de “la sangre de los toros y de los machos cabríos” (Hebreos 10:4)? Pero esto es lo que prácticamente hacen –sin duda, inconscientemente– todos los que hablan de acudir continuamente a la sangre de Cristo. Una de las razones por las que Dios halló defectuosos los sacrificios que se ofrecían bajo la ley, fue, como dice el apóstol, porque “en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados” (Hebreos 10:3). Esto, bendito sea su Nombre, no era según Su pensamiento. Él quería que el menor rastro de culpa y toda memoria de ella fuesen borrados una vez y para siempre. Por eso no puede ser su voluntad que los suyos estén continuamente encorvados bajo la terrible carga del pecado no perdonado. Es contrario a Su voluntad, subversivo de la paz del creyente y derogatorio a la gloria de Cristo y a la eficacia de su sacrificio único.
Un importante punto del inspirado argumento de Hebreos 10, tiene por objeto mostrar que la memoria continua de los pecados y la repetición continua del sacrificio van juntas. En consecuencia, si los cristianos deben tener ahora la carga de sus pecados constantemente sobre el corazón y la conciencia, se sigue que Cristo debería ser ofrecido una y otra vez, lo cual sería una blasfemia. Su obra está consumada, y de ahí que nuestra carga ha sido quitada para siempre.
“Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí. Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último. En esa voluntad somos santificados [o puestos aparte] mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:4-10).
Aquí somos conducidos, del modo más preciso y eficaz, a la fuente eterna de todo el asunto: la voluntad de Dios –el propósito y consejo formado en la mente divina, antes de la fundación del mundo, antes de que cualquier criatura fuera formada, antes de que el pecado o Satanás existieran–. Era la voluntad de Dios, desde toda la eternidad, que el Hijo, a su debido tiempo, viniese e hiciese una obra que debía ser el fundamento de la gloria divina y de todos los consejos y propósitos de la Trinidad.
Sería un muy grave error, por cierto, suponer que la redención fue el resultado de una ocurrencia tardía en Dios. Él, bendito sea su santo Nombre, no tenía que sentarse y planificar lo que haría cuando entró el pecado. Ya estaba todo resuelto de antemano. El enemigo, sin duda, se imaginó que ganaba una maravillosa victoria cuando se entrometió con el hombre en el jardín de Edén. En realidad, lo único que hizo fue dar lugar a que Dios desplegara sus eternos consejos en relación con la obra del Hijo. No había ninguna base para estos consejos, ninguna esfera para su despliegue, en el ámbito de la creación. La intromisión de Satanás –la entrada del pecado– la ruina del hombre, fue lo que preparó una plataforma en la cual un Dios Salvador podía desplegar las riquezas de su gracia, las glorias de su salvación y los atributos de su naturaleza a todas las inteligencias creadas.
Hay gran profundidad y poder en aquellas palabras del Hijo eterno:
En el rollo del libro está escrito de mí
(Hebreos 10:7).
¿A qué “rollo” se refiere él aquí? ¿A las Escrituras del Antiguo Testamento? Seguramente que no; pues el apóstol está citando el Antiguo Testamento. ¿Cuál es entonces el rollo? Nada menos que el rollo de los eternos consejos de Dios en el que se estableció el vasto plan según el cual, en el tiempo señalado, el Hijo eterno había de venir y aparecer en la escena, para cumplir la voluntad de Dios, vindicar la gloria divina, confundir completamente al enemigo, quitar de en medio el pecado y salvar al hombre arruinado de tal modo de producir una más rica cosecha de gloria para Dios, que la que jamás él habría podido recoger en los campos de una creación no corrompida.
Todo esto da una inmensa estabilidad al alma del creyente. Es absolutamente imposible expresar con palabras humanas la preciosidad y dicha de esta serie de verdades. Da un consuelo enorme a toda alma piadosa saber que un Hombre apareció en este mundo para hacer la voluntad de Dios, cualquiera que fuese esa voluntad. “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7, 9). Tal era el único fin y propósito de aquel corazón humano perfecto. Nunca hizo su propia voluntad en nada. Él mismo dice: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). Nada le importaba lo que pudiera implicar para él esa voluntad personalmente. El decreto estaba escrito en el volumen eterno, que él debía venir y hacer la voluntad divina; y –¡todo homenaje sea a su Nombre sin par!– vino y la cumplió perfectamente. Podía decir, “me preparaste cuerpo”. “Has abierto mis oídos” (Hebreos 10:5; Salmo 40:6).
