El trono y el altar
Cuando leemos este pasaje tan sublime de las Escrituras, notamos dos objetos sobresalientes, a saber: el trono y el altar; y percibimos, además, la acción producida por estos dos objetos en el alma del profeta. Toda la escena está llena de interés e instrucción. ¡Ojalá que podamos contemplarla y comprenderla debidamente!
“En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo” (v. 1). ¡Qué visión tan solemne e imponente! Para un pecador, es siempre un asunto serio hallarse ante el trono de Dios con la conciencia agobiada por el peso de las exigencias no satisfechas de ese trono. Isaías experimentó esto. La luz del trono le manifestaba su verdadera condición. Ahora bien, ¿qué era esta luz? Era la gloria moral de Cristo, como lo leemos en el evangelio de Juan: “Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él” (Juan 12:41). Cristo es el modelo perfecto con el que todos deben compararse. Poco importa lo que los demás piensen de mí o la opinión que yo tenga de mí mismo. La gran cuestión es esta: ¿Qué soy, si soy visto en la presencia de Cristo? La ley puede decirme lo que debería ser; mi conciencia puede decirme que no soy lo que debiera ser, pero solo puedo formarme una idea justa de lo que soy, cuando la luz radiante de la gloria de Cristo me rodea con su resplandor. Es entonces cuando los pliegues secretos de mi corazón son descubiertos, los móviles secretos de mis acciones son revelados y la verdadera condición de mi alma es puesta al desnudo.
Pero puede que el lector esté dispuesto a preguntarme: ¿Qué entiende usted por la gloria moral de Cristo? Es la luz que de él resplandecía en todos sus caminos durante su paso por este oscuro mundo. Era esta luz la que sondeaba lo más profundo del hombre, la que revelaba lo que era, la que ponía de manifiesto todo lo que estaba en él. Era imposible que alguien escapara de la acción de esta luz. Era como un reflejo de la pureza divina, ante la cual los serafines solo podían exclamar: “¡Santo, santo, santo!” (v. 3).
¿Hemos de asombrarnos, pues, de que Isaías exclame “¡Ay de mí! que soy muerto” cuando se ve en la luz de esta gloria? (v. 5). No, era el clamor natural de un corazón que había sido penetrado hasta el fondo por una luz que manifiesta plenamente todas las cosas. No hay razón para creer que Isaías era peor que sus semejantes en ningún aspecto. No se nos dice que la suma de sus pecados excedía la de los millares de hombres que vivían alrededor de él. A juzgar por las apariencias humanas, él puede haber sido como los demás. Pero, querido lector, solo le pido que recuerde dónde se encontraba el profeta cuando exclamó: “¡Ay de mí!”. No estaba entonces al pie del monte ardiente, donde “el ministerio de muerte… y de condenación” (2 Corintios 3:7, 9) había sido dado en medio de truenos y relámpagos, de oscuridad, tinieblas y tempestad; donde el mismo Moisés tuvo que decir: “Estoy espantado y temblando” (Hebreos 12:21). Pero nuestro profeta estaba en presencia de la gloria de Cristo, el Señor Dios de Israel, cuando se vio “inmundo” y “muerto”. Tal era su estado cuando se vio en esta luz que manifiesta a los hombres y las cosas precisamente como son.
“Soy muerto”. No dice: «¡Ay de mí! porque no soy lo que debería ser». No, veía más lejos que esto. Se veía manifestado en el poder de una luz que llega hasta los abismos más profundos del alma y descubre “los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12). Jamás Isaías se había visto antes en tal luz, jamás se había medido por tal regla, ni pesado en una balanza semejante. Se veía ahora en presencia del trono de Jehová, sin capacidad alguna de responder a las exigencias de ese trono. Él mismo veía a Jehová “sentado sobre un trono alto y sublime”, y a sí mismo –pecador arruinado, culpable y sin recursos–, a una distancia inmensa de este trono y de la bendita Persona que estaba sentada en él. Oyó el clamor de los serafines: “¡Santo, santo, santo!”, y la única respuesta que pudo salir del fondo de su corazón quebrantado fue: «¡Inmundo, inmundo, inmundo!». Descubrió un abismo de inmundicia y culpabilidad que lo separaba de Jehová y que le era absolutamente imposible atravesar.
Esto es lo que experimentó en ese momento solemne, cuando este grito se escapó de su alma verdaderamente convencida de pecado y perdición: “¡Ay de mí!”. Estaba totalmente absorto en un solo pensamiento: su completa ruina. Sentía que era un hombre perdido. No pensaba en compararse con otros ni en buscar alrededor de él a un pecador peor que él. ¡Oh, no!, un alma convencida de pecado por Dios, jamás piensa en tales cosas. Hay entonces un solo pensamiento que domina todos los demás, y este pensamiento puede ser formulado en estas palabras: “Soy muerto”, o “Soy perdido”.
