Juan el Bautista: solo «una voz» - Como responder preguntas
Últimamente he tenido gran interés en considerar la excelente manera en que Juan el Bautista respondió las diversas preguntas que le formularon, pues no solo había preguntas en su tiempo, sino que también las hay hoy día.
A lo que me refiero especialmente ahora lo encontramos en los capítulos 1 y 3 del evangelio de Juan.
La primera pregunta que se le formuló a este querido y honrado siervo de Cristo se refería a su propia persona, por lo que su respuesta fue más que breve. “Este es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para que le preguntasen: ¿Tú, quién eres?” (Juan 1:19).
Siempre resulta inoportuno a cualquier persona de buen sentido que se le pida hablar de ella misma. No dudo de que Juan lo tomara así. En seguida les dijo que él no era el Mesías ni Elías. Que ni siquiera era el profeta. Pero ellos demandaban una respuesta certera. “Le dijeron: ¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?” (v. 22). Poco, por cierto, tenía Juan que hablar de sí mismo. El «yo» tenía muy poco lugar en los pensamientos de Juan. «Una voz», era todo lo que tenía que decir. El Espíritu en el profeta había hablado; Juan cita las palabras, y allí se detuvo. ¡Bendito siervo! ¡Fiel testigo! ¡Ojalá tengamos más de tu excelente espíritu; más de tu forma de responder a las preguntas!
Pero estos fariseos no quedaron satisfechos. Un Juan que ocultaba su «yo», despojado de sí mismo, era algo que estaba totalmente fuera del alcance de ellos. “Y le preguntaron, y le dijeron: ¿Por qué, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?” (v. 25).
Aquí nuevamente Juan el Bautista reduce su respuesta a su forma más breve y sencilla: “Juan les respondió diciendo: Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado” (v. 26-27).
Así pues, en cuanto a sí mismo, era solo «una voz». Y en cuanto a su obra, bautizaba con agua, y solo aceptaba gustoso retirarse detrás de Aquel de quien no se sentía digno de desatar la correa del calzado.
Esto es exquisitamente bello. Y seguramente este hermoso espíritu que mostró este ilustre siervo de Cristo debe ser grandemente deseable por todos nosotros. Anhelo conocer más de esa disposición de ocultar el yo, de olvidarse de uno mismo y de sus obras; de ese espíritu retraído. Es verdaderamente muy necesario en este tiempo de jactancia y pretensiones egoístas.
Pero volvámonos un momento al capítulo 3 de Juan. Aquí el tema es otro. No se trata ahora de su persona ni de su obra, sino de purificación. “Entonces hubo discusión entre los discípulos de Juan y los judíos acerca de la purificación. Y vinieron a Juan y le dijeron: Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él” (Juan 3:25-26).
Si bien esto fue un error, pues “Jesús no bautizaba, sino sus discípulos” (Juan 4:2), la cuestión aquí es otra. Lo que me sorprende es la forma en que Juan resuelve todas las cuestiones, buenas o malas. Halla una perfecta solución para todo en la presencia de su Señor. “Respondió Juan y dijo: No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (Juan 3:27).
¡Que verdad tan simple y evidente! ¡Que manera de zanjar plenamente cada cuestión! Si un hombre tiene algo, ¿de dónde viene? ¿De dónde podría venir? Solamente del cielo. ¡Qué perfecto remedio para las contiendas, la envidia, los celos, la emulación! “Toda buena dádiva y todo don perfecto de arriba es, descendiendo del Padre de las luces” (Santiago 1:17, V. M.). ¡Qué relato de la tierra y del hombre! ¡Qué testimonio da del cielo y de Dios! No hay nada bueno en la tierra que no venga de Dios. Ninguna pizca de bien puede haber en el hombre que no provenga de Dios. ¿Por qué, pues, habrá alguien de jactarse, ser envidioso o celoso? Si toda bondad viene de lo alto, entonces que se ponga fin a toda contienda, y todo corazón se eleve en alabanza al “Padre de las luces”.
