Paz
En el pasaje que figura en el encabezamiento de este artículo hallamos la palabra “paz” en dos sentidos: primero, aplicado a la vida interior del discípulo cristiano, y, en segundo lugar, a su vida exterior. “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado” (Juan 20:19-21).
Aquí la paz se aplica a la vida interior. Todo estaba terminado. La batalla había sido librada y la victoria obtenida. El Vencedor estaba en medio de ellos –el verdadero David con la cabeza del filisteo en la mano–. Todo motivo de ansiedad fue excluido para siempre. Se hizo la paz, y se estableció sobre un fundamento que jamás podrá ser removido. Era absolutamente imposible que un poder de la tierra o del infierno pudiese alguna vez tocar el fundamento de aquella paz que un Salvador resucitado estaba ahora soplando en las almas de sus discípulos reunidos. Hizo la paz mediante la sangre de su cruz (Colosenses 1:20). Enfrentó a todos sus enemigos. Enfrentó a las huestes unidas del infierno, haciendo de ellas un espectáculo público (cap. 2:15). Toda la corriente de la justa ira de Jehová contra el pecado lo arrolló. Privó de su aguijón a la muerte y triunfó sobre el sepulcro. En una palabra, el triunfo fue gloriosamente completo; y el bendito Vencedor en seguida se presentó ante los ojos y los corazones de sus amados, haciendo sonar en sus oídos la preciosa palabra “paz”.
Notemos luego la significativa acción: “Les mostró las manos y el costado”. Los pone en inmediato contacto con él mismo. Revela Su Persona a sus almas, y les muestra las inequívocas señales de su cruz y pasión, las señales maravillosas de una expiación cumplida. Es un Salvador resucitado, que lleva en su cuerpo las marcas de aquella muerte por la que tuvo que pasar por los suyos.
Este es el verdadero secreto de la paz. Es mucho más que saber que nuestros pecados son perdonados y que somos justificados de todas las cosas, por bendito que sea todo esto. Es tener ante nuestras almas, ante los ojos de nuestra fe, a la Persona de un Cristo resucitado, y recibir de sus propios labios el dulce mensaje de “paz”. Es tener en nuestros corazones ese santo sentido de liberación como resultado de tener a la Persona del Libertador claramente presentada a nuestra fe. No es simplemente saber que hemos sido perdonados y liberados, sino que nuestros corazones están vivamente ocupados con Aquel que lo ha cumplido todo, y que contemplamos por la fe las misteriosas marcas de Su obra consumada. Esta es la paz para la vida interior.
Luego leemos: “Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío” (v. 20-21). Aquí tenemos la vida exterior del cristiano. Toda, desde el principio hasta el fin, está envuelta en este solo gran hecho: es enviado al mundo como Jesús fue enviado por el Padre. No es cuestión de lo que tiene que hacer o adonde tiene que ir. Es enviado por Jesús, así como Jesús fue enviado por el Padre; y antes de comenzar esta elevada y santa misión, su Señor resucitado le asegura perfecta paz en todas las escenas y circunstancias de su carrera.
¡Qué misión! ¡Qué cuadro de la vida de un creyente! ¿Alcanzamos a comprender la magnitud de esto? Nadie vaya a suponer que todo esto se aplica únicamente a los apóstoles. Sería un grave error. El pasaje que estamos considerando no habla de apóstoles, sino de discípulos, un término que seguramente se aplica a todos los hijos de Dios. El discípulo más débil tiene el privilegio de saber que es uno de los enviados a este mundo así como Jesús fue enviado por el Padre. ¡Qué modelo para estudiar! ¡Qué lugar nos da! ¡Qué objeto por el cual vivir! ¡Cómo lo resuelve todo! No es una cuestión de puntos de vista –de opiniones, dogmas o principios–, de ordenanzas o ceremonias. No, gracias a Dios; es algo totalmente diferente. Se trata de vida y paz; vida en un Salvador resucitado, y paz para esa vida, tanto interior como exterior; de contemplar a un Salvador resucitado, y comenzar desde Sus pies a servirlo en este mundo, como él sirvió al Padre.
Y recordemos que todo esto tiene un efecto directo sobre el más joven discípulo de toda la Iglesia de Dios. Insistimos en este punto porque algunos nos quieren hacer creer que se trata de algo oficial, de algo que se aplicó solo a los apóstoles. Los que impulsan esta idea se apoyan en el versículo 23. Pero el hecho es que los apóstoles nunca emprendieron la obra de perdonar pecados de manera oficial. Este pasaje no tiene nada que ver con eso; se refiere a la disciplina de una asamblea de discípulos que actúan por el Espíritu Santo en el nombre y con la autoridad del Señor Jesucristo. Por ejemplo, cuando la asamblea de Corinto quitó de entre ellos al malvado (1 Corintios 5), estaba reteniendo los pecados. Y cuando ellos lo recibieron de nuevo, sobre la base de su arrepentimiento, estaban remitiendo los pecados.
Este es el simple significado de Juan 20:23. No toca la relación eterna del alma con Dios, sino solo su relación actual con la asamblea. No debemos, pues, dejar que se nos prive de la preciosa enseñanza de todo este pasaje debido a una falsa aplicación de una cláusula particular.