La plenitud de Dios para vasos vacíos
Estos dos capítulos ilustran de manera sorprendente un principio que corre a través de toda la Escritura inspirada, a saber, que en el momento en que el hombre toma su verdadero lugar –el lugar que verdaderamente le corresponde–, Dios puede encontrarlo en gracia –en gracia perfecta, gratuita, soberana e incomparable–: la plenitud de Dios espera vasos vacíos para derramarse. Este gran principio brilla por todas partes del Génesis al Apocalipsis. La palabra «principio» es insuficiente para dar el sentido, es demasiado fría. Deberíamos hablar de ello como de un gran hecho divino, vivo y maravilloso, que brilla con resplandor celestial en el evangelio de la gracia de Dios y en la historia del pueblo de Dios, colectiva e individualmente, tanto en los días del Antiguo Testamento como del Nuevo.
Pero es necesario que el hombre esté en su verdadero lugar. Es absolutamente indispensable. Es allí solamente donde puede tener una visión justa de Dios. Cuando el hombre tal como es, encuentra a Dios tal como es, hay una respuesta perfecta a todas las cuestiones, una solución divina a todas las dificultades. Desde la perspectiva de una ruina absoluta y sin esperanza, el hombre obtiene una amplia, clara y liberadora visión, y capta el sentido de la salvación de Dios. Solo cuando el hombre llega al fin de sí mismo en todos los aspectos –su yo malo y su yo bueno, su yo culpable y su yo justo– comienza con un Dios Salvador. Es verdad al principio de la vida, y es verdad a lo largo de todo el camino. La plenitud de Dios espera siempre vasos vacíos. La gran dificultad es vaciar estos vasos: cuando se logra esto, todo se soluciona, ya que la plenitud de Dios puede entonces verterse allí.
Esta seguramente es una gran verdad fundamental. En los capítulos 4 y 7 de 1 Samuel, la vemos en su aplicación para el antiguo pueblo terrenal de Dios. Consideremos un poco estos capítulos.
1 Samuel 4
Al principio del capítulo 4, vemos a Israel derrotado por los filisteos; pero, en lugar de humillarse delante de Jehová en una verdadera contrición y en el juicio de sí mismo a causa de su terrible condición, y en vez de aceptar su derrota como el justo juicio de Dios, los hallamos totalmente insensibles y duros de corazón. “Cuando volvió el pueblo al campamento, los ancianos de Israel dijeron: ¿Por qué nos ha herido hoy Jehová delante de los filisteos?” (1 Samuel 4:3). Según estas palabras, es muy evidente que los antiguos no estaban en el lugar conveniente. Jamás habrían dicho “por qué” si tan solo hubiesen tomado conciencia de su condición moral: hubiesen sabido muy bien el porqué de la situación. Había un pecado vergonzoso en medio de ellos: la conducta inmoral de Ofni y Finees. “Era, pues, muy grande delante de Jehová el pecado de los jóvenes; porque los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová” (1 Samuel 2:17).
Pero, lamentablemente, el pueblo no tenía ningún sentido de su terrible condición, y, por consecuencia, ningún sentido del remedio. Por eso dicen: “Traigamos a nosotros de Silo el arca del pacto de Jehová, para que viniendo entre nosotros nos salve de la mano de nuestros enemigos” (cap. 4:3). ¡Qué ilusión! ¡Qué ceguera tan grande! No hay ningún juicio de sí mismo, ninguna confesión de la deshonra causada al nombre y al culto del Dios de Israel; ninguna mirada hacia Jehová con una verdadera contrición y un verdadero quebrantamiento de corazón. No hay nada excepto el vano pensamiento de que el arca los salvaría de la mano de sus enemigos.
