Temas de doctrina cristiana II

Segunda parte

Las obras de la fe - frutos de la vida divina

Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe
(Gálatas 6:10).

Si algo puede aumentar el valor de esta hermosa exhortación, es el hecho de que la hallamos al final de la epístola a los Gálatas. En esta notable epístola, el inspirado apóstol corta de raíz todo el sistema de justificación por la ley. Demuestra, de manera irrefutable, que ningún hombre puede ser justificado a los ojos de Dios por las obras de la ley, ya sean morales o ceremoniales.

El apóstol declara que los creyentes no están en manera alguna bajo la ley, ni para tener la vida, ni para ser justificados, ni para su andar práctico. Si nos colocamos bajo la ley, la consecuencia de ello es que debemos renunciar a Cristo, al Espíritu Santo, a la fe, a las promesas. En resumidas cuentas, si nos emplazamos, de cualquier manera, sobre un terreno legal, debemos abandonar el cristianismo, y nos hallamos todavía bajo la maldición de la ley.

Ahora bien, no vamos a citar los pasajes ni a tocar este lado del tema en esta ocasión. Simplemente llamamos la seria atención del lector cristiano respecto de las palabras de oro del versículo que hemos citado al comienzo de este escrito, las cuales sentimos que resaltan con incomparable belleza y con un poder moral particular al final de esta epístola a los Gálatas, en la cual la justicia humana es hecha añicos y arrojada al viento.

Es siempre necesario considerar los dos lados de un tema. Todos nos inclinamos fuertemente a ver un solo lado de las cosas, de manera que nos resulta moralmente saludable que nuestros corazones sean puestos bajo la plena acción de toda la verdad. ¡Ay!, es posible abusar de la gracia, y a veces nos olvidamos que una fe real debe manifestarse por las obras, aunque a los ojos de Dios somos justificados por la fe sola.

Debemos todos tener presente que si bien la Escritura denuncia y destruye de la manera más absoluta las obras de la ley, sin embargo insiste de manera cuidadosa y diligente, en numerosos pasajes, en las obras de la fe.

En efecto, querido lector, este punto demanda nuestra más seria atención. Si profesamos poseer la vida divina, esta vida debe manifestarse en algo más tangible y concreto que meras palabras o que una vana profesión de labios. Es perfectamente cierto que la ley no puede dar vida (Gálatas 3:21), y que, en consecuencia, tampoco puede producir obras de fe. Ni un solo fruto de vida fue, ni será, jamás recogido del árbol del legalismo. La ley solo puede producir “obras muertas” (Hebreos 6:1), respecto de las cuales debemos tener la conciencia purificada, al igual que de las “malas obras” (Colosenses 1:21).

Todo esto es muy cierto. Las santas Escrituras lo demuestran a lo largo de sus inspiradas páginas, y no nos dejan ninguna duda respecto de este tema. Pero lo que ellas demandan es que haya obras de fe, en cuyo defecto es menester concluir que la vida está ausente. ¿Qué valor tiene el hecho de profesar que se tiene vida eterna, hablar acerca de la fe, defender las doctrinas de la gracia, si, al mismo tiempo, toda la vida práctica está caracterizada por el egoísmo bajo todas sus formas?

El apóstol Juan dice:

El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?
(1 Juan 3:17).

El apóstol Santiago dirige también a nuestros corazones una seria y saludable pregunta: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:14-17).

El autor de la epístola insiste en las obras, frutos de la fe, de una manera tal que debería hablar de la forma más solemne y eficaz a nuestros corazones. Es espantoso ver entre nosotros tanta profesión hueca, tantas palabras superfluas, sin poder y sin valor.

El Evangelio que poseemos es, gracias a Dios, maravillosamente claro. Comprendemos claramente que la salvación es por gracia, por medio de la fe, y no por obras de justicia o de la ley. Esta es una bendita verdad, y nuestros corazones alaban a Dios por ello. Pero una vez que somos salvos, ¿no deberíamos vivir como tales? La vida nueva, ¿no debería manifestarse por los frutos? Si ella está allí, la vida debe manifestarse; y si no se manifiesta, ¿podemos decir que está allí?