Y observemos con cuidado que el profeta no se ocupa de lo que hizo o de lo que dejó sin hacer, cuando se hallaba bajo la luz del trono que le dio la convicción de su pecado. No, aquí, para su alma, no se trata solamente del mal que cometió y del bien que no hizo. Hay mucho más que esto. En una palabra, lo que lo preocupaba era su estado y no sus actos. Dice: “Soy”. Pero ¿qué? ¿Defectuoso en muchas cosas? ¿Muy negligente en el cumplimiento de mis deberes? ¿Deplorablemente alejado de lo que debería ser? No. Estas y otras confesiones similares, jamás podrán expresar en plenitud la experiencia de un corazón que ha sido esclarecido por los brillantes rayos del trono de Jehová. Es muy cierto –como reza en el Libro de Oración de la Iglesia de Inglaterra– que «Hemos dejado de hacer lo que debíamos haber hecho; y hemos hecho lo que no debíamos hacer». Pero todo esto es solo el resultado de una naturaleza radicalmente corrompida, y cuando la luz de lo alto nos ilumina, nos conduce siempre hasta la raíz. No solo de hoja en hoja y de rama en rama, sino que, descendiendo por el tronco, pondrá al descubierto las raíces ocultas y las más pequeñas fibras de esta naturaleza que heredamos por nacimiento de nuestros primeros padres, y nos hará ver que estamos irremediablemente perdidos. Entonces nos vemos forzados a exclamar: “¡Ay de mí!”. No tanto porque mi conducta fue defectuosa, sino porque mi naturaleza es profundamente corrompida.
Así estaba Isaías de pie ante el trono de Jehová. ¡Oh, qué lugar para un pecador! Allí no hay excusas que presentar, ni circunstancias atenuantes ni cláusulas limitantes; allí no es cuestión de echar la culpa a los hombres o a las cosas. En ese lugar solo se ve un solo objeto, en su culpabilidad, miseria y ruina, y este objeto, es el yo; y en cuanto a su historia es bastante fácil de contar; porque se resume en esta palabra tan solemne e importante: “muerto”. Sí, el yo está perdido, muerto. Es todo lo que se puede decir. Haga todo lo que quiera con él, llegará siempre al mismo resultado, a saber: que el yo está perdido sin esperanza; y cuanto antes esté plenamente persuadido de esta verdad, tanto mejor será. Muchas personas necesitan mucho tiempo para aprender esta verdad fundamental. Jamás se encontraron, por decirlo así, en la plena luz del trono, y, por consiguiente, jamás han sido llevadas a exclamar, con suficiente intensidad y fuerza, desde lo profundo de su corazón: “Soy muerto”. Es la gloria que resplandece del trono la que arranca este grito de las profundidades del alma.
Todos aquellos que se hallaron ante este trono, expresaron la misma confesión, y ocurre siempre que en la medida que se experimenten los efectos de la luz del trono, también sentiremos los de la gracia del altar. Estas dos cosas son inseparables. En este día de gracia el trono y el altar están unidos. Pero en el día del juicio, “el gran trono blanco” se verá sin altar. Entonces no habrá ninguna gracia; se verá entonces solo el castigo sin perdón, la ruina sin remedio; en cuanto al resultado, será la perdición eterna. ¡Espantosa realidad! Lector, cuídese de tener que presentarse ante el trono resplandeciente de luz, sin tener más a su alcance las gracias del altar.
El altar
Esto nos conduce naturalmente a la segunda imagen del interesante cuadro que tenemos ante nosotros, esto es, el altar. En el mismo momento en que Isaías expresó su profunda convicción en cuanto al estado de su alma, fue introducido en los divinos misterios del altar de Dios: “Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (v. 6-7).
Aquí, pues, tenemos las riquezas infinitas del altar de Jehová que, recordémoslo bien, se nos presenta en relación inmediata con el trono de Jehová. Estas dos cosas están íntimamente unidas en la historia y en la experiencia de toda alma convencida y convertida. El pecado puesto en evidencia por el trono, es quitado por el altar. Si, a la luz del trono, vemos al hombre pecador, culpable, perdido, a la luz del altar vemos a un Cristo pleno, precioso y perfecto, plenamente suficiente para todas nuestras necesidades. El remedio está en relación con la ruina en toda su extensión, y la luz que revela uno, también lo revela el otro. He aquí lo que da un reposo asegurado a la conciencia.
