Cristo en la barca
Un conocido proverbio inglés reza: «La extrema necesidad del hombre es la oportunidad de Dios». Nos gusta repetirlo, porque lo creemos. Sin embargo, cuando nos encontramos en una situación de extrema necesidad, a menudo estamos muy poco dispuestos a contar únicamente con la oportunidad de Dios. Una cosa es afirmar o escuchar una verdad, y muy otra realizar el poder de esta verdad. Una cosa es hablar del poder de Dios para guardarnos en la tempestad cuando navegamos sobre un mar calmo, y muy otra poner este mismo poder a prueba cuando realmente se desata la tempestad a nuestro alrededor. Y, sin embargo, Dios es siempre el mismo. Tanto en la tempestad como en la calma, en la enfermedad como en la salud, en las pruebas como en la prosperidad, en la pobreza como en la abundancia, es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”, la misma gran realidad en la cual la fe puede apoyarse y de la cual puede echar mano para beneficiarse en todo tiempo y circunstancia.
Lamentablemente, ¡somos incrédulos!, y esta incredulidad es la causa de nuestras flaquezas y caídas. Nos hallamos perplejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados; andamos buscando ansiosamente soluciones por todos lados cuando deberíamos mirar arriba para buscar la respuesta de lo alto; hacemos “señas a nuestros compañeros”, para que vengan a ayudarnos, en lugar de “poner los ojos en Jesús” (Lucas 5:7; Hebreos 12:2). Y, de este modo, sufrimos una gran pérdida y deshonramos al Señor en nuestros caminos. Pocas cosas habrá, sin duda, por las que debamos humillarnos más profundamente que por nuestra tendencia a no confiar en el Señor cuando surgen las dificultades y las pruebas; y seguramente afligimos el corazón de Jesús al no confiar en él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón que ama.
Veamos, por ejemplo, la escena entre José y sus hermanos en el capítulo 50 del Génesis: “Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban” (v. 15-17).
Una muy triste y pobre respuesta a cambio de todo el amor y de los cuidados que José había prodigado a sus hermanos. ¿Cómo podían suponer que aquel que los había perdonado tan libre y plenamente, y que había salvado sus vidas cuando estaban enteramente en sus manos, querría, después de tantos años de bondad, desatar contra ellos su ira y venganza? Fue ciertamente grave el error de parte de ellos, y no es de extrañar que José llorara mientras hablaban. ¿Cuál fue la respuesta a todos sus indignos temores y a sus terribles sospechas? ¡Un mar de lágrimas! ¡Tal es el amor! “Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (v. 19-21).
Así también ocurrió con los discípulos en la ocasión que constituye el tema de este artículo. Meditemos un poco el pasaje. “Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas. Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (Marcos 4:35-38).
Tenemos aquí una escena interesante a la vez que instructiva. A los pobres discípulos les toca vivir un momento de extremo peligro, una situación límite, sin esperanza y sin saber qué hacer. Una recia tempestad, la barca llena de agua, el Maestro dormido. Era realmente un momento de prueba y, ciertamente, si nos consideramos a nosotros mismos, seguramente no nos extrañará el miedo y la agitación de los discípulos. De haber estado en su lugar, sin duda habríamos reaccionado de la misma manera. Sin embargo, puesto que el relato ha sido escrito para nuestra enseñanza, debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que nos enseña.
Ahora bien, nada nos puede parecer más absurdo e irracional que la incredulidad si consideramos esa situación con serenidad. En la escena que nos ocupa, la incredulidad de los discípulos parece, ciertamente, absurda. En efecto, ¿qué podía ser más absurdo que suponer que la barca podía hundirse con el propio Hijo de Dios a bordo? Y, sin embargo, eso es lo que temían. Se dirá que precisamente en ese momento no pensaban que era el Hijo de Dios. A la verdad, pensaban en la tempestad, en las olas, en la barca que se llenaba de agua, y, juzgando a la manera de los hombres, parecía una situación desesperada. Un corazón incrédulo razona siempre así. Mira las circunstancias y deja a Dios de lado. La fe, en cambio, considera solo a Dios, y deja las circunstancias de lado.