“Visto de oscuridad los cielos, y hago como cilicio su cubierta. Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos” (Isaías 50:3-6).
Esto nos conduce, en segundo lugar, a considerar la obra de Cristo.
La obra de Cristo
El deleite del corazón de Jesús fue siempre hacer la voluntad de su Padre y acabar su obra. Desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario, el único gran objetivo que movía su santísimo corazón era cumplir la voluntad de Dios. Él glorificó perfectamente a Dios en todas las cosas. Esto, bendito sea Dios, asegura perfectamente nuestra plena y eterna salvación, como tan claramente lo expresa el apóstol en este pasaje:
En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre
(Hebreos 10:10).
Aquí, amado lector, nuestras almas pueden descansar en la más dulce paz y perfecta seguridad. Era la voluntad de Dios que fuésemos puestos aparte para él, conforme a todo el amor de su corazón y a todas las demandas de su trono. Y el Señor Jesucristo –a su debido tiempo, en cumplimiento del eterno propósito, según nos es presentado “en el rollo del libro”–, vino desde la gloria que tenía con el Padre antes que el mundo fuese, para hacer la obra que constituye la base imperecedera de todos los consejos divinos y de nuestra salvación eterna.
Y él –por siempre sea adorado su Nombre– acabó su obra. Glorificó perfectamente a Dios en el mismo escenario donde había sido deshonrado. Lo reivindicó con todo lo que a él mismo le costó, y satisfizo todas sus demandas. Magnificó la ley y la hizo honorable. Venció todo enemigo, quitó todo obstáculo, derribó toda barrera, llevó sobre sí el juicio y la ira de un Dios que aborrece el pecado, destruyó a la muerte y al que tenía el imperio de la muerte, privó de su aguijón a la muerte y de su victoria al sepulcro. En una palabra, cumplió gloriosamente todo lo que estaba escrito de él en el rollo del libro; y ahora le vemos coronado de gloria y de honra, a la diestra de la Majestad en el cielo.
Cristo descendió desde el trono de Dios hasta el polvo de la muerte para cumplir la voluntad de Dios, y, una vez cumplida, volvió al trono en un nuevo carácter y sobre un nuevo terreno. Su sendero del trono a la cruz, estuvo marcado por las huellas del eterno amor divino; y su sendero de la cruz al trono, rociado por su sangre expiatoria. Descendió del cielo a esta tierra para hacer la voluntad de Dios, y, una vez hecha, volvió al cielo, abriéndonos así “un camino nuevo y vivo” por el cual nos acercamos a Dios, con santa libertad y confianza, como adoradores purificados.
Todo está cumplido. Toda cuestión está resuelta. Todo obstáculo ha sido quitado. El velo se rasgó. Ese velo misterioso que por siglos y generaciones había dejado a Dios dentro, lejos del hombre, y al hombre fuera, lejos de Dios, “se rasgó en dos, de arriba abajo” (Marcos 15:38), por la muerte preciosa de Cristo; y ahora podemos mirar los cielos abiertos y ver en el trono al hombre que llevó “nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Un Cristo sentado es un testimonio para la fe de que todo lo que debía hacerse, está hecho, y hecho para siempre; hecho para Dios y para nosotros. Sí; ya todo está resuelto, y Dios, con perfecta justicia, puede dar rienda suelta al amor de su corazón, borrando todos nuestros pecados y acercándonos a él en toda la aceptación de Aquel que está sentado al lado de él en el trono.
Fíjese bien el lector la manera notable y hermosa con la cual el apóstol pone en contraste a un Cristo sentado en el cielo con el sacerdote de pie en la tierra. “Y ciertamente todo sacerdote está [en pie] día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre [eis to dienekes = a perpetuidad] un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre [a perpetuidad] a los santificados” (Hebreos 10:11-14).
Este pasaje es extraordinariamente bello. El sacerdote, bajo la economía levítica, nunca podía sentarse, por la obvia razón de que su obra no se acababa nunca. No había asiento en el templo ni en el tabernáculo. Hay una fuerza y significación notables en la manera en que el escritor inspirado expresa esto. “Todo sacerdote”, “está [en pie] día tras día”, “ofreciendo muchas veces”, “los mismos sacrificios”, “que nunca pueden quitar los pecados”. No existen palabras en el lenguaje humano que puedan expresar más gráficamente la sombría monotonía y absoluta ineficacia del ceremonial levítico. ¡Qué extraño que, ante semejante pasaje de la Escritura, la cristiandad haya establecido un sacerdocio humano, con su sacrificio diario! Un sacerdocio, además, que no pertenece a la tribu de Leví, que no proviene de la casa de Aarón, y, por lo tanto, que no cuenta con ningún tipo de título ni aprobación de parte de Dios. Y en cuanto al sacrificio, según lo admite la propia iglesia profesante, es un sacrificio sin sangre, y, por lo tanto, un sacrificio sin remisión, puesto que
sin derramamiento de sangre no hay remisión
(Hebreos 9:22, V. M.).