Dios mismo preparó el remedio para todo el mal que la luz de su trono reveló: “He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa y limpio tu pecado” (v. 7). Isaías fue puesto en contacto personal con el sacrificio, y el resultado inmediato fue la remisión perfecta de todas sus iniquidades, la purificación perfecta de todos sus pecados. Todas sus manchas fueron quitadas, hasta la última. Podía ahora estar en la luz de este trono que acababa de exponer y de poner en evidencia su mancha, y, sin duda, podía ver, a través de esta misma luz, que no le quedó ningún rastro de mancha. La misma luz que había manifestado su pecado, manifestó también la eficacia purificante de la sangre.
Tal es, pues, el bello y precioso lazo que une el trono y el altar, lazo que encontramos sin cesar en las páginas inspiradas de las Escrituras, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, o de un extremo a otro de la historia de los redimidos de Dios, desde Adán hasta nuestros días. Todos los que fueron realmente llevados a Jesús, se vieron convencidos de pecado a la luz del trono y recibieron la paz en virtud del altar. Todos fueron hechos capaces de sentir su miseria y de exclamar “Soy muerto”, y todos fueron puestos en contacto inmediato con el sacrificio, y purificados de sus pecados.
La obra de Dios es perfecta. Convence perfectamente y también purifica perfectamente. Ninguna parte de la obra podría ser superficial cuando es él quien la hace. La convicción de pecado penetra como una flecha hasta lo más profundo del alma, pero para ser seguida de la divina aplicación de esa sangre que no deja ninguna mancha en la conciencia; y cuanto más somos penetrados por esta flecha, más bendita y profundamente experimentamos la eficacia de la sangre. Es bueno ser sondeado primero hasta el fondo; es bueno que todos los pliegues secretos del corazón sean expuestos a la acción escrutadora del trono; porque entonces podemos apropiarnos con tanta más seguridad de esta sangre preciosa que habla de paz a todo corazón que cree.
Lector, ¿observa el carácter particular de la obra divina en el caso del profeta? Todos sabemos cuánto el resultado de una cosa depende de la manera en que se haga. Una persona puede hacerme un favor, pero puede hacerlo de una manera tal que le quite todo mérito. Ahora bien, en la escena que consideramos, vemos un insigne favor conferido, pero conferido de una manera tal que nos revela todo el secreto del corazón de Dios. El remedio divino no solo fue aplicado al estado de ruina en que se veía Isaías, sino que fue aplicado de tal manera que pudo saber con plena certeza que todo el corazón de Dios estaba en la aplicación. “Y voló hacia mí uno de los serafines” (v. 6). La rapidez del movimiento ya habla por sí solo: indica el deseo ardiente de Dios de tranquilizar la conciencia despertada, de vendar la herida del corazón quebrantado, de curar el alma herida. La energía del amor divino apresura el vuelo del serafín cuando deja el trono de Jehová para acercarse al pecador que se reconoce “perdido”.
¡Qué cuadro! Uno de estos mismos serafines que, con el rostro cubierto, estaba por encima del trono de Jehová, clamando: “Santo, santo, santo”, vuela del trono al altar, y del altar al pobre pecador manchado, para derramar en su alma el bálsamo eficaz del divino sacrificio. Tan pronto como la flecha que salió del trono traspasó el corazón, el serafín “voló” desde el altar para sanar la herida. Tan pronto como el trono derramó un raudal de luz viva para mostrarle al profeta la magnitud de sus pecados, un torrente de amor descendió del altar sobre esta alma convencida para borrar de ella hasta el último vestigio de culpabilidad. Tal es el modo en que Dios ama a los pecadores. ¿Quién no pondría su confianza en él?
Querido lector, quienquiera que sea, con el más ferviente deseo por el bienestar de su alma inmortal, permítame preguntarle: ¿Ha experimentado usted la influencia del trono y del altar? ¿Se ha apartado de toda esa falsa luz que el enemigo de su alma hace relucir alrededor de usted, para impedir que tenga una visión clara de su verdadero estado de pecado y ruina total? ¿Ha estado alguna vez allí donde se halló Isaías cuando exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto”? ¿Nunca ha hecho, de todo corazón, esta confesión: “pequé” (Job 33:27)? Si lo hizo, tiene el privilegio de entrar a partir de este momento en el pleno goce de todo lo que Cristo cumplió para usted en la cruz. No necesita visiones. No es necesario que vea un trono, un altar, un mensajero alado. Tiene la Palabra de Dios que le asegura que “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). La misma Palabra le asegura también que “en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:39). Y esa Palabra ¿no vale más que todas las visiones posibles? Isaías creyó a la palabra del ángel cuando le dijo que había sido “quitada su culpa, y limpio su pecado”. Y usted ¿no creerá que Jesús murió por usted, cuando la palabra de Dios se lo dice?
