La misión del cristiano y cómo cumplirla
En aquellos días, como había una gran multitud, y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos, y les dijo: Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos. Sus discípulos le respondieron: ¿De dónde podrá alguien saciar de pan a éstos aquí en el desierto? El les preguntó: ¿Cuántos panes tenéis? Ellos dijeron: Siete. Entonces mandó a la multitud que se recostase en tierra; y tomando los siete panes, habiendo dado gracias, los partió, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante; y los pusieron delante de la multitud. Tenían también unos pocos pececillos; y los bendijo, y mandó que también los pusiesen delante. Y comieron, y se saciaron; y recogieron de los pedazos que habían sobrado, siete canastas. Eran los que comieron, como cuatro mil; y los despidió” (Marcos 8:1-8).
Este pasaje presenta un ejemplo sorprendente y de gran belleza acerca de un rasgo particular de la misión del cristiano en este mundo. Comprometemos al lector a considerarlo seriamente. Es de una inmensa importancia y de aplicación universal. Concierne a todo hijo de Dios. Cada uno de nosotros debe recordar que es enviado a este mundo para ser un canal de comunicación entre el corazón de Cristo y los diversos tipos de necesidades que podemos encontrar día tras día en nuestro camino.
Es un rasgo interesante y lleno de gracia de la misión del cristiano. Es cierto que es solo un rasgo entre varios; pero es de gran precio y de una belleza exquisita. Es también eminentemente práctico, tal como lo veremos. Necesariamente supone que soy cristiano. Si no sé que tengo la vida eterna, si dudo de mi salvación eterna, si no conozco a Cristo como mi precioso Salvador y Señor, como la porción, el objeto y el reposo de mi corazón, entonces ocuparme de la misión del cristiano, es simplemente engañarme a mí mismo y cerrar mis ojos a mi verdadera condición. Una salvación, y un Salvador y Señor al que se conoce y del que se goza, son condiciones absolutamente esenciales para cumplir esta misión.
Dicho esto, tanto para guardar al lector de engañarse a sí mismo, como para evitar que nuestro tema sea mal comprendido, nos detendremos unos momentos en este bello pasaje que citamos al comienzo. ¡Quiera el Espíritu Santo revelarlo y aplicarlo a nuestros corazones!
“En aquellos días, como había una gran multitud, y no tenían qué comer” (v. 1). Tal era el estado de las cosas: grandes necesidades y ningún recurso aparente para responder a ellas. Pero Jesús –bendito sea su santo nombre– estaba allí. Estaba allí con todo el amor de su corazón y con toda la fuerza de su mano. Estaba allí, Aquel que, en otro tiempo, había alimentado durante cuarenta años en el árido desierto, a un pueblo de tres millones de personas. Sí, estaba allí, y, sin duda, habría podido satisfacer directa e inmediatamente las necesidades de la multitud, sin tener que llamar a sus pobres discípulos incrédulos y ocupados en ellos mismos, para que actúen. Habría podido también hacer venir del cielo mensajeros angélicos para proveer a lo que demandaban estas multitudes hambrientas.
Pero no hizo ni una cosa ni la otra, porque era la intención de su gracia emplear a sus discípulos como canales de comunicación entre él y la muchedumbre; y no simplemente como instrumentos de Su poder –lo que los ángeles habrían podido ser–, sino como la misma expresión de Su corazón.
Y observemos cómo lo hace. Si hubiese querido servirse de ellos simplemente como instrumentos de Su poder, le habría bastado con colocar en sus manos la manera y los medios de cumplir sus intenciones. Pero no: quería hacer de ellos canales a través de los cuales puedan fluir las tiernas compasiones de Su corazón. ¿Cómo podía hacerse esto? De la siguiente manera: “Llamó a sus discípulos, y les dijo: Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos” (v. 2-3).
Aquí, pues, tenemos el verdadero secreto de la preparación para nuestra elevada y santa misión. Nuestro precioso Salvador reúne primero a sus discípulos alrededor de él, y busca llenar sus corazones de Sus pensamientos y sentimientos, antes de llenar sus manos de peces y panes. Es como si hubiera dicho: «Tengo compasión, pero quiero que ustedes también la tengan. Quiero que estén compenetrados en todos mis pensamientos y sentimientos, que piensen como yo, que sientan como yo. Quiero que miren con mis ojos a esta muchedumbre hambrienta, para que estén en una condición moral tal que puedan ser mis canales de comunicación».
