Temas de doctrina cristiana II

Segunda parte

El sábado, la ley y el ministerio cristiano

El sábado

Si se tratara simplemente de guardar o no un día, el tema se resolvería fácilmente, porque, en Romanos 15:5-6 y en Colosenses 2:16, el apóstol nos enseña que tales cosas no deben ser motivo de juicio. Pero como hay un gran principio implicado en el asunto del sábado, creemos que es de suma importancia colocarlo sobre una base bíblica clara. Citaremos el cuarto mandamiento completo: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó” (Éxodo 20:8-11). Esta misma ley se repite en Éxodo 31:12-17. Y en Números 15:32-36 la vemos aplicada a un hombre que es apedreado por recoger leña en día sábado. Todo esto es simple y suficiente. El hombre no tiene más derecho de modificar la ley de Dios respecto al sábado, que respecto a matar, cometer adulterio o robar. Creemos que esto no puede ser puesto en duda. Todo el Antiguo Testamento establece que el séptimo día es el sábado; y el cuarto mandamiento establece el modo en que debe observarse. Ahora bien, preguntamos: ¿Dónde se sigue este precedente? ¿Dónde se obedece este mandato? ¿No es evidente que la iglesia profesanteni guarda el sábado en el día correcto, ni lo hace del modo bíblico? Los mandamientos de Dios quedan sin efecto por las tradiciones humanas, y las gloriosas verdades que rondan “el día del Señor” se pierden de vista. El judío es despojado de su día distintivo y de todos los privilegios relacionados con él –que actualmente solo están suspendidos–, mientras el endurecimiento judicial pesa sobre ese amado e interesante pueblo, ahora juzgado y dispersado. Además, la Iglesia es despojada de su día distintivo y de todas las glorias relacionadas con él, lo cual, si realmente se comprendiera, tendría el efecto de elevarla por encima de las cosas terrenales y posicionarla en el lugar que propiamente le pertenece, unida por la fe a su Cabeza glorificada en el cielo. En consecuencia, no tenemos ni un judaísmo puro, ni un cristianismo puro, sino un sistema anómalo que resulta de una combinación completamente antibíblica de los dos.

Sin embargo, no intentaremos desarrollar la doctrina del sábado –de una gran profundidad espiritual–, sino que nos limitaremos a seguir la clara y expresa enseñanza de la Escritura sobre el tema. Ahora bien, si la iglesia profesante cita el cuarto mandamiento y pasajes paralelos en defensa de la observación del sábado, es evidente que, en casi todos los casos, la ley es dejada completamente de lado. Obsérvese que dice explícitamente: “No hagas en él obra alguna” (Éxodo 20:10). Esto debería ser absolutamente obligatorio para todos los que pisan terreno judío. No hay ningún espacio aquí para introducir lo que se estima que son «obras de necesidad»1 . Podemos pensar que es necesario encender fuego (véase Éxodo 35:3), hacer que los criados ensillen nuestros caballos y nos lleven de un lado para otro. Pero la ley es severa y absoluta, severa e inflexible. No es posible que baje su nivel de exigencia para adaptarse a nuestra conveniencia o acomodarse a nuestros pensamientos. El mandato respecto al “séptimo día” – que corresponde a nuestro día sábado–, es: “No hagas en él obra alguna”. No hay un solo pasaje de la Escritura en el que el día haya sido cambiado, o en el que se haya relajado su rigurosa observancia en la más pequeña medida.

Rogamos al lector de estas líneas que haga una pausa y escudriñe a fondo este asunto a la luz de las Escrituras. No se deje espantar como si se tratase de una terrible pesadilla, sino escudriñe “las Escrituras” con la misma nobleza de espíritu que tenían los bereanos (Hechos 17:11). Al hacerlo verá que desde el segundo capítulo del Génesis hasta el último pasaje en que se menciona el sábado, siempre se refiere al séptimo día, y a ningún otro; verá también que no hay ni una sombra de autoridad divina para cambiar el modo de observar ese día. La ley es la ley; y, si estamos bajo la ley, estamos obligados a guardarla, de lo contrario seremos malditos,

pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas
(Deuteronomio 27:26; Gálatas 3:10).

Pero se dirá: «No estamos bajo la ley mosaica; somos parte de la economía cristiana» (véase Romanos 6:14). Esto lo reconocemos plena y gustosamente. Todo cristiano verdadero, según la enseñanza de Romanos 7 y 8, y de Gálatas 3 y 4, tiene el feliz privilegio de ser parte de la dispensación cristiana. Pero, en este caso, ¿cuál es el día que caracteriza especialmente a esta dispensación? No es “el séptimo día”, sino “el primer día de la semana”, “el día del Señor”. Este es el día del cristiano por excelencia. Observe este día con toda la santidad, la sagrada reverencia, el santo retiro, el tono elevado, del cual su nueva naturaleza es capaz. Creemos que nunca como en el día del Señor, retirarse de todas las cosas seculares cobra tanta importancia para un cristiano. La idea que algunos que se llaman cristianos tienen de hacer del día del Señor un día de recreo y esparcimiento, de viajes innecesarios, de conveniencia personal o de beneficio en las cosas temporales, la consideramos muy irreverente. Somos de la opinión de que tal modo de obrar no puede sino ser severamente censurado. Podemos afirmar con absoluta certeza que nunca aún nos hemos encontrado con un creyente piadoso, inteligente y cuerdo que no haya amado y reverenciado el día del Señor; tampoco podríamos tener la menor simpatía con alguien que profane deliberadamente ese día santo y feliz.