Puede que usted diga: «¿Cómo puedo saber que Jesús murió por mí?». A lo que respondo: «Simplemente por la Palabra de Dios». No hay otra forma de saberlo: solo por ella sabemos todo lo concerniente a Dios y a nuestras almas. Usted replicará: «No veo mi nombre en la Palabra de Dios». No, y aun cuando su nombre se encontrara allí, no estaría satisfecho en absoluto todavía, ya que centenares de personas pueden llevar el mismo nombre. Pero usted ve en ella su estado, su carácter, su condición. Ve como su fotografía, trazada con divina precisión sobre la página inspirada, por la acción de esa luz suprema que pone en evidencia todas las cosas (véase Efesios 5:13).
¿Se reconoce como un pecador perdido? En este caso, la muerte de Cristo se aplica a usted tan ciertamente como el “carbón encendido” se aplicó a los labios de Isaías cuando el serafín le dijo: “Esto tocó tus labios” (Isaías 6:6-7). “Y al que dijere: Pequé”, ¿qué le dice la Palabra? ¿Qué sufrirá el castigo eterno? No, sino que Él “redimirá su alma para que no pase al sepulcro” (Job 33:27-28; compárese Lucas 19:10; 1 Timoteo 1:15). Desde el momento que usted toma su verdadero lugar, y exclama: ¡Soy pecador! –“¡Ay de mí! que soy muerto”– ¡Estoy perdido!, todo lo que Cristo hizo, y todo lo que él es, se vuelve suyo, suyo desde ahora y para siempre.
Usted no tiene que hacer ningún esfuerzo para mejorar su estado. Cualesquiera que fuesen esos esfuerzos, ellos nunca podrían hacer de usted otra cosa que un hombre muerto, perdido. El menor esfuerzo por lograr una mejora probaría solamente que usted todavía no ha comprendido en absoluto qué tan incurablemente malo es. Está perdido, y como tal, no tiene otra cosa que hacer que permanecer tranquilo y ver la salvación de Dios (véase Éxodo 14:13), salvación cuyo fundamento quedó establecido mediante la cruz de Cristo; salvación que el Espíritu Santo revela sobre la base de la autoridad de esa Palabra que está establecida para siempre en los cielos, y que Dios engrandeció aun sobre su nombre (Salmo 138:2). ¡Que este Espíritu le haga, desde este momento, poner toda su confianza en el nombre de Jesús, de modo que, antes de llegar al final de estas páginas, sepa que “su culpa es quitada, y limpio su pecado”! Podrá entonces seguir y comprender algunas palabras que añadiré para concluir, con las que procuraré desarrollar el resultado práctico de las verdades que ocuparon nuestra atención.
El resultado es la consagración de un corazón entero al servicio de Dios
Vimos la completa ruina del pecador, y su cura completa en Cristo. Observemos ahora el resultado, tal como se muestra en la consagración de un corazón entero al servicio de Dios. Isaías no tuvo que hacer nada para obtener la salvación, pero sí tuvo mucho que hacer para su Salvador; nada para la purificación de sus pecados, pero mucho para el que lo había purificado de ellos. Ahora está dispuesto a actuar para Dios, y da la prueba irrecusable cuando, al oír que Dios requería un mensajero, exclama: “Heme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:8).
Esto pone a las obras en el lugar que deben ocupar. El orden se encuentra establecido con admirable perfección. Nadie puede realizar buenas obras a menos que haya experimentado, en cierta medida, la influencia del “trono” y del “altar”. La luz del trono debe hacerle ver su condición moral; los recursos que presenta el altar deben hacerle saber lo que es Cristo, antes de que pueda decir: “Heme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:8). Esta es una verdad formal, constante, establecida claramente en cada parte de las Escrituras, e ilustrada en la biografía de los santos de Dios y de los siervos de Jesucristo en todas las épocas, en todos los lugares, en todas las circunstancias. Todos fueron conducidos a ver su ruina moral a la luz del trono; a ver el remedio para esa ruina en las provisiones del altar, antes de poder manifestar el resultado por una vida de devoción práctica. ¡Todo esto proviene de Dios el Padre, por medio del Hijo, por la eficacia del Espíritu Santo, a quien sea toda gloria por los siglos de los siglos! ¡Amén, y Amén!