El pecado en la carne y el pecado sobre la conciencia
Es de suma importancia establecer una clara distinción entre el pecado en la carne y el pecado sobre la conciencia. Si confundimos estas dos cosas, nuestras almas se verán necesariamente perturbadas y nuestra adoración debilitada. Un examen atento de 1 Juan 1:8-10 arrojará mucha luz sobre este asunto, cuya comprensión es tan esencial.
Nadie será más consciente del pecado que mora en él que el hombre que anda en luz. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. En el versículo anterior leemos: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Aquí, la distinción entre el pecado en nosotros y el pecado sobre nosotros está bien marcada y establecida. Afirmar que hay pecado sobre el creyente, en la presencia de Dios, es poner en duda la eficacia purificadora de la sangre de Jesús y negar la verdad de la Palabra divina. Si la sangre de Jesucristo puede purificar por completo, entonces la conciencia del creyente está completamente purificada. Así es cómo la Palabra de Dios presenta la cuestión, y nosotros debemos recordar siempre que es de Dios mismo de quien tenemos que aprender cuál es, a sus ojos, la verdadera condición del creyente. Estamos más dispuestos a decir a Dios lo que somos en nosotros mismos que a dejarle decir lo que somos en Cristo. En otros términos, estamos más pendientes de lo que nuestra propia conciencia nos dice acerca de nosotros que de la revelación que Dios nos hace de sí mismo. Dios nos habla en virtud de lo que él es en sí mismo y de lo que ha cumplido en Cristo. Tal es la naturaleza y el carácter de esta revelación divina, que llena el alma de perfecta paz cuando la fe echa mano de ella. La revelación de Dios es una cosa y mis sentimientos acerca de mí mismo son otra muy distinta.
Pero la misma Palabra que nos dice que no tenemos pecado sobre nosotros, nos dice con la misma fuerza y claridad que tenemos pecado en nosotros. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Todo aquel en quien está “la verdad” sabrá que está también “el pecado” en él, porque la verdad revela cada cosa tal como es. ¿Qué debemos hacer, pues? Merced al poder de la nueva naturaleza tenemos el privilegio de poder andar de tal manera que “el pecado” que habita en nosotros no se manifieste en forma de “pecados”. La posición del cristiano es una posición de victoria y libertad. Está liberado no solo de la culpa por el pecado, sino aun del pecado como principio dominante en su vida. “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él (Cristo), para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado… No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias… Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:6-14). El pecado está allí con toda su maldad natural, pero el creyente está “muerto al pecado”. ¿Cómo? Está muerto en Cristo. Por naturaleza estaba muerto en el pecado; por gracia está muerto al pecado. ¿Qué derecho se puede tener sobre un hombre muerto? Ninguno. “Cristo al pecado murió una vez por todas” (v. 10) y el creyente está muerto en Él. “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (v. 8-10). ¿Qué resulta de esto para los creyentes? “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (v. 11). Tal es, ante Dios, la posición inalterable del creyente, de forma que tiene el alto privilegio de gozar de la liberación del pecado, como dominador de él, aunque el pecado more en él.
La confesión de los pecados
Pero “si alguno hubiere pecado” ¿qué tiene que hacer? A esta pregunta el inspirado apóstol da una respuesta de las más claras y benditas: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). La confesión es el medio por el cual la conciencia es libertada. El apóstol no dice: «Si pedimos perdón, Dios es bastante bueno y misericordioso para perdonarnos». Sin duda, es siempre algo feliz para un hijo susurrar al oído de su padre sus profundas necesidades: contarle sus flaquezas, confesarle su insensatez, sus defectos y sus faltas. Todo esto es verdad, y también es igualmente cierto que nuestro Padre está lleno de gracia y de misericordia para responder a toda debilidad e ignorancia de sus hijos, pero, aunque todo eso sea verdad, el Espíritu Santo declara, por boca del apóstol, que “Si confesamos… él es fiel y justo para perdonarnos”. La confesión es, pues, lo que Dios pide. Un cristiano que hubiera pecado en pensamiento, palabra u obra, podría orar durante días y meses pidiendo el perdón y, sin embargo, no tener la seguridad fundada sobre 1 Juan 1:9, de que está perfectamente perdonado; mientras que, desde el instante que confiesa sinceramente sus pecados ante Dios, no es más que un acto de fe saber que está perfectamente perdonado y purificado.