Sabemos, lamentablemente, que algunas personas, ya sea por ignorancia o por sentimientos equivocados, dijeron cosas en relación con el día del Señor que rechazamos completamente, y que han hecho cosas en el día del Señor que desaprobamos totalmente. Creemos que hay un conjunto de enseñanzas sobre el importante tema del día del Señor en el Nuevo Testamento más que suficientes para que ese día tenga su lugar apropiado en toda mente equilibrada:

  • El Señor Jesús resucitó de entre los muertos en ese día (Mateo 28:1-6; Marcos 16:1-2; Lucas 24:1; Juan 20:1).
  • Se mostró a sus discípulos varias veces en dicho día (Juan 20:19, 26).
  • Los primeros discípulos se reunieron ese día para partir el pan (Hechos 20:7).
  • El apóstol, por el Espíritu Santo, instruye a los corintios a que pongan aparte algo para los pobres en tal día (1 Corintios 16:2).
  • Y, finalmente, el exiliado apóstol Juan estaba en el Espíritu y recibió las visiones del futuro en ese día (Apocalipsis 1:10).

Los pasajes citados son concluyentes. Demuestran que el día del Señor ocupa un lugar completamente único, celestial y divino. Pero prueban también la entera distinción entre el sábado judío y el día del Señor. Todo el Nuevo Testamento distingue estos dos días con la misma claridad con que distinguimos un día sábado de un día domingo. La única diferencia es que estos últimos son nombres paganos, mientras que los primeros, divinos (compárese Mateo 28:1; Hechos 13:14, 17:2; 20:7; Colosenses 2:16).

Una vez dicho lo suficiente sobre el sábado judío y el día del Señor, sugeriremos al lector las siguientes preguntas: ¿Dónde se dice en la palabra de Dios que el sábado ha sido cambiado por el primer día de la semana? ¿Dónde consta que la ley del sábado ha sido revocada? ¿Dónde está la autoridad para modificar el día o el modo de guardarlo? ¿Dónde encontramos en la Escritura la expresión «el sábado cristiano»? ¿Dónde se llama «sábado» al día del Señor?2

Ninguno de nuestros queridos hermanos en las diversas denominaciones en derredor podría querer más que nosotros observar piadosamente el día del Señor. Amamos y honramos ese día con todo nuestro corazón; y si no fuera porque la misericordiosa providencia de Dios ha dispuesto las cosas en estas tierras de modo tal que podemos disfrutar del reposo y el retiro del día del Señor sin sufrir pérdidas monetarias3 , nos sentiríamos llamados a abstenernos de trabajar, y a entregarnos por completo a la adoración y al servicio de Dios ese día, no como un asunto de frío legalismo, sino como un santo y feliz privilegio.

Causaría un profundo dolor a nuestro corazón ver a un verdadero cristiano colocándose en el mismo terreno que los impíos, los profanos, los irreflexivos y las multitudes que van tras los placeres, profanando así el día del Señor. Sería ciertamente triste si los hijos del reino y los hijos de este mundo se encontraran en un tren de excursión durante el día del Señor. Estamos persuadidos de que cualquiera que de alguna manera profane o trate con ligereza el día del Señor, actúa en directa oposición a la Palabra y al Espíritu de Dios.

Sigamos con los demás puntos.

  • 1N del T.: El protestantismo ha elaborado este sistema, que pretende justificar citando algunos pasajes bíblicos. Un ejemplo típico lo podemos ver en la pregunta 116 del Catecismo Largo de Westminster, que dice: «¿Qué se exige en el cuarto mandamiento? El cuarto mandamiento exige a todos los hombres la santificación o el conservar santos para Dios aquellos tiempos tales como Dios ha establecido en su Palabra, expresamente todo un día en siete; el cual era el séptimo desde el principio del mundo hasta la resurrección de Cristo, pero desde allí en adelante es el primer día de la semana, el cual continuará así hasta el fin del mundo; este primer día de la semana es el Sábado cristiano, y en el Nuevo Testamento se llama el “día del Señor”». El mismo Catecismo, en respuesta a la pregunta 117 (¿Cómo debe ser santificado el Sábado o día del Señor?), sigue diciendo: «El Sábado o “día del Señor” debe ser santificado mediante un santo descanso durante todo el día, no solo de aquellas obras que son pecaminosas en todo tiempo, sino también de aquellas ocupaciones y recreaciones mundanas que durante los demás días son legítimas; deleitándonos en usar todo el tiempo (excepto aquella parte que debe tomarse para usarla en obras de necesidad y misericordia) en el ejercicio de la adoración a Dios, tanto en público como en privado…». Respecto a estas obras de necesidad, que el Catecismo menciona como excepción al mandamiento, se refieren por lo general a emergencias familiares, domésticas, alimentar y dar de beber a los animales, etc.».
  • 2N. del A.: El lector puede encontrar una exposición más detallada de la doctrina del sábado en los «Estudios sobre el Génesis» (cap. 2) y también en los «Estudios sobre el Éxodo» (cap. 16 y 31) del mismo autor.
  • 3N. del T.: Se refiere el autor a que en su época era ley en Inglaterra que se observe el día del Señor. El violar la «ley del descanso dominical» era castigado por la legislación anglosajona en Inglaterra como otros crímenes y delitos menos graves. Después de la Reforma, bajo la influencia de los puritanos, se aprobaron muchas leyes cuyo efecto es todavía visible en el rigor del «Sabbath inglés». En varios países existen leyes dominicales de descanso que tienden a reprimir el trabajo el día domingo, para el beneficio de los trabajadores, o a regular ciertas actividades imprescindibles con una mayor ganancia para estos. Sea como fuere, es una gracia que la providencia de Dios ha otorgado a los cristianos poder disponer del domingo para dedicarlo al Señor.