¡Qué diferencia! La fe halla su gozo en los momentos de extremo peligro o de angustiosa necesidad, simplemente porque los tales son una oportunidad para Dios. La fe se complace en concentrarse en Dios, en encontrarse, por decir así, sobre ese terreno completamente libre de toda criatura, para permitir que Dios manifieste su gloria; y en que se multipliquen entonces las “vasijas vacías” para que Dios las llene (2 Reyes 4:3-6). Tal es la fe. Podemos afirmar con toda seguridad que ella habría permitido a los discípulos acostarse y dormir junto a su divino Maestro en medio de la tempestad. La incredulidad, por otro lado, los hizo sentir inquietos; no pudieron descansar, y perturbaron el sueño del Señor con sus incrédulas aprensiones cuando, cansado por un intenso y agobiador trabajo, había aprovechado la travesía para reposar unos instantes. Sabía lo que era el cansancio. Había descendido hasta todas nuestras circunstancias, de modo que pudo familiarizarse con todos nuestros sentimientos y debilidades, habiendo sido tentado en todo según nuestra semejanza, a excepción del pecado. Fue hallado como hombre en todo respecto y, como tal, dormía sobre un cabezal, sacudido por las olas del mar. El viento y las olas azotaban la barca, aun cuando el Creador se hallaba a bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.
¡Misterio profundo! El que hizo los mares y podía sostener los vientos en su mano todopoderosa, dormía allí, en la popa de la barca, y dejaba que el viento le tratase sin más miramientos que a un hombre cualquiera. Tal era la realidad de la naturaleza humana de nuestro bendito Señor. Estaba cansado, dormía, y era sacudido en medio de ese mar que sus manos habían hecho. Detente, lector, y medita sobre esta maravillosa escena. Considérala atentamente y reflexiona. No podemos explayarnos más en ella: solo admirarla y adorar.
Como ya lo hemos dicho, la incredulidad de los discípulos fue la que hizo salir a nuestro bendito Señor de su sueño. “Y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). ¡Qué pregunta! “¿No tienes cuidado?”. ¡Cuánto debió de herir el sensible corazón del Señor! ¿Podían pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? ¡Cuán completamente habían perdido de vista su amor –por no decir su poder– cuando se atrevieron a decirle estas palabras: “¿No tienes cuidado?”!
Y, sin embargo, querido lector, esta escena ¿no es un espejo que refleja nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en momentos de dificultad y prueba, nuestros corazones –si bien no lo expresan nuestros labios– generan esta pregunta: “¿No tienes cuidado?”. Quizá estemos en un lecho de enfermedad y dolor; sabemos que bastaría una sola palabra del Dios Todopoderoso para curar el mal y levantarnos; y, sin embrago, esta palabra no se dice. O quizá tengamos dificultades económicas; sabemos que “el oro y la plata, y los millares de animales en los collados” son de Dios, que incluso los tesoros del universo están en su mano; sin embargo, pasan los días y nuestras necesidades no son satisfechas. En una palabra, pasamos por aguas profundas de un modo u otro; la tempestad se desata, una ola tras otra golpea con ímpetu nuestra frágil embarcación, nos hallamos en el límite de nuestros recursos, no sabemos qué más hacer y nuestros corazones se sienten a menudo prestos a dirigir al Señor la terrible pregunta: “¿No tienes cuidado?”. Este pensamiento es profundamente humillante. La simple idea de entristecer el corazón lleno de amor de Jesús por nuestra incredulidad y desconfianza, debería llenarnos de profunda contrición.
Además, ¡qué absurda es la incredulidad! ¿Cómo Aquel que dio su vida por nosotros, que dejó su gloria y descendió a este mundo de pena y miseria, donde sufrió una muerte ignominiosa para librarnos de la ira eterna, podría alguna vez no tener cuidado de nosotros? Y, sin embargo, estamos dispuestos a dudar, o bien nos volvemos impacientes cuando nuestra fe es puesta a prueba, olvidando que esa misma prueba que nos hace estremecer y que quisiéramos evitar, es “mucho más preciosa que el oro, el cual perece”, mientras que la fe es una realidad imperecedera. Cuanto más se prueba la fe verdadera, tanto más resplandece; y por eso la prueba, cuanto más dura sea, tanto más redundará seguramente en alabanza, gloria y honra de Aquel que no solo implantó la fe en el corazón, sino que también la hace pasar por el crisol de la prueba, velando atentamente sobre ella durante todo ese tiempo.