Así respondió Juan el Bautista a las preguntas de su tiempo. Hizo saber a todos los que preguntaban que sus preguntas tenían poco interés para él. Más aún, les hizo saber dónde estaba su verdadero interés. Este bendito siervo halló todos sus recursos en el Cordero de Dios, en Su preciosa obra, en su gloriosa Persona. La voz del Esposo le era suficiente y, con oírla, su gozo estaba cumplido. La cuestión de la purificación podía ser bastante interesante en su lugar y, como todas las demás cuestiones, tenía su lado recto y su lado incorrecto; pero para Juan era suficiente la voz del Esposo. En Su presencia, Juan hallaba una respuesta divina a cada pregunta; una solución divina a cada dificultad. Miraba al cielo, y veía toda cosa buena que venía de allí. Miraba el rostro del Esposo, y veía toda la gloria moral centrada allí. Esto le bastaba. ¿Por qué molestarlo con todo tipo de preguntas acerca de sí mismo y de su obra, o acerca de la purificación? Él vivía mucho más allá de la región de las preguntas: en la bendita presencia de su Señor, y en ella hallaba todo lo que su corazón podía necesitar.
Ahora bien, me parece que haríamos bien en seguir el ejemplo de Juan a este respecto. No hace falta recordar que en nuestros días hay preguntas que inquietan las mentes de los hombres; y a algunos de nosotros se nos acusa de no expresarnos de forma más categórica al menos sobre algunas de estas cuestiones. Por mi parte creo que el diablo está haciendo todos los esfuerzos posibles para alejar nuestros corazones de Cristo y a unos de otros por estas cuestiones. No debiéramos “ignorar sus maquinaciones” (2 Corintios 2:11). Él no viene abiertamente y dice: «Yo soy el diablo, y quiero dividirlos y esparcirlos con estas cuestiones». Pero es precisamente lo que trata de hacer. No importa si la cuestión en sí es correcta o incorrecta; el diablo puede servirse de una cuestión correcta tan efectivamente como de una incorrecta, con tal que logre dar a esa cuestión una importancia indebida, y hacer que se interponga entre nuestras almas y Cristo, y entre nosotros y nuestros hermanos. Puedo entender una diferencia de opinión sobre diversas cuestiones menores. Los cristianos han tenido estas diferencias durante muchos siglos, y las seguirán teniendo hasta el fin de los tiempos. Ello se debe a la debilidad humana. Pero cuando se permite que una cuestión asuma una importancia indebida, deja de ser simple debilidad humana y se convierte en una estratagema de Satanás. Yo puedo tener una opinión muy decidida sobre algún determinado punto, y usted también. Pero mi anhelo ahora es poner completamente de lado todas las cuestiones, y regocijarnos juntos oyendo la voz del Esposo; marchar juntos en la luz de su bendita faz. Esto confundirá al enemigo. Nos librará eficazmente del prejuicio y la parcialidad, de los grupos y círculos exclusivistas. Entonces nos mediremos unos a otros, no por nuestros puntos de vista ni por alguna cuestión particular, sino por nuestra apreciación de la persona de Cristo y nuestra devoción a su causa.
En una palabra, mi querido y apreciado hermano, mi anhelo es que tanto usted como yo, y todos nuestros amados hermanos de todo el mundo, estén caracterizados por una ferviente y completa devoción al nombre, la verdad y la causa de Cristo. Anhelo cultivar una amplia simpatía que pueda incluir a todo aquel que ama a Cristo, aun cuando no veamos todas las cuestiones secundarias desde el mismo punto de vista. En el mejor de los casos conocemos “en parte” (1 Corintios 13:9); y no podemos esperar que la gente esté de acuerdo con nosotros acerca de cuestiones. Pero si Cristo fuese el objeto que absorbe toda nuestra visión, todas las demás cosas ocuparían su justo lugar, asumirían su valor relativo y alcanzarían su verdadera magnitud. “Así que, todos los que somos perfectos [los que tienen a Cristo como su único objeto], esto mismo sintamos; y si otra cosa [o diferentemente, heteros] sentís, esto también os lo revelará Dios. Pero en aquello a que hemos llegado, sigamos una misma regla [Cristo], sintamos una misma cosa [Cristo]” (Filipenses 3:15-16). Si alguna otra cosa que no sea Cristo se introduce como regla por la cual se debe andar, ello es simplemente obra del diablo. Estoy tan seguro de esto como de que tengo esta pluma en la mano.
¡Quiera el Señor guardarnos cerca de él, y que andemos juntos, no en sectarismo, sino en verdadero amor fraternal, buscando la bendición y prosperidad de todos los que pertenecen a Cristo y promueven de toda forma posible Su bendita causa, hasta que venga!