La ley

A la ley se la contempla erróneamente de dos maneras:

Primero, como fundamento de la justificación, y
Segundo, como regla de vida del cristiano.

Un pasaje o dos de la Escritura serán suficientes para zanjar la cuestión tanto de lo uno como de lo otro. En cuanto a la justificación: “Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Romanos 3:20, 28).

“Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16).

En cuanto al hecho de ser una regla de vida, leemos:

“Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios”. “Mas ahora estamos libres de la ley, habiendo muerto á aquella en la cual estábamos detenidos, para que sirvamos en novedad de espíritu, y no en vejez de letra” (Romanos 7:4, 6, RV 1909).

Obsérvense dos cosas en este último pasaje citado:

  1. “Estamos libres de la ley”
  2. No para hacer lo que agrada a la vieja naturaleza, sino “para que sirvamos en novedad de espíritu”.

Aunque fuimos librados de esclavitud, tenemos el privilegio de “servir” en libertad. Asimismo, leemos también en este capítulo: “Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte” (v. 10). Evidentemente, la ley no demostró ser una prueba de vida para él. “Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí” (v. 9). Independientemente de quién represente el “yo” en este capítulo de la epístola a los Romanos, él estaba vivo hasta que vino la ley, y entonces murió. De ahí, pues, que la ley no podía haber sido una regla de vida para él; ella, en realidad, era todo lo contrario: una regla de muerte.

Es evidente, pues, que un pecador no puede ser justificado por las obras de la ley; y es igualmente evidente que la ley no constituye la regla de vida del creyente: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10). La ley no reconoce ninguna distinción entre un hombre nacido de nuevo y otro que no lo es; maldice a todos los que intentan colocarse ante ella; rige y maldice a un hombre entretanto este vive. Nadie como el verdadero creyente reconocerá plenamente que es incapaz de guardarla, y nadie así estaría más completamente bajo la maldición.

¿Cuál es, pues, el fundamento de nuestra justificación?, y ¿cuál es nuestra regla de vida? La Palabra de Dios responde de la siguiente manera: Somos “justificados por la fe de Cristo” (Gálatas 2:16), y Cristo es nuestra regla de vida. Él llevó todos “nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Fue “hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13). Bebió por nosotros la copa de la justa ira de Dios “hasta sus sedimentos” (Isaías 51:17; Juan 18:11). Despojó a la muerte de su aguijón, y al sepulcro de su victoria (1 Corintios 15:55-56). Dio su vida por nosotros. Descendió a la muerte, donde yacíamos nosotros, en estado de muerte y condenación, para llevarnos a una eterna asociación con él en vida, justicia, favor y gloria delante de nuestro Dios y de Su Dios, de nuestro Padre y de Su Padre (véanse cuidadosamente los siguientes pasajes: Juan 20:17; Romanos 4:25; Romanos 5:1-10; Romanos 6:1-11; Romanos 7; Romanos 8:1-4; 1 Corintios 1:30-31; 1 Corintios 6:11; 1 Corintios 15:55-57; 2 Corintios 5:17-21; Gálatas 3:13, 25-29; Gálatas 4:31; Efesios 1:19-23; Efesios 2:1-6; Colosenses 2:10-15; Hebreos 2:14-15; 1 Pedro 1:23.). Si el lector pondera con oración todos estos pasajes de la Escritura, verá claramente que no somos justificados por las obras de la ley; y no solo eso, sino que también verá cómo somos justificados. Verá los profundos y sólidos fundamentos de la vida, la justicia y la paz cristianas, conforme al plan que Dios tenía en sus consejos eternos, puestos en la expiación cumplida por Cristo, desarrollados por Dios el Espíritu Santo en la Palabra escrita, y hechos efectivos en la feliz experiencia de todos los verdaderos creyentes.

En cuanto a la regla de vida del creyente, el apóstol no dice: «Para mí el vivir es la ley», sino: “Para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21). Cristo es nuestra regla, nuestro modelo, nuestra piedra de toque, nuestro todo. Lo que el cristiano debiera preguntarse continuamente en su vida, no es: «¿Es esto o aquello conforme a la ley?», sino: «¿Es esto conforme a Cristo?». La ley nunca podría enseñarme a amar, a bendecir y a orar por mis enemigos; pero esto es precisamente lo que el Evangelio me enseña a hacer, y lo que la nueva naturaleza me lleva a hacer.

El cumplimiento de la ley es el amor
(Romanos 13:10).

Y sin embargo, si yo fuese a buscar justificación por la ley, estaría perdido; y si hiciera de la ley mi norma de acción, erraría totalmente mi propio blanco. Fuimos predestinados para ser conformados, no a la ley, sino a la imagen del Hijo de Dios. Debemos ser como él (véanse los siguientes pasajes: Mateo 5:21-48; Romanos 8:29; 1 Corintios 13:4-8; Romanos 13:8-10; Gálatas 5:14-26; Efesios 1:3-5; Filipenses 3:20-21; Filipenses 2:5; Filipenses 4:8; Colosenses 3:1-7).