“Y envió el pueblo a Silo, y trajeron de allá el arca del pacto de Jehová de los ejércitos, que moraba entre los querubines; y los dos hijos de Elí, Ofni y Finees, estaban allí con el arca del pacto de Dios” (cap. 4:4). ¡Qué terrible condición de cosas! El arca de Dios asociada a estos hombres impíos cuya maldad iba a atraer el justo juicio de un Dios santo y justo sobre la nación entera. Nada podía ser más terrible ni más ofensivo para Dios que esta temeraria tentativa de asociar Su nombre y Su verdad con el mal. En toda circunstancia, el mal moral es malo de por sí, pero la tentativa de mezclar el mal moral con el nombre y el servicio de Aquel que es santo y verdadero, es la peor y más tenebrosa forma de iniquidad, y solo puede hacer estallar un muy severo juicio de Dios. Estos sacerdotes impíos, los hijos de Elí, habían osado contaminar los mismos recintos del santuario con sus abominaciones; y ahora eran ellos quienes acompañaban al arca de Dios al campo de batalla. ¡Qué ceguera y qué dureza de corazón! Esa sola expresión: “Ofni y Finees, estaban allí con el arca del pacto de Dios”, expresa, en su brevedad, la terrible condición moral de Israel.
“Aconteció que cuando el arca del pacto de Jehová llegó al campamento, todo Israel gritó con tan gran júbilo que la tierra tembló” (v. 5). ¡Qué vanos eran estos gritos! ¡Qué vacía era esta jactancia! ¡Qué hueca era esta pretensión! Lamentablemente, ¡todo esto fue seguido por una humillante derrota, y no podía ser de otro modo! “Pelearon, pues, los filisteos, e Israel fue vencido, y huyeron cada cual a sus tiendas; y fue hecha muy grande mortandad, pues cayeron de Israel treinta mil hombres de a pie. Y el arca de Dios fue tomada, y muertos los dos hijos de Elí, Ofni y Finees” (v. 10-11).
¡Qué estado de cosas! Los sacerdotes muertos; el arca tomada; la gloria traspasada. El arca de la que se jactaban, y sobre la que habían fundado su esperanza de victoria, estaba ahora en manos de los filisteos incircuncisos. Todo se había acabado. Esta terrible circunstancia –el arca de Dios en la casa de Dagón– expresa la trágica historia de la ruina y del fracaso total de Israel. Dios quiere realidad, verdad y santidad en aquellos con quienes se digna morar. “La santidad conviene a tu casa” (Salmo 93:5). Era un privilegio del orden más elevado tener a Jehová habitando en medio de ellos. Pero la santidad era la contrapartida necesaria. Dios no podía asociar su nombre con el pecado no juzgado. Imposible. Esto habría sido la negación de su naturaleza, y Dios mismo no puede negarse a sí mismo. El lugar donde quiere habitar debe corresponder a su naturaleza y a su carácter. “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16). Esta es una gran verdad fundamental a la cual debemos aferrarnos tenazmente y que debe ser confesada con reverencia. Jamás debe abandonarse.
Pero consideremos un poco lo que ocurrió con el arca en la tierra de los filisteos. Es sumamente solemne e instructivo. Israel había fracasado rotundamente y había pecado vergonzosamente. Se habían mostrado totalmente indignos del arca del pacto de Jehová; y los filisteos habían puesto sus manos incircuncisas sobre ella, permitiéndose introducirla con toda presunción en la casa de su falso dios, ¡como si Jehová Dios de Israel y Dagón pudiesen habitar juntos! ¡Qué blasfema presunción! Pero la gloria que se había disipado de Israel fue reivindicada en las tinieblas y la soledad del templo de Dagón.
Dios será Dios, aunque su pueblo falle. En consecuencia, vemos que cuando Israel faltó completamente en su responsabilidad de guardar el arca de Su testimonio, y permitió que pasara a manos de los filisteos –cuando todo estaba perdido en las manos del hombre–, entonces la gloria de Dios brilla con poder y esplendor: Dagón se desploma, y toda la tierra de los filisteos tembló bajo la mano de Jehová. Su presencia se les hizo intolerable, y procuraron sacársela de encima cuanto antes. Quedó demostrado de manera irrecusable la imposibilidad absoluta de que Jehová y los incircuncisos marcharan juntos. Así fue, así es hoy, y así será siempre. “¿Qué concordia (tiene) Cristo con Belial? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos?” (2 Corintios 6:15-16). ¡Absolutamente ninguno!