En consecuencia, el sacerdocio de la cristiandad es una atrevida usurpación, y su sacrificio una vanidad sin valor –una positiva mentira– una nociva ilusión. Los sacerdotes de quien habla el apóstol en Hebreos 10, eran sacerdotes de la tribu de Leví y de la casa de Aarón: la única casa, la única tribu reconocida por Dios que tiene el derecho de ejercer el oficio y la obra de un sacerdote en la tierra. Además, los sacrificios que ofrecían los sacerdotes de Aarón, fueron designados por Dios para aquel tiempo; pero él jamás halló agrado en ellos, porque nunca podían quitar los pecados; y fueron abolidos para siempre.
Ahora bien, en vista de todo esto, ¿qué diremos de los sacerdotes y de los sacrificios de la cristiandad? ¿Qué les dirá un Juez justo? No podemos detenernos en tan terrible tema. Solo podemos lamentarnos por las pobres almas que son engañadas y arruinadas por tales absurdos anticristianos. ¡Quiera Dios, en su gracia, liberarlas y llevarlas a descansar en la ofrenda única de Jesucristo, en esa sangre preciosa que limpia de todo pecado! ¡Ojalá que muchos sean llevados a ver que un sacrificio repetido y un Cristo sentado están en directo antagonismo!
Si el sacrificio debe ser repetido, Cristo no tiene derecho a su trono ni a su corona (¡perdón por escribir así!). Si Cristo tiene un derecho divino a su trono y a su corona, entonces repetir un sacrificio es simplemente una blasfemia contra su cruz, contra su nombre y contra su gloria. Repetir, de la manera que fuere, el sacrificio, es negar la eficacia de la ofrenda única de Cristo, y privar al alma de cualquier posibilidad de llegar al conocimiento de la remisión o perdón de los pecados. Un sacrificio repetido y una remisión perfecta son conceptos absolutamente contradictorios.
Pero vayamos por un momento al tercer gran punto de nuestro tema.
El testimonio del Espíritu Santo
Es sumamente importante que el lector entienda este punto, el cual completa perfectamente el tema. ¿Cómo podemos saber que Cristo, por su obra en la cruz, cumplió perfectamente la voluntad de Dios? Simplemente por el testimonio del Espíritu Santo en la Escritura. Este es el tercer pilar sobre el cual descansa la posición del cristiano, y es tan perfectamente divino, y, por tanto, tan completamente independiente del hombre, como los otros dos. Es evidente que el hombre no tuvo nada que ver con los eternos consejos de la Trinidad –con la gloriosa obra cumplida en la cruz–. Pero también es evidente que el hombre no tiene nada que ver con la autoridad según la cual nuestras almas reciben las alegres noticias acerca de la voluntad de Dios y de la obra de Cristo, pues se trata nada menos que del testimonio del Espíritu Santo.
Debemos tomar esto con la mayor simplicidad. De ninguna manera se trata de nuestros sentimientos, nuestras disposiciones, nuestras evidencias o nuestras experiencias –cosas bastante interesantes en su debido lugar–. Debemos recibir la verdad única y exclusivamente bajo la autoridad de ese augusto Testigo que nos habla en la Santa Escritura. Así leemos: “Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo; porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré, añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos 10:15-17).
Tenemos aquí pues una vista completa del sólido fundamento de la posición y de la paz del cristiano. Todo, de punta a cabo, proviene de Dios. La voluntad, la obra y el testimonio, son todos divinos. ¡El Señor sea alabado por este glorioso hecho! ¿Qué haríamos, qué sería de nosotros, si no fuera así? En este tiempo de confusión, cuando las almas son sacudidas por todo viento de doctrina; cuando las amadas ovejas de Cristo son llevadas de aquí para allá, quedando aturdidas y perplejas; cuando el ritualismo con sus ignorantes absurdos, el racionalismo con sus blasfemias insolentes, y el espiritismo con su horrible trato con los demonios, amenazan los fundamentos mismos de nuestra fe, ¡qué importante es que los cristianos sepan muy bien lo que son realmente esos fundamentos, y que descansen conscientementeen ellos!
