Legalismo y liviandad
Conscientes, en una muy pequeña medida, por cierto, de nuestra responsabilidad para con las almas de nuestros lectores y para con la verdad de Dios, deseamos presentar una breve pero inequívoca palabra de advertencia contra dos males opuestos que vemos claramente en actividad entre los cristianos en la actualidad. Se trata del legalismo, por un lado, y de la liviandad, por el otro.
En cuanto al primero de estos males, hemos procurado en muchos de nuestros anteriores escritos liberar a las preciosas almas de un estado legal, el cual, además de deshonrar a Dios, provoca la ruina completa de la paz y la libertad del creyente. De ahí nuestros esfuerzos por presentar la libre gracia de Dios, el valor de la sangre de Cristo, la posición en perfecta justicia del creyente delante de Dios y su aceptación en Cristo. Estas preciosas verdades, aplicadas al corazón por el poder del Espíritu Santo, deben liberarlo de toda influencia legal.
Pero entonces, sucede a menudo que algunas personas aparentemente liberadas del legalismo, caen en el mal opuesto de la ligereza o liviandad. Esto puede deberse al hecho de que las doctrinas de la gracia solo han sido asimiladas intelectualmente, en vez de haber penetrado en el alma por el poder del Espíritu de Dios. Se puede adoptar una gran cantidad de verdades evangélicas con liviandad espiritual, sin que haya tenido lugar un profundo trabajo de conciencia; sin que el viejo hombre haya sido realmente quebrantando ni la carne subyugada en la presencia de Dios. Si tal es el caso, seguramente habrá liviandad espiritual de una u otra forma. Se le concederá un amplísimo margen a la mundanalidad en sus diversas formas, y se le otorgará a la vieja naturaleza una libertad completamente incompatible con el cristianismo práctico.
Además de estas cosas, se hará manifiesta una muy deplorable falta de conciencia en los detalles prácticos de la vida cotidiana: deberes descuidados, trabajos mal hechos, compromisos no fielmente cumplidos, obligaciones sagradas tratadas con menosprecio, deudas contraídas, hábitos extravagantes tolerados. Todo este conjunto de cosas pueden ser catalogadas bajo la misma rúbrica: liviandad, y, por desgracia, son demasiado comunes entre los más destacados profesantes de lo que suele llamarse «la verdad evangélica».
Pues bien, deploramos profundamente todo esto, y quisiéramos que nuestra alma, así como la de cada uno de nuestros lectores cristianos, sea realmente ejercitada delante de Dios a este respecto. Tememos que tan a menudo no haya sino una profesión vacía entre nosotros. Tenemos una gran necesidad de seriedad, veracidad y realidad en nuestros caminos. No estamos suficientemente imbuidos del espíritu de un cristianismo auténtico, ni gobernados en todas las cosas por la Palabra de Dios. No estamos suficientemente atentos a ceñir nuestros lomos con el cinto de “la verdad” y a vestirnos con la “coraza de justicia” (Efesios 6:14).
De esta forma el alma puede caer, poco a poco, en un muy mal estado; la conciencia no responde, y la sensibilidad moral se embota. Uno ya no responde debidamente a las exigencias de la verdad. Se juega con el mal positivo. Se tolera la relajación moral. En lugar de tener en nosotros el poder del amor de Cristo que nos constriñe y nos conduce a diversas actividades de bondad, ni siquiera tenemos el poder del temor de Dios que nos refrena y nos guarda de las obras del mal.
Apelamos solemnemente a la conciencia de nuestros lectores respecto de estas cosas. El tiempo presente es muy solemne para los cristianos. Hay gran necesidad de una ferviente y profunda devoción a Cristo; pero ello no podrá existir de ninguna manera en tanto se ignoren las exigencias corrientes de la justicia práctica. Siempre debemos recordar que esta gracia que puede liberar eficazmente a un alma del legalismo es también la única salvaguardia que tenemos contra toda forma de liviandad. Habremos hecho muy poco, o nada, por un hombre si lo sacamos de un estado legal para terminar dejándolo en una condición de corazón ligera, poco exigente, descuidada e insensible. Sin embargo, hemos notado muchas veces en la vida de las almas este hecho penoso: cuando ellas fueron libradas de las tinieblas y de la esclavitud, se volvieron mucho menos delicadas y sensibles. La carne está siempre dispuesta a convertir la gracia de Dios en libertinaje (Judas 4), y, por lo tanto, debe ser subyugada. Es preciso que el poder de la cruz se aplique a todo lo que es de la carne. Necesitamos mezclar las “hierbas amargas” con nuestra fiesta pascual (Éxodo 12:8). En otras palabras, necesitamos tener esos profundos ejercicios espirituales que resultan de una verdadera identificación con el poder de “los padecimientos de Cristo”. Necesitamos meditar más profundamente en la muerte de Cristo: en su muerte como víctima bajo la mano de Dios y en su muerte como mártir bajo la mano del hombre.
Querido lector, este constituye a la vez el remedio tanto para el legalismo como para la liviandad. La cruz, en su doble aspecto, libera de las dos cosas. Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gálatas 1:4). Por la cruz, el creyente es tan completamente librado del presente siglo malo como perdonado de sus pecados. Él no es salvo para poder disfrutar del mundo, sino para romper definitivamente con él.
Pocas cosas son más peligrosas para el alma que la combinación de la verdad evangélica con la mundanalidad, la ociosidad carnal y la complacencia personal; la adopción de una determinada fraseología de la verdad sin que la conciencia esté verdaderamente en la presencia de Dios; una comprensión puramente intelectual de la posición en Cristo, sin una relación seria con el estado práctico: claridad doctrinal en cuanto al título de hijo de Dios, sin una concienzuda aplicación de la doctrina a la condición moral.
Confiamos en que nuestros lectores soportarán la palabra de exhortación (Hebreos 13:22). Consideramos que sería una falta de fidelidad de nuestra parte si nos abstuviéramos de expresarla. Es verdad que no es una tarea agradable llamar la atención sobre males prácticos; insistir en el solemne deber de juzgarse a sí mismo y hacer pesar sobre la conciencia las exigencias de la piedad práctica. Sería mucho más grato al corazón presentar la verdad abstracta, hacer hincapié en la libre gracia y lo que ella ha hecho por nosotros, desarrollar las glorias morales del inspirado Volumen; en una palabra, extenderse en los privilegios que son nuestros en Cristo.
Pero hay momentos en nuestra vida en los cuales el estado práctico real de las cosas entre los cristianos pesa excesivamente sobre el corazón y despierta el alma para hacer un llamado urgente a la conciencia respecto a las cuestiones de la marcha y la conducta; y creemos que dicho momento es el presente. El diablo está siempre activo y al acecho. El Señor ha arrojado mucha luz sobre su Palabra en los últimos años. El Evangelio ha sido presentado con una claridad y un poder particular. Miles de almas han sido libradas de un estado legalista; y ahora el enemigo procura entorpecer el testimonio conduciendo a las almas a una condición carnal, despreocupada y ligera, induciéndolas a descuidar el sano e indispensable ejercicio del juicio propio. Un profundo ejercicio por estas cosas fue lo que sugirió esta palabra de advertencia sobre el legalismo y la liviandad.
“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).