A algunos les parece una paradoja que se diga que “la justicia de la ley se cumple en nosotros” (Romanos 8:4) y, a la vez, que no podemos ser justificados por la ley, ni hacer de la ley nuestra regla de vida. Sin embargo, así es si hemos de formar nuestras convicciones por la Palabra de Dios. Para la mente renovada no existe la menor dificultad en el entendimiento de esta bendita doctrina. Nosotros estábamos, por naturaleza, “muertos en nuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1), y ¿qué puede hacer un hombre muerto? ¿Cómo puede un hombre obtener la vida guardando aquello que requiere vida para poder ser guardado; una vida que no tiene? Y ¿cómo obtenemos nosotros la vida? Cristo es nuestra vida. Vivimos en Aquel que murió por nosotros; somos bendecidos en Aquel que fue hecho maldición por nosotros al ser colgado en un madero; somos justos en Aquel que fue hecho pecado por nosotros; somos hechos cercanos en Aquel que fue desechado por nosotros (Romanos 5:6-15; Efesios 2:4-6; Gálatas 3:13). Teniendo así, pues, vida y justicia en Cristo, somos llamados a andar como él anduvo, y no simplemente a andar como judíos. Somos llamados a purificarnos así como él es puro; a andar en sus pisadas; a anunciar sus virtudes; a manifestar su Espíritu (Juan 13:14-15; Juan 17:14-19; 1 Pedro 2:21; 1 Juan 2:6, 29; 1 Juan 3:3).

Concluiremos nuestras observaciones sobre este tema sugiriendo al lector dos preguntas:

  • ¿Podrían los Diez Mandamientos sin el Nuevo Testamento ser una regla de vida suficiente para el creyente?
  • ¿Podría el Nuevo Testamento sin los Diez Mandamientos ser una regla de vida suficiente?

Seguramente lo que es insuficiente, no puede ser nuestra regla de vida. Recibimos los Diez Mandamientos como parte del canon de la inspiración; y, además, creemos que la ley conserva su autoridad en todo rigor para enseñorearse y maldecir a un hombre mientras vive (véase Romanos 7:1). Que un pecador tan solo intente obtener la vida por la ley, y verá dónde lo pondrá; y que un creyente tan solo regule su vida conforme a ella, y verá lo que la ley hará de él. Estamos plenamente convencidos de que si un hombre anda conforme al espíritu del Evangelio, no cometerá homicidio ni hurtará; pero también estamos convencidos de que todo hombre que se circunscriba a las normas de la ley de Moisés, se desviará totalmente del espíritu del Evangelio.

El tema de “la ley” demandaría una exposición mucho más elaborada, pero los límites que me he propuesto en este breve escrito, no lo permitirían, por lo que nos vemos obligados a encomendar al lector la consideración de los diversos pasajes de la Escritura a los que hemos hecho referencia y que los examine con cuidado. Podemos estar seguros de que llegará a una sana conclusión, y será independiente de toda enseñanza e influencia humanas. Verá cómo un hombre es “justificado gratuitamente” por la gracia de Dios, mediante la fe en un Cristo crucificado y resucitado; verá que es hecho “participante de la naturaleza divina”, e introducido en una condición de justicia divina y eterna, siendo, en consecuencia, libre de toda condenación; verá que en esta santa y elevada posición, Cristo es su objeto, su tema, su modelo, su regla, su esperanza, su gozo, su fuerza, su todo; verá que la esperanza puesta delante de él, es estar con Jesús donde él está, y ser semejante a él por siempre. Y verá asimismo que, si como pecador perdido halló perdón y paz a los pies de la cruz, no es, como hijo acepto y adoptado, enviado a los pies del Monte Sinaí, para ser allí aterrado y rechazado por las terribles maldiciones de una ley quebrantada (Hebreos 12:18-24). El Padre no podía pensar en gobernar con ley de hierro al hijo pródigo a quien había recibido en Su seno con la más pura, profunda y rica gracia. ¡Oh, no!

Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios
(Romanos 5:1-2).

El creyente es justificado, no por obras, sino por la fe; está firme, no en la ley, sino en la gracia; y aguarda, no el juicio, sino la gloria.

El ministerio cristiano

Vamos a tratar, por último, el tema del ministerio cristiano, respecto al cual solo vamos a decir que sostenemos que es una institución divina: Su fuente, sus características y su poder son todos divinos y celestiales. Creemos que la gran Cabeza de la Iglesia, en su resurrección, recibió dones para su Cuerpo. Él –no la Iglesia, ni ninguna parte de ella– tiene en su mano el gran depósito de los dones. A él pertenecen los dones, no a la Iglesia. Los da como quiere y a quien quiere. Ningún hombre ni cuerpo de hombres puede dar dones. Ello es prerrogativa de Cristo solamente. Creemos que cuando él comunica un don, el que recibe este don es responsable de ejercerlo, ya sea como evangelista, pastor o maestro, independientemente de toda autoridad humana.