Esto es de una belleza exquisita. Alguien dirá: «Deseo ser tal canal, pero me parece algo demasiado elevado, muy por encima de mis posibilidades. ¿Cómo podría alcanzar tal altura?». La respuesta es: Acérquese lo suficiente a Cristo para pensar como él piensa, para sentir como él siente. Sáciese de Su espíritu. Tenga la plena seguridad de que este es el único medio verdadero de ser un canal de comunicación. Si digo: «Debo intentar ser un canal de comunicación», hablo como insensato y no seré más que una caricatura. Pero si bebo de la fuente del corazón de Cristo, estaré lleno de él hasta rebosar; todo mi ser moral estará impregnado de Su espíritu, de modo que estaré en un estado conveniente para ser utilizado por él, y seguro de hacer un uso justo de los medios, cualesquiera que sean, que pondrá en mis manos, es decir, que los emplearé para él. Si tengo las manos llenas de medios antes de tener el corazón lleno de Cristo, no emplearé estos medios para él; los utilizaré para mi propia gloria, y no para la gloria de Dios.
Hermanos, consideremos bien esto. Examinemos cuál es nuestra misión, y cuál es el verdadero secreto para cumplirla. Es un gran punto tener el corazón profundamente conmovido por el hecho de que somos llamados a ser canales por los cuales el corazón de Cristo pueda fluir hacia los suyos y hacia un pobre mundo. Esto es maravilloso; parece demasiado bello para ser cierto; pero –bendito sea Dios– es tan cierto como maravilloso. Busquemos solamente asimilarlo, creerlo, apropiárnoslo. No nos contentemos con admirarlo como una bella teoría, sino busquemos que penetre y actúe profundamente en nuestra alma por el poder glorioso del Espíritu Santo.
Pero observemos cuán lentos son los discípulos para responder al deseo del corazón de Cristo respecto a ellos. Era Su intención de gracia usarlos como canales de bendición para la multitud, y otorgarles este inmenso privilegio; pero ellos, al igual que nosotros, eran poco capaces de apreciarlo, simplemente porque no captaban Sus pensamientos ni lograban distinguir la gloria de Su persona. “Sus discípulos le respondieron: ¿De dónde podrá alguien saciar de pan a éstos aquí en el desierto?” (v. 4). En otra ocasión dijeron: “No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces” (Mateo 14:17). ¿No sabían –o acaso se habían olvidado–, que tenían ante ellos a Aquel que creó y sostiene el universo? Es cierto que estaba allí bajo la apariencia humilde de Jesús de Nazaret. Su gloria divina estaba escondida a los ojos del hombre natural, detrás del velo de Su humanidad. Pero ellos habrían debido conocer mejor quién era y qué era, y saber cómo aprovechar Su gloriosa presencia y Sus inescrutables riquezas. Ciertamente, si sus corazones hubieran captado la gloria de Su persona, jamás habrían hecho una pregunta tal como: “¿De dónde podrá alguien saciar de pan a éstos aquí en el desierto?”. Moisés en otro tiempo había dicho: “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo?” (Números 11:13). El pobre corazón incrédulo excluye a Dios. ¿Acaso Jehová le pidió a Moisés que les diera carne? Ciertamente no. Ningún hombre habría podido hacerlo, y un simple hombre no podía alimentar a cuatro mil personas en un lugar desierto.
Pero Dios estaba allí. Sí, era Dios quien, hablando por labios humanos, había dicho: “Tengo compasión de la gente”. Era Dios quien tenía en cuenta todas las circunstancias de cada individuo en esa gran multitud de gente desfalleciente y hambrienta. Sabía exactamente qué distancia había recorrido cada uno y cuánto tiempo había estado cada uno en ayunas. Sabía con absoluta certeza las consecuencias seguras que surgirían si los hubiera de enviar sin comida. Es Dios mismo quien pronuncia estas conmovedoras palabras: “Si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos” (v. 3).