Observemos lo que dice el apóstol Pablo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Aquí tenemos, por así decirlo, lo que podemos llamar el lado superior de esta gran cuestión práctica. Luego, en el versículo siguiente, viene el otro lado, el que todo cristiano serio y sincero tendrá a bien considerar: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”(v. 10).

Esta porción nos presenta con toda claridad el tema completo. Dios nos ha creado para andar en un camino de buenas obras, y ese camino de buenas obras ha sido preparado por él para que andemos en ellas. Todo es de Dios, desde el comienzo hasta el fin; todo es por gracia y todo es por fe. ¡Gracias a Dios que es así! Pero recordemos que no sirve absolutamente de nada disertar acerca de la gracia, de la fe y de la vida eterna, si las “buenas obras” no se manifiestan. De nada aprovecha que nos jactemos de grandes verdades, de nuestro profundo, variado y extenso conocimiento de las Escrituras, de nuestra correcta posición, de habernos separado de esto y de aquello, si nuestros pies no marchan en el sendero de las “buenas obras que Dios preparó de antemano” para nosotros.

Dios reclama la realidad. No se contenta con bellas palabras que hablan de una elevada profesión. Nos dice: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:18). Él –bendito sea su Nombre–, no nos amó “de palabra ni de lengua”, sino “de hecho y en verdad”; y espera de nosotros una respuesta clara, plena y precisa; una respuesta manifestada en una vida de buenas obras, que produce dulces frutos, según lo que está escrito:

Llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios
(Filipenses 1:11).

Querido lector cristiano, ¿acaso no tenemos el imperativo deber de aplicar nuestro corazón a este importante tema? ¿No debemos tratar diligentemente de “estimularnos al amor y a las buenas obras” (Hebreos 10:24)? ¿Y cuál es la manera más efectiva de llevar esto a cabo? Seguramente andando nosotros mismos en amor, transitando fielmente el sendero de las buenas obras en nuestra vida personal. En cuanto a nosotros, confesamos que estamos hartos de discursos huecos, de una profesión sin obras. Tener elevadas verdades en los labios y un bajo nivel de conducta en la vida cotidiana, constituye uno de los mayores males de nuestros tiempos. Hablamos de la gracia, pero faltamos en la justicia práctica; faltamos en los más simples deberes morales de nuestra vida privada de cada día. Nos jactamos de nuestra posiciónprivilegiada, pero es deplorable nuestro relajamiento, descuido e indiferencia en lo que respecta a nuestra condición y a nuestro estado.

¡Quiera el Señor, en su infinita bondad, conmover nuestros corazones e incitarnos a buscar las “buenas obras” con un celo más vehemente y ardiente, para que adornemos más y mejor la doctrina de Dios nuestro Salvador en todas las cosas (Tito 2:10)!

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P. D.: Es muy interesante e instructivo comparar las enseñanzas de Pablo y de Santiago con respecto a “las obras”, ambos divinamente inspirados. Pablo rechaza completamente las obras de ley. Santiago, en cambio, insiste celosamente en las obras de fe. Cuando se comprende bien este hecho, toda dificultad se desvanece, y vemos brillar la divina armonía de la Escritura. Muchos no lograron comprenderlo, y se han visto así muy perplejos por la aparente contradicción entre Romanos 4:5 y Santiago 2:24. Huelga decir que tenemos allí la más bella y perfecta armonía. Cuando Pablo declara: “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”, él se refiere a las obras de la ley. Cuando Santiago dice: “Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”, se refiere a las obras de vida, fruto de la fe.

Esto se halla ampliamente confirmado por los dos ejemplos que da Santiago para probar su punto: el de Abraham que ofrece a su hijo, y el de Rahab que esconde a los espías. Si sustraemos la fe de estos dos casos, serían obras malas. Si, por el contrario, los consideramos como el fruto de la fe, manifiestan la vida.

¡Cuánto brilla la sabiduría infinita del Espíritu Santo en estos pasajes! Él vio de antemano el uso que se haría de ellos. Entonces, en vez de elegir obras buenas en sí mismas, elige, en un período de cuatro mil años, dos obras que habrían sido malas si no hubiesen sido el fruto de la fe.