Diferencia entre pedir perdón y confesar los pecados
Hay una inmensa diferencia moral entre orar para pedir perdón y confesar nuestros pecados, así lo consideremos en relación con el carácter de Dios, con el sacrificio de Cristo o con el estado del alma. Es muy posible que la oración de un cristiano pueda contener, en el fondo, si no en la forma, la confesión de su pecado, cualquiera que sea, y entonces esto resulta lo mismo. Sin embargo, siempre vale más atenernos estrictamente a la Escritura en lo que pensamos, decimos y hacemos. Es evidente que, cuando el Espíritu Santo habla de confesión, no quiere decir oración. Y es igualmente evidente que él sabe bien que hay elementos espirituales en la confesión, y resultados prácticos de la misma que no pertenecen a la oración. De hecho, ocurre a menudo que el hábito de importunar a Dios para obtener el perdón de los pecados manifiesta la ignorancia en que se está, en cuanto al modo en que Dios se ha revelado en la Persona y en la obra de Cristo, en cuanto a la relación en la cual el sacrificio de Cristo ha colocado al creyente y en cuanto al divino medio de tener la conciencia aliviada de la carga y purificada de la mancha del pecado.
Dios quedó perfectamente satisfecho por la cruz de Cristo en cuanto a todos los pecados del creyente. En esta cruz fue ofrecida una completa expiación por la más insignificante traza de pecado en la naturaleza del creyente y sobre su conciencia. Por consiguiente, Dios no tiene necesidad de otra propiciación. No le hace falta nada más para sentir su corazón atraído hacia aquel que cree. No tenemos que suplicarle que sea “fiel y justo”, ya que su fidelidad y su justicia han sido tan gloriosamente manifestadas, reivindicadas y satisfechas en la muerte de Cristo. Nuestros pecados no pueden llegar nunca a la presencia de Dios, puesto que Cristo, quien los llevó y los quitó, está en lugar de ellos. Pero, si pecamos, nuestra conciencia lo sentirá; deberá sentirlo; sí, el Espíritu Santo nos lo hará sentir. Él no podría dejar sin juzgar ni el más ligero pensamiento nuestro. ¿Qué, pues? ¿Nuestro pecado se ha abierto un camino hasta la presencia de Dios? ¿Ha encontrado lugar en la pura luz del lugar santísimo? ¡No lo quiera Dios! Nuestro “Abogado” está allí –“Jesucristo el justo”– para mantener en toda su integridad las relaciones en que nos encontramos. Pero, aunque el pecado no pueda afectar los pensamientos de Dios con relación a nosotros, afecta nuestros pensamientos con relación a Dios. Aunque él no pueda llegar hasta su presencia, puede llegar hasta nosotros del modo más triste y humillante. Aunque él no pueda esconder al Abogado a los ojos de Dios, puede esconderlo a los nuestros. Se amontona, como un sombrío y espeso nubarrón, en nuestro horizonte espiritual, de manera que nuestras almas no pueden exponerse al bendito resplandor de la faz de nuestro Padre. No puede alterar nuestra relación con Dios, pero puede alterar muy seriamente el gozo que sentimos en ella. ¿Qué es, pues, lo que debemos hacer? La Palabra contesta: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Por la confesión se descarga nuestra conciencia; el dulce sentimiento de nuestra relación se restablece; la sombría nube se disipa; la helada y desecante influencia desaparece y nuestros pensamientos acerca de Dios se rectifican. Tal es el método divino, y podemos decir, con toda verdad, que el corazón que sabe lo que es estar colocado en actitud de confesión, sentirá tanto mejor la divina potestad de las palabras del apóstol: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1).