1 Samuel 7
Pasemos ahora al capítulo 7. Encontramos allí otro estado de cosas totalmente diferente. Vamos a encontrar lo que es un vaso vacío y, como siempre, la plenitud de Dios esperando tal condición. “Desde el día que llegó el arca a Quiriat-jearim pasaron muchos días, veinte años; y toda la casa de Israel lamentaba en pos de Jehová” (v. 2). En los capítulos 5 y 6, vemos que los filisteos no podían subsistir con Jehová. En el capítulo 7, vemos que Israel no podía subsistir sin Él. Esto es muy sorprendente e instructivo. El mundo no puede soportar el solo hecho de pensar en la presencia de Dios. Lo vemos desde la caída, en Génesis 3. El hombre huye lejos de Dios incluso antes de que Dios lo expulse del jardín de Edén. No podía soportar la presencia divina. “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí” (Génesis 3:10).
Siempre fue así, desde entonces y hasta hoy. Como alguien lo dijo: «Si usted pudiera poner a un hombre inconverso en el cielo, haría todo lo posible para salir de allí cuanto antes». ¡Qué hecho tan notable! ¡Qué huella deja en toda la raza humana, y qué prueba de la profundidad de la depravación moral en que pueden caer los miembros de esta raza! Si un hombre no puede soportar la presencia de Dios, ¿qué lugar sería el apropiado para él? Y ¿de qué no es capaz? ¡Importantes y solemnes preguntas!
Luego “toda la casa de Israel lamentaba en pos de Jehová”. Veinte años, largos y tristes, pasaron sin el bendito sentido de Su presencia; “Habló Samuel a toda la casa de Israel, diciendo: Si de todo vuestro corazón os volvéis a Jehová, quitad los dioses ajenos y a Astarot de entre vosotros, y preparad vuestro corazón a Jehová, y solo a él servid, y os librará [Él, no el arca] de la mano de los filisteos. Entonces los hijos de Israel quitaron a los baales y a Astarot, y sirvieron solo a Jehová. Y Samuel dijo: Reunid a todo Israel en Mizpa, y yo oraré por vosotros a Jehová. Y se reunieron en Mizpa, y sacaron agua, y la derramaron delante de Jehová, y ayunaron aquel día, y dijeron allí: Contra Jehová hemos pecado” (cap. 7:2-6).
Qué diferencia con el estado de cosas presentado en el capítulo 4. Aquí, los vasos están vacíos, preparados para recibir la plenitud de Dios. No hay vanas pretensiones, ni ninguna búsqueda de medios exteriores de salvación. Todo es realidad, todo es trabajo de corazón aquí. En lugar de los gritos de jactancia, vemos el agua derramada: símbolo sorprendente y expresivo de una absoluta debilidad e inutilidad. En una palabra, el hombre toma su lugar correcto; y esto, lo sabemos, es la segura señal precursora de que Dios va a tomar el suyo. Este gran principio atraviesa, como un maravilloso hilo de oro, toda la Escritura, toda la historia del pueblo de Dios, toda la historia de las almas. Está condensado en esta expresión tan breve, pero de tan vasto alcance: “el arrepentimiento y el perdón de pecados” (Lucas 24:47). El arrepentimiento es el verdadero lugar del hombre. El perdón de los pecados es la respuesta de Dios. El arrepentimiento expresa el vaso vacío; el perdón de los pecados, la plenitud de Dios. Cuando ambos se encuentran, todo se resuelve.
Esto es presentado de modo muy sorprendente en la escena de este capítulo 7. Una vez que Israel hubo tomado su verdadero lugar, Dios fue libre de actuar en su favor. Ellos mismos habían confesado que eran “como agua derramada sobre la tierra”, totalmente impotentes e indignos. Es todo lo que tenían que decir sobre sí mismos, y esto bastaba. Dios puede ahora entrar en escena y ocuparse rápidamente de los filisteos. “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).