Pero los pobres discípulos desfallecieron a la hora de la prueba. Les faltó confianza; despertaron al Maestro de su sueño con esta indigna pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?”. ¡Ay, qué criaturas somos! Estamos dispuestos a olvidar diez mil bondades ante la aparición de una sola dificultad. David dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1 Samuel 27:1). Y ¿qué ocurrió al final? Saúl cayó en la montaña de Guilboa y David ocupó el trono de Israel. Elías huyó para salvar su vida ante la amenaza de Jezabel; ¿y cómo terminó todo? Jezabel fue arrojada por la ventana de su aposento y los perros lamieron su sangre, mientras que Elías ascendió al cielo en un carro de fuego (véase 1 Reyes 19:1-4; 2 Reyes 9:30-37; 2:11). Lo mismo ocurrió con los discípulos: pensaban que estarían perdidos, aun cuando tenían al Hijo de Dios a bordo; ¿y qué pasó al final? La tempestad fue reducida al silencio, y el mar se allanó como un espejo al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia. “Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39).
¡Qué combinación de gracia y majestad tenemos aquí! En vez de reprochar a sus discípulos por haber interrumpido su descanso, reprende a los elementos que los habían aterrorizado. Así fue como respondió a su pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?”. ¡Bendito Maestro! ¿Quién no confiaría en ti? ¿Quién no te adoraría por tu paciente gracia, y por tu amor infatigable que no reprocha jamás?
Vemos una perfecta belleza en la manera en que nuestro bendito Señor se levanta, sin ningún esfuerzo, del descanso de su perfecta humanidad para entrar en la actividad de su Deidad. Como hombre, cansado de su trabajo, dormía sobre un cabezal; como Dios, se levanta y, con su voz omnipotente, acalla el viento impetuoso y calma el mar.
Tal era Jesús –verdadero Dios y verdadero hombre–, y tal es hoy, siempre dispuesto a responder a las necesidades de los suyos, a hacer callar sus ansiedades y a alejar sus temores. ¡Ojalá que confiemos aún más en él! Tenemos muy poca idea de cuánto perdemos al no apoyarnos aún más en los brazos de Jesús día a día. Nos aterrorizamos con demasiada facilidad. Cada ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y nos deprime. En vez de permanecer tranquilos y en reposo al lado de nuestro Señor, nos dejamos sobrecoger por el terror y la perplejidad. En vez de servirnos de la tempestad como una ocasión para confiar en él, hacemos de ella una ocasión para dudar de él. Tan pronto como se hace presente la menor dificultad, pensamos en seguida que vamos a sucumbir, pese a que él nos asegura que los cabellos de nuestra cabeza “están todos contados”. Bien podría decirnos, como a sus discípulos: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40). Parecería, en efecto, que por momentos no tuviésemos fe. Pero ¡oh, qué tierno amor el suyo! Él está siempre cerca de nosotros para socorrernos y protegernos, aun cuando nuestros incrédulos corazones sean tan propensos a dudar de su Palabra. Él no actúa para con nosotros conforme a los pobres pensamientos que tenemos acerca de Él, sino según su perfecto amor hacia nosotros. En este amor nuestras almas hallan el apoyo para ser reconfortadas al atravesar el agitado mar de la vida, en camino hacia nuestro reposo eterno. Cristo está en la barca. ¡Que esto siempre nos baste! Descansemos con calma en él. ¡Ojalá que, en el fondo de nuestros corazones, siempre pueda haber esta calma profunda que proviene de una verdadera confianza en Jesús! Entonces, aunque la tempestad ruja y las olas se encrespen hasta lo sumo, no nos veremos obligados a decir: “¿No tienes cuidado que perecemos?”. ¿Podemos acaso perecer con el Maestro a bordo? ¿Podemos pensar así alguna vez, si tenemos a Cristo en nuestros corazones? Quiera el Espíritu Santo enseñarnos a servirnos más plena, libre y ardientemente de Cristo. Tenemos realmente necesidad de esto ahora mismo, y lo necesitamos cada vez más. Es menester que nuestra fe eche mano de Cristo mismo y que solo en él nuestro corazón halle pleno gozo. ¡Que esto sea para su gloria y para nuestra paz y gozo permanentes!
Podemos señalar todavía, para terminar, cómo afectó a los discípulos la escena que acabamos de ver. En vez de manifestar la calma adoración que es el resultado de la respuesta a la fe, mostraron el asombro de aquellos cuyos temores fueron objeto de reproche. “Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41). Seguramente, tendrían que haberlo conocido mejor. Sí, querido lector, y nosotros también.