De ninguna manera creemos que todos los creyentes han recibido los dones mencionados, pero todos tienen un ministerio que cumplir. No todos son evangelistas, pastores y maestros. Estos dones preciosos son administrados únicamente de acuerdo con la soberana voluntad de la Cabeza divina de la Iglesia. A los creyentes se les exhorta a acordarse de los que están sobre ellos en el Señor, a conocer a aquellos que los guían, a aquellos que se han dedicado al ministerio de los santos y a quienes les hablaron la palabra de vida. Rehusarse a hacerlo, sería olvidar y faltar a la gracia que se les ha concedido, porque todas las cosas son de ellos (1 Corintios 3:21). (Véanse Romanos 12:3-8; 1 Corintios 3:21-23; 1 Corintios 12; 1 Corintios 14; 1 Corintios 16:15; Gálatas 1:11-17; Efesios 4:7-16; 1 Tesalonicenses 5:12-13; Hebreos 13:7, 17; 1 Pedro 4:10-11).

Todo esto es bastante simple. Podemos ver fácilmente cuándo un hombre está divinamente calificado para cualquier rama del ministerio. No es cuestión de si un hombre dice tener un don, sino de si realmente lo tiene. Cualquiera puede decir que tiene un don de la misma manera que puede decir que tiene fe (Santiago 2:14), y no ser a fin de cuentas sino la vanagloria de su propia mente mal equilibrada, lo cual una asamblea espiritual no puede reconocer jamás. Dios tiene que ver con realidades. Un evangelista divinamente dotado, es una realidad; y será reconocido debidamente, recibido con agradecimiento y tenido por digno de toda estima y honor por causa de su obra.

Ahora bien, sostenemos que, a menos que un hombre posea un don dado por la Cabeza de la Iglesia, ninguna instrucción, educación ni preparación que haya recibido de los hombres puede constituirlo ministro de Cristo. Si un hombre tiene un don, es responsable de ejercerlo, cultivarlo y atenderlo. Puede, o no, haber leído extensamente la literatura humana; puede, o no, ser capaz de emplear su extensa lectura en el servicio del Maestro. Pero, evidentemente, si un hombre tiene solo las cualificaciones que la literatura, la ciencia y la cultura humanas pueden impartir, no es competente para ser ministro cristiano de la misma manera que un curandero constituido por sí mismo no tiene derecho a ser considerado por la facultad de medicina como un médico debidamente reconocido.

Que no se nos malinterprete. Sostenemos que nadie puede ser un ministro cristiano a menos que tenga un don directo de Cristo, por más que tenga toda la erudición de un Newton, la filosofía de un Bacon y la elocuencia de un Demóstenes. Puede ser un muy dotado y eficiente ministro religioso, como se lo llama; pero ministro de religión y ministro de Cristo, son dos cosas diferentes. Además, creemos que allí donde el Señor Jesucristo ha concedido un don, ese don hace del que lo posee un ministro cristiano, al que todo verdadero creyente está obligado a reconocer y recibir, independientemente de todo nombramiento humano. Mientras que, si un hombre tuviera todas las cualificaciones humanas, los títulos humanos y la autoridad humana posibles, pero le faltara la única y magna realidad –esto es, el don de Cristo–, no es un ministro de Cristo.

Damos gracias a Dios por el ministerio cristiano; y estamos seguros de que hay muchos siervos de Cristo dotados de verdaderos dones en las distintas denominaciones alrededor de nosotros; pero ellos son ministros de Cristo, por el hecho de tener un don de Él, y no por ordenación humana. El hombre no puede añadir nada a un don concedido del cielo. Intentar, con su débil autoridad, hacer más eficiente el don que descendió de la resucitada y glorificada Cabeza de la Iglesia, es lo mismo que si intentara añadir color al arco iris, tinte a las flores, movimiento a las olas, altura a las cumbres nevadas, o pintar las plumas del pavo real. ¡Ah, no! La vid, el olivo y la higuera, en la parábola de Jotam, no necesitaban el nombramiento de los otros árboles (Jueces 9). Dios había implantado en cada uno de ellos sus virtudes específicas. Solo la inservible zarza aclamó con júbilo un nombramiento que la pudiese elevar desde una posición en la que no era realmente nada, a otra en la que fuese algo oficial. Esto es lo que sucede con un hombre divinamente dotado. Tiene lo que Dios le dio. No necesita ni requiere nada más. Se abre paso por fuera de los estrechos límites que la autoridad del hombre pretende fijar alrededor de él, y planta su pie en aquel elevado terreno que pisaron los profetas y los apóstoles. Siente que su propio campo de trabajo no está dentro del ámbito de las escuelas y universidades de este mundo. No les es dado a ellas proporcionar un entorno para la joya preciosa que la gracia soberana ha concedido. Solo la mano que dio la joya puede proporcionar el entorno apropiado. Solo la gracia que implantó el don puede determinar el campo de trabajo apropiado para su ejercicio.

Pero, se preguntará, ¿no había ancianos y diáconos en la Iglesia primitiva? ¿No debemos tenerlos también nosotros? Sin duda había ancianos y diáconos en la Iglesia primitiva. Ellos fueron designados por los apóstoles, o por aquellos a quienes los apóstoles encomendaban esta tarea (Hechos 14:23; Tito 1:5). Es decir, fueron designados por el Espíritu Santo, el único que podía entonces, o puede ahora, designarlos. Creemos que nadie excepto Dios puede constituir o designar un anciano; si, pues, el hombre se atreve a llevar a cabo esta obra, será solo una apariencia sin poder, un nombre vacío. Los hombres pueden –y de hecho lo hacen–, señalarnos las sombras de su propia creación, y llamarnos a reconocer en aquellas sombras la realidad divina; pero ¡ay! cuando las examinamos a la luz de la Santa Escritura, no podemos ni siquiera trazar el contorno, y mucho menos los rasgos vivos del original divino.