- 1N. del T.: La Versión Autorizada inglesa, o King James, que emplea Mackintosh, vierte correctamente al inglés el vocablo griego hamartionque está en plural, o sea “pecados”. Lamentablemente las versiones castellanas más usuales lo han traducido erróneamente en singular –“pecado”–. El lector puede consultar el Nuevo Testamento Interlineal de Francisco Lacueva, donde el término está correctamente traducido en plural.
Parte 3
Dada su importancia, quisiéramos explayarnos un poco más en el tercer punto de nuestro tema –El testimonio del Espíritu Santo en la Escritura–, al que tan solo le hemos dado una rápida ojeada.
Para gozar de una paz inquebrantable, es absolutamente esencial que el corazón descanse únicamente en la autoridad de la Santa Escritura. Ninguna otra cosa será estable y duradera. Todo lo que tenga que ver con sentimientos y experiencias personales, es algo muy bueno, valioso y deseable en su lugar. Pero, con toda seguridad, ninguna de estas cosas puede constituir el fundamento de la posición del cristiano. Si las consideramos como la base de nuestra paz, pronto nos veremos envueltos en la incertidumbre, inseguros y miserables.
El lector debe tomar esta verdad con la mayor simplicidad. Debe descansar como un niño en el testimonio del Espíritu Santo en la Palabra. Es una verdad bendita que “el que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo” (1 Juan 5:10); y también,
el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios
(Romanos 8:16).
Todo esto es parte esencial del cristianismo; pero de ningún modo debemos confundirlo con el testimonio del Espíritu Santo, tal como se nos da en la Santa Escritura. El Espíritu Santo nunca llevará a nadie a apoyarse en Su obra como fundamento de la paz, sino únicamente en la obra consumada de Cristo y en la inmutable palabra de Dios; y podemos estar seguros de que cuanto más sencillamente nos apoyemos en estas cosas, más firme será nuestra paz, más felices serán nuestros sentimientos y más ricas nuestras experiencias.
En definitiva, cuanto más apartemos los ojos del yo y de todo lo que pertenece a él, y descansemos en Cristo, sobre la base de la autoridad clara de la Escritura, más espirituales seremos; y el inspirado apóstol nos dice que “ocuparse del Espíritu (o el ánimo espiritual) es vida y paz” (Romanos 8:6). La mejor prueba de una mente espiritual es reposar, con la simplicidad de un niño, en Cristo y su Palabra. La prueba más clara de una mente no espiritual es estar ocupado consigo mismo. Es un asunto de poco valor estar ocupados en nuestraspruebas o en algo nuestro. Esto tiene cierto aspecto de piedad, pero nos aleja de Cristo –nos aleja de la Escritura– nos aleja de Dios. No es piedad, fe ni cristianismo.
Ansiamos intensamente que el lector advierta claramente la importancia de encomendar todo su ser moral a la autoridad divina de la Palabra de Dios. Esto nunca le fallará. Todo lo demás podrá pasar, “mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre” (Isaías 40:8). El corazón y la carne pueden desfallecer (Salmo 73:26). Pruebas que uno busca dentro de sí, pueden verse envueltas en nubes; sentimientos y experiencias pueden resultar insatisfactorios; pero la palabra del Señor, el testimonio del Espíritu Santo, la clara voz de la santa Escritura, siempre permanecerá inquebrantable. “Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:25).
La obra del cristiano y su ámbito de servicio
Hemos dicho bastante ya sobre la base divina y eterna de la posición del cristiano, como se muestra en el capítulo diez de la epístola a los Hebreos. Vamos a ver ahora lo que este mismo pasaje dice acerca de la obra del cristiano y del ámbito en el cual ha de llevar a cabo esa obra.
El cristiano es introducido directamente en la presencia de Dios, dentro del velo, en el lugar santísimo. Este es su propio lugar, si prestamos atención a la voz de la Escritura. “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (Hebreos 10:19-22).