Además, hay un modo de orar para pedir perdón que demuestra que se pierde de vista el perfecto fundamento del perdón que nos ha sido otorgado en virtud del sacrificio de la cruz. Si bien Dios perdona los pecados, es preciso que sea “fiel y justo” al hacerlo. Pero es muy evidente que nuestras oraciones, por fervientes y sinceras que fuesen, no podrían formar la base de la fidelidad y justicia de Dios al perdonarnos nuestros pecados. Nada, salvo la obra de la cruz, podría hacerlo. Allí fue donde la fidelidad y la justicia de Dios fueron plenamente establecidas, y ello en relación inmediata con nuestros pecados positivos, como también con relación a la raíz del pecado en nuestra naturaleza. Dios ya juzgó nuestros pecados en la persona de nuestro Sustituto “sobre el madero” (1 Pedro 2:24), y en el acto de la confesión nos juzgamos a nosotros mismos. La confesión es esencial para gozar del sentimiento del perdón divino y de la restauración. El menor pecado que quedara sobre la conciencia sin confesar y sin juzgar, interrumpiría completamente nuestra comunión con Dios. El pecado en nosotros no tiene necesariamente este efecto; pero si permitimos al pecado que permanezca sobre nosotros, no podemos tener comunión con Dios. Él quitó nuestros pecados de tal manera que puede tenernos en su presencia; y en tanto permanecemos en su presencia, el pecado no nos turba. Pero si nos alejamos de Él y pecamos, aunque solo sea en pensamiento, nuestra comunión queda interrumpida indefectiblemente hasta que, por la confesión, nos hayamos desembarazado de nuestro pecado. Todo eso, apenas hay necesidad de decirlo, está enteramente fundado sobre el perfecto sacrificio y la justa intercesión de nuestro Señor Jesucristo.
El juicio de sí mismo
Finalmente, en cuanto a la diferencia que existe entre la oración y la confesión, respecto al estado del corazón ante Dios y al sentimiento moral que tiene de la odiosidad del pecado, digamos que esta diferencia no podría ser apreciada en demasía. Es mucho más fácil pedir, de manera general, el perdón de nuestros pecados que confesar estos pecados. La confesión implica el juicio de sí mismo; pedir perdón no implica siempre este juicio. Esto solo bastaría para demostrar la diferencia. El juicio de sí mismo es uno de los ejercicios más preciosos y saludables de la vida cristiana, y, por consiguiente, todo lo que tiende a provocarlo debe ser muy apreciado por todo cristiano serio.
La diferencia que hay entre pedir perdón y confesar el pecado se manifiesta sin cesar en nuestras relaciones con los niños. Si un niño ha hecho algún mal, hallará menos dificultad en pedir a su padre que lo perdone que en confesar su falta francamente y sin reservas. El niño puede pedir perdón y, sin embargo, dar cabida en su espíritu a muchas disculpas que tiendan a disminuir el sentimiento de su falta; piensa, tal vez secretamente, que, después de todo, no hay motivo para censurar de tal manera su conducta, aunque sea conveniente que pida perdón a su padre; en cambio, al confesar su falta, solo le queda enjuiciarse a sí mismo. Además, al pedir perdón, el niño puede estar influido principalmente por el deseo de escapar a las consecuencias del mal que ha hecho, mientras que los padres juiciosos procurarán producir una justa apreciación de aquel mal, la cual no puede existir sino ligada a la plena confesión de la falta, unida al examen de sí mismo.
Lo mismo sucede en cuanto a los caminos de Dios con sus hijos; cuando caen en alguna falta, quiere que todo pecado sea expuesto y juzgado ante él por el mismo que lo ha cometido; quiere que no solo temamos las consecuencias del pecado –que son inmensas– sino que odiemos al pecado mismo, porque es odioso a Sus ojos. Si, cuando cometemos el pecado, pudiéramos ser perdonados por el mero hecho de pedir perdón, nuestro sentimiento y nuestra aversión al pecado no serían, ni con mucho, tan intensos, y, a su vez, nuestra apreciación de la comunión que gozamos no sería tan alta. El efecto moral de todo esto sobre el estado general de nuestra constitución espiritual, así como sobre nuestra conducta y nuestra marcha práctica, debe ser evidente para todo cristiano experimentado.