En el Nuevo Testamento vemos ancianos divinamente designados, y en la iglesia profesante, ancianos humanamente designados; pero en ningún caso podemos aceptar estos últimos como sustituto de los primeros. No podemos aceptar una mera sombra en lugar de la sustancia. Tampoco creemos que los hombres obren con autoridad divina cuando se ponen a constituir y designar ancianos. Creemos que cuando Pablo, Timoteo o Tito nombraban ancianos, lo hacían por el poder y bajo la autoridad directa del Espíritu Santo; pero negamos que cualquier hombre, o cuerpo de hombres, pueda actuar de esa manera hoy día. Creemos que el Espíritu Santo operaba entonces, y que así debe ser también hoy. La pretensión humana es totalmente despreciable. Si Dios levanta un anciano o un pastor, lo reconocemos con gratitud. Él puede levantarlos, y de hecho lo hace. Dios levanta hombres calificados por Su Espíritu para encargarse de la vigilancia de Su rebaño y para apacentar Sus corderos y ovejas. Su mano “no se ha acortado” para proveer esas bendiciones a Su Iglesia, aun en medio de sus humillantes ruinas. El depósito de los dones espirituales en Cristo, la Cabeza, es tan inagotable que puede derramar sobre Su cuerpo todo lo que sea necesario para su edificación.

Somos de la opinión de que, si no fuera por nuestros incansables esfuerzos para bastarnos a nosotros mismos constituyendo nuestros propios pastores y ancianos, seríamos mucho más ricamente dotados de pastores y maestros según el corazón de Dios. Que no nos extrañe si nos deja abandonados a nuestros propios recursos cuando, por nuestra incredulidad, lo limitamos en los Suyos. En vez de probar a Dios (véase Malaquías 3:10), lo limitamos; por eso nos vemos privados de nuestra fuerza, y abandonados en la esterilidad y la desolación; o, lo que es peor, recurrimos a los miserables recursos de la conveniencia humana.

Pero si no tenemos la realidad de Dios, creemos que es mucho mejor permanecer en la posición de verdadera, sentida y confesada debilidad, que elevar la hueca pretensión de fuerza. Creemos que es mejor ser auténticos en nuestra pobreza, que aparentar riqueza. Que es infinitamente mejor esperar lo que Dios tenga a bien concedernos, que limitar Su gracia por nuestra incredulidad o impedir que provea a nuestras necesidades al suplirlas nosotros por nuestra cuenta.

Preguntamos, ¿dónde encontramos la autorización de la Iglesia para llamar, constituir o nombrar pastores? ¿Dónde encontramos un solo caso en el Nuevo Testamento de una Iglesia que elige a su propio pastor? Se ha citado Hechos 1:23-26 como prueba. Pero las mismas palabras del texto bastan para demostrar que no proporciona el menor respaldo a esa idea. Ni siquiera los once apóstoles podían elegir a un hermano apóstol, sino que tuvieron que encargar esta elección a una autoridad superior. Estas fueron sus palabras:

 Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido
 (Hechos 1:24).

Esto es muy claro. Ellos no intentaron escoger. Dios conocía el corazón. Fue él quien formó el vaso, y quien puso el tesoro dentro. Y solamente él podía asignarle su lugar apropiado.

Es evidente, pues, que el caso de los once apóstoles que claman al Señor para que escoja a un hombre a fin de completar su número, no ofrece ningún precedente para que una congregación elija a un pastor; está completamente en contra de esa práctica. Dios solamente puede constituir o designar a un apóstol o un anciano, a un evangelista o un pastor. Esta es nuestra firme creencia, y pedimos que se nos suministren pruebas bíblicas para demostrar si es falsa o errónea. La opinión humana no servirá; la tradición no servirá; la conveniencia no servirá. Si nos dejamos enseñar por la palabra de Dios, veremos que la Iglesia primitiva nunca eligió a sus propios pastores o maestros. Afirmamos categóricamente que no hay una sola línea de la Escritura en favor de esa práctica. Si la palabra de Dios nos diera alguna instrucción para constituir y nombrar pastores, en seguida trataríamos de ponerla en práctica; pero, ante la ausencia de toda directiva divina al respecto, llevar a cabo tal cosa solo lo podríamos considerar una imitación de nuestra parte. ¿Por qué no se instruyó a la Iglesia de Éfeso o a las iglesias de Creta a que eligieran o nombraran ancianos? ¿Por qué dieron esta instrucción a Timoteo y a Tito, sin hacer la menor alusión a la Iglesia ni a ninguna parte de ella? Porque, como lo creemos, Timoteo y Tito obraron por el poder directo del Espíritu Santo y bajo Su inmediata autoridad. Por eso la Iglesia debía considerar su nombramiento como divino1 .

Pero ¿dónde tenemos algo como esto ahora? ¿Dónde hay un Timoteo o un Tito ahora? ¿Dónde hallamos el menor indicio en el Nuevo Testamento de que debe haber una sucesión de hombres facultados para ordenar ancianos o pastores? Es verdad que, en su segunda epístola a Timoteo, el apóstol Pablo dice:

Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros
(2 Timoteo 2:2).