Sí, Dios estaba allí en toda la ternura de un amor que podía tener en cuenta los más mínimos detalles de la debilidad y necesidades de una criatura. Estaba allí también con su poder omnipotente y con sus inagotables recursos, para volver a sus pobres discípulos capaces de ser los depositarios de Sus pensamientos, los vasos de Su bondad, los canales de Su gracia. Y ¿qué les hacía falta para ser capaces de cumplir su misión? ¿Necesitaban ser o hacer algo? No, sino simplemente verlo y recurrir a él. Tenían que ejercer esta simple fe, que cuenta con Dios para todas las cosas y encuentra todas sus fuentes en él.
Así fue con los discípulos, y así es con nosotros. Si deseamos actuar como canales de la gracia de Cristo, debemos estar en relación con él en el profundo secreto de nuestras almas. Debemos aprender de él; debemos alimentarnos de él; debemos conocer lo que significa la comunión con su corazón; debemos estar lo suficientemente cerca de él para conocer los secretos de su pensamiento y llevar a cabo los propósitos de su amor. Si queremos reflejarlo, debemos contemplarlo. Si queremos reproducirlo, debemos alimentarnos de él, necesitamos que more en nuestros corazones por la fe. Podemos estar seguros de que lo que está realmente en nuestros corazones se manifestará en nuestra vida. Podemos tener un gran número de verdades doctrinales en la cabeza y una cantidad de palabras hermosas que brotan de nuestros labios, pero si verdaderamente deseamos ser canales de comunicación entre Su corazón y los necesitados en la escena que atravesamos, debemos saciarnos habitualmente de su amor. No es posible que sea de ninguna otra manera. “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38).
Aquí radica el gran secreto de todo el asunto: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37). Para que los ríos fluyan, debemos beber. No puede ser de otro modo.
Si cada miembro de la Iglesia de Dios estuviera bajo el poder de este gran principio, ¡qué diferente sería el estado de cosas del que seríamos testigos! Y ¿dónde yace el obstáculo? No tenemos “un lugar estrecho en” el corazón de nuestro adorable Señor y Salvador. Es su deseo usarnos de la misma forma que usó a sus discípulos en la ocasión que está ante nosotros. Los reunía alrededor de él y, con gracia, buscaba derramar en sus corazones la compasión que llenaba Su propio corazón, a fin de que pudiesen tener el mismo sentimiento que él, lo que constituye la calificación moral necesaria para actuar para él. Podemos estar siempre seguros de que cuando el corazón está lleno de Cristo, el poder para actuar no faltará.
Pero, lamentablemente, ocurre con nosotros lo mismo que ocurrió con los discípulos. No apreciaron el poder que se hallaba en medio de ellos, ni echaban mano de él. Decían: “¿De dónde podrá alguien?”. Mientras que habrían debido decir: «Tenemos a Cristo». En la práctica, ignoraban a Cristo, y es lo que nos sucede a nosotros también. Ponemos excusas para nuestra pobreza, nuestra indolencia, nuestra frialdad, nuestra indiferencia, con el pretexto de que no tenemos esto, ni aquello, ni lo otro; mientras que lo que realmente necesitamos es un corazón lleno de Cristo, lleno de sus pensamientos, de su amor, de su bondad, de su tierna solicitud por los demás, un corazón lleno de Su completa abnegación y olvido de sí mismo. Nos quejamos de la falta de medios, mientras que lo que realmente necesitamos es un buen estado de alma: la verdadera actitud moral del corazón; y esto solo puede surgir de una estrecha intimidad con Cristo, de una comunión con su pensamiento, y de empaparnos de su espíritu.
Quisiéramos instar encarecidamente a que la Iglesia de Dios muestre un sincero interés y empeño por este tema. Quisiéramos ver a cada miembro del cuerpo de Cristo actuar como un canal por el cual Su preciosa gracia pueda correr como ríos de agua viva hacia todos los que lo rodean, llenando todo a su paso de verdor y frescura, y no como agua estancada: imagen tan sorprendente de un cristiano que no está en comunión con el Señor.1
- 1Siempre debemos recordar que no debemos ser meros espectadores de la escena que nos rodea, sino activos colaboradores. Un verdadero colaborador nunca se quejará de la falta de amor. Anda en amor y manifiesta amor, y su lenguaje es: “Lo tengo todo en abundancia” (Filipenses 4:18, V. M.) ¡Que esta sea la experiencia de cada uno de nosotros!