Nuestro Dios, bendito sea su santo Nombre, quiere tenernos cerca de él. Nos ha dado un claro e indiscutible título en “la sangre de Jesucristo”. No se necesita ninguna otra cosa. Esa sangre preciosa permanece con todo su infinito valor ante los ojos de la fe. Solo en ella tenemos nuestro título. No en la sangre y algo más, sea lo que fuere. La sangre constituye nuestro único título. Nos allegamos a Dios en virtud de la eficacia perfecta de aquella sangre que rasgó el velo, glorificó a Dios en cuanto a la cuestión del pecado, canceló nuestra culpa conforme a todas las demandas de la infinita santidad, redujo al silencio para siempre a todo acusador, a todo enemigo. Entramos por un camino nuevo y vivo, un camino que nunca puede envejecer ni morir. Dios mismo nos invita a entrar; más aún, nos manda a hacerlo. No ir, no es otra cosa que positiva desobediencia. Entramos para recibir la amorosa bienvenida del corazón de nuestro Padre; es un insulto a ese amor si no vamos. Él nos dice “acerquémonos confiadamente”, “acerquémonos” (Hebreos 4:16; 10:22) con una seguridad y confianza que pueden medirse por el amor que nos invita, por la palabra que nos manda y por la sangre que nos hace aptos y nos da derecho. No acercarse es dejar de honrar a la eterna Trinidad.
Lector, ¿cree usted que todo esto se comprende y se enseña en la cristiandad? ¿Acaso los credos, las confesiones y los servicios litúrgicos de la cristiandad concuerdan con la enseñanza apostólica de Hebreos 10? ¡Lamentablemente, no! Más bien están en directo antagonismo; y, en consecuencia, el estado de las almas es todo lo contrario de lo que debería ser. En lugar de “acercarse”, se debe permanecer lejos. En vez de libertad y confianza, hay legalismo y esclavitud. En vez de un corazón purificado de mala conciencia, tenemos un corazón doblegado bajo el intolerable peso del pecado no perdonado. En vez de un gran Sumo Sacerdote sentado en el trono de Dios en virtud de una redención cumplida, tenemos a pobres sacerdotes mortales –por no decir pecadores– que están de pie semana tras semana, durante todo el año según la misma rutina fastidiosa, contradiciendo de hecho, con sus estériles formalidades, las mismas verdades fundamentales del cristianismo.
¡Cuán deplorable en verdad es todo esto! ¡Qué triste el estado en que se encuentra el querido pueblo del Señor, los corderos y las ovejas de ese precioso rebaño por el cual murió! Es esto lo que nos afecta tan profundamente. De poco sirve atacar a la cristiandad. Lo admitimos plenamente; pero suspiramos por las almas del pueblo de Dios. Anhelamos verlas totalmente liberadas de falsas enseñanzas, del judaísmo, del legalismo y de todo otro ismo que las prive de una salvación plena y de un Salvador precioso. Anhelamos alcanzarlas con las claras enseñanzas de la Santa Escritura que satisfacen todas las aspiraciones del alma, para que puedan conocer y disfrutar de las cosas que Dios les da libremente.
Podemos decir verdaderamente que no hay nada que nos cause mayor preocupación y dolor que el estado en que se encuentra el querido pueblo del Señor, esparcido por montes oscuros y páramos desolados; por eso uno de nuestros principales objetivos es poder ser el instrumento para llevarlos a esos “lugares de delicados pastos… junto a aguas de reposo”, donde el verdadero Pastor y Obispo de sus almas quiere alimentarlos con todo el profundo y tierno amor de Su corazón. Quiere tenerlos cerca de él, reposando en la luz de su bendito rostro.
No es conforme al pensamiento de Dios ni a su corazón de amor que los suyos se mantengan a una fría y sombría distancia de Su presencia, y permanezcan en la duda y la oscuridad. ¡Oh, no, querido lector! Su palabra nos dice que nos acerquemos, que lo hagamos confiadamente, que nos apropiemos gratuitamente, que hagamos nuestros todos los privilegios preciosos a los que el amor de un Padre nos invita y a los que la sangre de un Salvador nos da derecho.
“Acerquémonos”. Esto es lo que Dios nos dice. Cristo abrió el camino. El velo se rasgó, nuestro lugar está en el lugar santísimo, la conciencia está purificada, el cuerpo lavado, el alma comprende plenamente el valor expiatorio de la sangre y el poder purificador y santificador de la Palabra –su acción sobre nuestros hábitos, conducta y asociaciones, sobre toda nuestra marcha y carácter–.