Pero no hay una sola palabra aquí acerca de una sucesión de hombres que tenga el poder de ordenar ancianos y pastores. Enseñanza no es ordenación; menos aún significa transmitir el poder de ordenar. Si el inspirado apóstol hubiera querido plasmar en la mente de Timoteo la idea de que debía encomendar a otros la autoridad de ordenar, y que tal autoridad debía descender por una cadena regular de sucesiones, lo podría haber hecho perfectamente, y, en ese caso, el pasaje habría rezado así: «El poder que has recibido, el mismo transmítelo a hombres fieles que sean capaces de ordenar también a otros». Sin embargo, este no es el caso; y negamos que haya algún hombre, o cuerpo de hombres, hoy sobre la tierra, que tenga el poder de ordenar ancianos, y que ese poder o autoridad haya sido alguna vez encargado a la Iglesia.

Cuando Dios envía un anciano o un pastor, un evangelista o un maestro, aclamamos con gratitud el don concedido del cielo2 . Creemos que es absolutamente divino. Pero queremos ser librados de toda vana pretensión. Queremos tener la realidad de Dios o nada. Queremos tener la moneda genuina del cielo, no la falsificación de la tierra. Como el Tirshata –o gobernador– de antaño, que dijo “que no comiesen de las cosas más santas, hasta que hubiese sacerdote para consultar con Urim y Tumim” (Esdras 2:63), así también nosotros quisiéramos decir que es preferible permanecer sin puestos oficiales, que poner en lugar de la realidad de Dios las sombras de nuestra propia creación. Esdras no podía aceptar las pretensiones de los hombres. Los hombres podían decir que eran sacerdotes, pero si no tenían la autorización y las calificaciones divinas, eran completamente rechazados. Para que un hombre estuviera calificado para acercarse al altar del Dios de Israel, no solo debía ser descendiente de Aarón, sino que, además, no debía tener ningún defecto físico (véase Levítico 21:16-23). Y para que un hombre ministre hoy en la Iglesia de Dios, debe ser un hombre regenerado, y tener las calificaciones espirituales necesarias. Incluso San Pablo, en su poderoso llamamiento a la conciencia y al juicio de la Iglesia de Corinto, se refiere a sus dones espirituales y a los frutos de su labor, como pruebas indiscutibles de su apostolado (véase 2 Corintios 10 y 12).

Antes de dar por terminado el tema del ministerio cristiano, haremos unas observaciones sobre la práctica de imposición de manos, la cual se presenta en el Nuevo Testamento de dos maneras. Primero, la vemos en relación con la comunicación de un positivo don. “No descuides el don que hay en ti, que te fue dado mediante profecía con la imposición de las manos del presbiterio” (1 Timoteo 4:14). Se alude nuevamente a lo mismo en la segunda epístola: “Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2 Timoteo 1:6). Este último pasaje determina el significado de la expresión “presbiterio”, tal como se usa en la primera epístola. Ambos pasajes demuestran que, en el caso de Timoteo, el acto de imposición de manos, estuvo asociado a la comunicación de un don. En segundo lugar, vemos que la imposición de manos se usó simplemente con el objeto de expresar plena comunión e identificación, como, por ejemplo, en Hechos 13:3. No puede significar ordenación en este pasaje, puesto que Pablo y Bernabé habían estado en el ministerio mucho antes. Simplemente expresaba de manera hermosa la plena identificación de sus hermanos en esa obra a la cual el Espíritu Santo los había llamado, y a la cual solo él podía enviarlos.

Ahora bien, creemos que la imposición de manos como gesto de ordenación, sin el poder de comunicar un don, no tiene ningún valor, por no decir que es pura presunción; pero si se usa simplemente como gesto de comunión en cualquier obra o misión particular, nos gozaríamos en ello. Por ejemplo, si dos o tres hermanos se sintieron llamados por Dios para salir a una misión evangelística en un determinado país, y aquellos con quienes estaban en comunión percibieron en ellos el don y la gracia necesarios para esa obra, nos sentiríamos sumamente felices si manifestaran su plena aprobación y comunión fraternal mediante el acto de imposición de manos. Más allá de esto no podemos ver ningún valor en absoluto en aquel acto.

  • 1N. del A.: Haré aquí una observación sobre el nombramiento de diáconos en Hechos 6. Este pasaje se cita para probar que es correcto que una congregación elija su pastor; pero la prueba está llena de inconsistencias por todos lados. En primer lugar, esos diáconos debían encargarse de “servir a las mesas” (v. 2). Sus funciones, como diáconos, eran temporales, no espirituales. Podían poseer un don espiritual, independientemente de su oficio de diáconos. Esteban, por ejemplo, poseía un don. Pero aunque los discípulos fueron convocados a buscar hombres competentes para que se encarguen de los asuntos temporales, solo los apóstoles podían designarlos. Sus palabras son: “A quienes encarguemos de [pongamos, constituyamos en] este trabajo”. En otras palabras, aunque hay una diferencia enorme entre un diácono y un pastor, entre encargarse de cuidar el dinero y encargarse de cuidar a las almas, no obstante, el nombramiento de diáconos en Hechos 6 fue enteramente divino; y por eso el pasaje no ofrece ninguna garantía para que una Iglesia elija su propio pastor. Podemos agregar que, oficio y don son dos cosas que se distinguen claramente en la palabra de Dios. Podía haber, y de hecho había, ancianos y diáconos en una determinada Iglesia (véase Filipenses 1:1), y aun así el ejercicio de los dones tenía lugar de la forma más plena y libre cuando la Iglesia entera “se reunía en un mismo lugar” (1 Corintios 11:20, V. M.). Los ancianos y diáconos podían o no tener el don de enseñanza o de exhortación. Ese don era absolutamente independiente de su oficio especial. En 1 Corintios 14, donde consta “podéis profetizar todos uno por uno” y donde tenemos una visión completa de la asamblea pública, no se dice ni una sola palabra acerca de un anciano o de un presidente de la índole que fuere.
  • 2N. del A.: Observe cuidadosamente el lector que los dones, tales como evangelistas, pastores, maestros y profetas, son dados directamente por la Cabeza de la Iglesia para la edificación de Su pueblo en la tierra (véase Efesios 4:8-13), y nunca fueron designados o «autorizados» por manos de los apóstoles ni por ninguna otra. Los ancianos y los diáconos debían actuar como guías y servir en las asambleas en las que tenían su lugar. Era un apóstol, o alguien encomendado por él, el que los nombraba en este cargo o posición.