“Y Samuel tomó un cordero de leche y lo sacrificó entero en holocausto a Jehová; y clamó Samuel a Jehová por Israel, y Jehová le oyó. Y aconteció que mientras Samuel sacrificaba el holocausto, los filisteos llegaron para pelear con los hijos de Israel”: ¡Qué poco conocían a aquel contra el cual venían a combatir, a Aquel que iba a salir a su encuentro! “Mas Jehová tronó aquel día con gran estruendo sobre los filisteos, y los atemorizó, y fueron vencidos delante de Israel… Tomó luego Samuel una piedra y la puso entre Mizpa y Sen, y le puso por nombre Eben-ezer, diciendo: Hasta aquí nos ayudó Jehová” (v. 9-12). ¡Qué contraste entre los jactanciosos gritos de Israel en el capítulo 4 y el trueno de Jehová en el capítulo 7! Los primeros eran pura pretensión humana; el segundo, el poder divino. Aquellos habían sido inmediatamente seguidos de una humillante derrota; este, de un triunfo espléndido. Los filisteos ignoraban lo que había pasado: el agua derramada, los llantos de arrepentimiento, la ofrenda del cordero, la intercesión sacerdotal. ¿Que podían saber los filisteos incircuncisos de estas preciosas realidades? Nada. Cuando la tierra se estremecía bajo los pretenciosos gritos de Israel, podían darse cuenta de lo que pasaba. Los hombres del mundo pueden comprender y apreciar la satisfacción y confianza en sí mismo; pero estas son justamente las mismas cosas que rechazan a Dios. Por el contrario, un corazón quebrantado, un espíritu contrito, un espíritu humilde, son las cosas que agradan a Dios. Cuando Israel tomó el lugar de la humillación, el lugar del juicio de sí mismo y de la confesión, entonces se oyó el trueno de Jehová, y los ejércitos de los filisteos fueron dispersos y confundidos. La plenitud de Dios espera siempre que el vaso esté vacío. ¡Preciosa y bendita verdad! ¡Que podamos entrar más plenamente en su profundidad, plenitud, poder y extensión!
Relaciones entre 1 Samuel 4 y 7, y Filadelfia y Laodicea en Apocalipsis 3
Antes de terminar este breve artículo, solo quisiera mencionar que 1 Samuel 4 y 7 nos hacen recordar a las iglesias de Laodicea y Filadelfia, en Apocalipsis 3. La primera nos presenta una condición que deberíamos evitar escrupulosamente; la segunda, una condición que deberíamos cultivar con diligencia y seriedad. En la primera, hay una miserable autocomplacencia, y Cristo es dejado fuera. En la segunda, hay conciencia de su propia debilidad y nulidad, pero Cristo es exaltado, amado y honrado; su Palabra guardada, y su Nombre apreciado.
Y tengamos en cuenta que estas cosas prosiguen hasta el final. Es muy instructivo ver que las cuatro últimas de las siete iglesias presentan cuatro fases de la historia de la Iglesia que siguen hasta el final. En Tiatira, encontramos el Catolicismo; en Sardis, el Protestantismo. En Filadelfia, como lo dijimos, tenemos ese estado de alma, esa actitud de corazón, que todo verdadero creyente y toda asamblea de creyentes deberían cultivar con ardor y manifestar fielmente. Laodicea, por el contrario, presenta un estado de alma y una actitud de corazón que debemos rechazar con santo temor. Filadelfia es tan atractiva para el corazón de Cristo, como repugnante le es Laodicea. De la primera, hará una columna en el templo de Su Dios; a la segunda, la vomitará de su boca, y Satanás la tomará y hará de ella el “albergue de toda ave inmunda y aborrecible” (Apocalipsis 18:2): ¡la gran Babilonia! Qué espantoso es esto para todos aquellos que participarán en este desastre. Y jamás olvidemos que la pretensión de ser Filadelfia manifiesta realmente el espíritu de Laodicea. Allí donde se encuentra todo tipo de pretensión, afectación, autoafirmación o autocomplacencia, tenemos a Laodicea, en espíritu y en principio. ¡Quiera el Señor librar a todo Su pueblo de su influencia!
Amados, estemos contentos de no ser nada en esta escena de auto exaltación. Que nuestra aspiración sea andar a la sombra, en lo que concierne a los pensamientos humanos, pero jamás nos alejemos de la luz de la aprobación del Padre. En una palabra, nunca olvidemos que «la plenitud de Dios espera siempre vasos vacíos».