Todo esto es de sumo valor práctico para todo aquel que ama verdaderamente la santidad –y todo cristiano verdadero ama la santidad–. El cuerpo lavado “con agua pura” es un pensamiento de lo más encantador. Expresa la acción purificadora de la palabra de Dios sobre la conducta y el carácter del cristiano. No debemos contentarnos con tener el corazón rociado con la sangre; debemos tener también el cuerpo lavado con agua pura.
¿Y luego qué? “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza (elpidos), porque fiel es el que prometió” (Hebreos 10:23). ¡Bendito paréntesis! Bien podemos mantenernos firmes, porque él es fiel. Nuestra esperanza nunca puede avergonzar (véase Romanos 5:5). Descansa, con santa calma, en la infalible fidelidad de Aquel que no puede mentir, cuya palabra permanece para siempre en los cielos, muy por encima de todos los cambios y los azares de esta vida mortal, por encima del estruendo de las controversias, de las contiendas de palabras, de los insolentes asaltos de la incredulidad, de los ignorantes delirios de la superstición. Muy lejos y por encima de todas estas cosas, eternamente establecida en el cielo, está esa palabra que constituye el fundamento de nuestra “esperanza”.
Conviene, pues, mantener firme nuestra profesión. No debemos tener un solo pensamiento fluctuante –la más mínima duda– el menor recelo. El que un cristiano dudara, sería deshonrar la palabra de un Dios fiel. Los escépticos, los racionalistas y los infieles dudan, porque ellos no tienen nada en que creer, nada en que apoyarse, ninguna certeza. Pero que un hijo de Dios dude, sería poner en tela de juicio la fidelidad del que prometió. Mantener firme, “sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza”, se lo debemos a Su gloria, por no hablar de nuestra propia paz. ¡Que así sea con todos los amados miembros de la familia de la fe, hasta ese ansiado momento cuando, como dice el poeta, «la fe y la esperanza hayan cesado, y solo el amor haya quedado»!
Pero antes de concluir este tratado, echaremos un vistazo a una de las ramas más interesantes del servicio cristiano: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras” (Hebreos 10:24).
Esto está en bella relación moral con todo lo precedente. La gracia de Dios ha satisfecho abundantemente toda nuestra necesidad personal. Ha puesto delante de nosotros un conjunto de preciosos privilegios, un cielo abierto, un velo rasgado, un Salvador coronado y sentado, un gran Sumo Sacerdote, una conciencia perfectamente purificada, confianza para entrar, una calurosa bienvenida, un fiel Prometedor, una esperanza cierta y segura. Ahora bien, si tenemos plena posesión de todas estas maravillosas bendiciones, ¿qué debemos hacer? ¿Considerarnos a nosotros mismos? No, de veras; esto sería superfluo y egoísta. Nunca nos podría ir mejor que cuando Dios hace las cosas por nosotros. Él no dejó nada sin decir, nada sin hacer, nada que desear. Nuestra copa está llena y rebosando. ¿Qué falta? Simplemente considerarnos “unos a otros”; abundar en las diversas actividades del santo amor, y servir a nuestros hermanos de toda forma posible; estar atentos a las oportunidades de hacer bien; estar dispuestos a toda buena obra; buscar de mil maneras dar alegría a otros corazones; tratar de arrojar un rayo de luz en medio de la oscuridad moral que nos rodea, de ser corrientes refrescantes en medio de este páramo estéril y sediento.
Estas son algunas de las cosas que forman parte de la obra de un cristiano. ¡Prestémosles atención! Ojalá que nos hallemos estimulándonos unos a otros, no a la envidia y a los celos, sino al amor y a las buenas obras; exhortándonos unos a otros diariamente; asistiendo diligentemente a la asamblea pública, y tanto más, cuanto vemos que aquel día se acerca.
¡Quiera el Espíritu Santo grabar en el corazón tanto del lector como del escritor estas preciosas exhortaciones tan características de nuestro glorioso cristianismo: “Acerquémonos”, “mantengamos firme”, “considerémonos unos a otros”!
¡Rasgóse el velo!, ya no más distancia mediará;
Al trono mismo de su Dios el alma llegará.
¡Rasgóse el velo! ¡Sombras id! La luz resplandeció;
El rostro mismo de su Dios Jesús ya reveló.
¡Rasgóse el velo! Hecha está eterna redención;
El alma pura y limpia ya no teme perdición.
¡Rasgóse el velo! Dios abrió los brazos de su amor;
Entrar podemos donde entró Jesús el Salvador.
Entremos, pues ¡oh adorad! al Dios de amor y luz;
Las preces y las gracias dad en nombre de Jesús.