Breve exposición de verdades esenciales y conclusión

Habiendo tratado, dentro de nuestras limitaciones, los temas del sábado, la ley y el ministerio cristiano –y habiendo aclarado que honramos y observamos el día del Señor, que damos a la ley el lugar que Dios le asignó y que sostenemos la sagrada y preciosa institución del ministerio cristiano–, quisiéramos presentar de forma clara y breve, antes de concluir este tratado, algunos puntos de doctrina que sostenemos, ya que nos sentimos responsables de

presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que nos demande razón de la esperanza que hay en nosotros
(1 Pedro 3:15).

En nuestra enseñanza y predicación generales, procuramos presentar las verdades fundamentales del Evangelio, como la doctrina de la Trinidad, la eternidad del Hijo, la personalidad del Espíritu Santo, la inspiración plenaria de la Santa Escritura, los consejos eternos de Dios con respecto a sus elegidos, e incluso la más plena y gratuita presentación de Su amor a un mundo perdido; la solemne responsabilidad de todo aquel que oyó las buenas nuevas de salvación de aceptarla; la ruina total del hombre por su naturaleza y por su conducta; su incapacidad de ayudarse a sí mismo ya en pensamiento, en palabra u obra; la completa corrupción de su voluntad; la encarnación, muerte y resurrección de Cristo; Su deidad absoluta y perfecta humanidad en una sola persona; la eficacia perfecta de su sangre para limpiar de todo pecado; la perfecta justificación y santificación por la fe en Cristo, por la operación de Dios el Espíritu Santo; la seguridad eterna de todos los verdaderos creyentes; la entera separación de la Iglesia en su llamamiento, posición y esperanza, de este presente mundo.

Sostenemos también, al igual que muchos de nuestros hermanos en las denominaciones, que la esperanza del creyente es la que está expuesta en estas palabras de Cristo: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3). Creemos que los primeros cristianos se convertían a aquella “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13; 1 Tesalonicenses 1:9-10); que esta era la esperanza común de los cristianos en los tiempos apostólicos. Presentar las pruebas transformaría este artículo en un volumen.

Además, creemos que todos los discípulos deben reunirse el primer día de la semana para partir el pan (Hechos 20:7), y que, cuando se reúnen, deben acudir a la Cabeza de la Iglesia para que provea los dones necesarios, y al Espíritu Santo para que los guíe en la debida administración de estos dones.

En cuanto a la ordenanza bíblica del bautismo, la consideramos como una bella muestra de la verdad de que el creyente está asociado con Cristo en Su muerte y resurrección (véase Mateo 28:19; Marcos 16:16; Hechos 2:38, 41; 8:38; 10:47-48; 16:33; Romanos 6:3-4).

En cuanto a la preciosa institución de la Cena del Señor, creemos que los cristianos deben celebrarla cada día del Señor, y que, al hacerlo, conmemoran la muerte del Señor hasta que él venga. Creemos que, como el bautismo representa nuestra muerte con Cristo, la Cena del Señor representa la muerte de Cristo por nosotros. No vemos ninguna autoridad en la palabra de Dios para considerar la Cena del Señor como un «sacrificio», «sacramento» o «pacto». La palabra dice “Haced esto en memoria de mí” (véase Mateo 26:26, 28; Marcos 14:22-24; Lucas 22:19-20; 1 Corintios 11:23-26).

Todo lo anterior es una declaración muy breve pero explícita de lo que sostenemos, predicamos y practicamos. Nos reunimos en público, nuestras reuniones de adoración, de oración, de lectura, nuestras conferencias y nuestras predicaciones del Evangelio, son todas abiertas al público.

Y aquí llegamos al final. En estas últimas líneas, quisiera exhortar al lector a que escudriñe “las Escrituras” (Juan 5:39); a que pruebe todas las cosas por esta regla; a que procure que todo cuanto piense, diga o haga esté apoyado por la Escritura. “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Isaías 8:20).

Francamente podemos decir que amamos, con todo nuestro corazón, a

todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en sinceridad
(Efesios 6:24, V. M.);

y dondequiera que haya alguien que predique una salvación plena, gratuita y eterna por la sangre del Cordero, a pecadores que perecen, le deseamos, en el nombre del Señor, que Dios lo ayude.

Encomendamos ahora al lector a la bendición del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Si es un verdadero creyente, rogamos por que, en su marcha en esta tierra, sea un brillante y fiel testigo para su Señor ausente, pero si fuese alguien que aún no ha encontrado la paz en Jesús, le queremos decir, con solemne énfasis y ferviente afecto: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).