Temas prácticos de la vida cristiana

El camino de Dios y cómo hallarlo

Senda que nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron animales fieros, ni león pasó por ella
(Job 28:7-8).

El camino preparado por Dios

Qué gracia inefable para aquel que realmente desea andar con Dios, saber que hay un camino en el cual puede andar! Dios ha preparado una senda para sus redimidos en la cual pueden caminar con la mayor certeza, serenidad y firmeza posibles. Todo hijo de Dios –así como todo siervo de Cristo– tiene el privilegio de estar tan seguro de que está en el camino de Dios como salva es su alma. Esta puede parecer una afirmación muy atrevida; pero, ¿no es cierta? Si es cierta, no puede ser demasiado atrevida. Afirmar que estamos seguros de estar en la senda de Dios, en un tiempo como en el que vivimos, y en medio de una escena como la que estamos atravesando, puede tener para algunos cierto sabor a dogmatismo y confianza en sí mismo. Pero, “¿qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3). Ella declara que hay un camino y nos dice también cómo hallarlo y cómo andar en ese camino. En efecto, la misma voz que nos habla de la salvación de Dios para nuestras almas, nos habla también de la senda de Dios para nuestros pies; la misma autoridad que nos asegura que “el que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36), nos asegura también que hay un camino tan claro que “el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Isaías 35:8).

Esto, repetimos, es una señal de infinita gracia; en todo momento, por cierto, pero especialmente en un tiempo de confusión y perplejidad como el presente. Resulta profundamente estremecedor advertir el estado de incertidumbre en el que se encuentran muchos del amado pueblo de Dios en la actualidad. No nos referimos ahora a la cuestión de la salvación, de lo cual hemos hablado largamente en otra ocasión. Lo que ahora tenemos ante nosotros es la senda del cristiano, lo que debería hacer, dónde debería hallarse y cómo debería conducirse en medio de la Iglesia profesante. ¿No es cierto acaso que multitudes enteras del pueblo del Señor se hallan en un estado de completa confusión en cuanto a estas cosas? ¿Acaso no son muchos los que, si revelaran los verdaderos sentimientos de su corazón, reconocerían que están en un completo estado de incertidumbre? ¿No confesarían que no saben qué hacer, adónde ir o qué creer? Ahora bien, la pregunta es: ¿Dejaría Dios a sus hijos, dejaría Cristo a sus siervos, sumidos en semejante oscuridad y confusión?

 

Al seguirte a Ti, mi amado Señor;

No en la oscuridad inciertamente,

Estos pies se mueven obedientemente.

 

¿Puede un hijo desconocer la voluntad de su padre? ¿Puede un siervo desconocer la voluntad de su amo? Y si es así en nuestras relaciones terrenales, ¡cuánto más plenamente nosotros podemos contar con ello en relación con nuestro Padre celestial! Cuando Israel cruzó el mar Rojo y estuvo en el borde de ese enorme y terrible desierto situado entre ellos y la tierra de la promesa, ¿cómo iba a saber su camino? Las arenas de un desierto sin senderos trazados era todo lo que había alrededor de ellos. Era en vano buscar alguna huella allí. Era un yermo desolado en el cual el “ojo del buitre” no podía ver una senda. Moisés se percató de esto cuando le dijo a Hobab: “Te ruego que no nos dejes; porque tú conoces los lugares donde hemos de acampar en el desierto, y nos serás en lugar de ojos” (Números 10:31). ¡Cuán bien nuestros pobres corazones incrédulos pueden comprender este ruego conmovedor! ¡Cuán ardientemente ansía uno la guía humana en medio de una escena de perplejidad! ¡Con qué agrado el corazón se aferra a alguien a quien consideramos competente para guiarnos en los momentos de oscuridad y dificultad!

Sin embargo, podemos preguntar: ¿Qué es lo que pretendía Moisés con los ojos de Hobab? ¿Acaso Jehová no se había comprometido a ser, en gracia, guía de ellos? Sí, así fue exactamente; pues se nos dice que: “El día que el tabernáculo fue erigido, la nube cubrió el tabernáculo sobre la tienda del testimonio; y a la tarde había sobre el tabernáculo como una apariencia de fuego, hasta la mañana. Así era continuamente: la nube lo cubría de día, y de noche la apariencia de fuego. Cuando se alzaba la nube del tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban los hijos de Israel. Al mandato de Jehová los hijos de Israel partían, y al mandato de Jehová acampaban; todos los días que la nube estaba sobre el tabernáculo, permanecían acampados. Cuando la nube se detenía sobre el tabernáculo muchos días, entonces los hijos de Israel guardaban la ordenanza de Jehová, y no partían. Y cuando la nube estaba sobre el tabernáculo pocos días, al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían. Y cuando la nube se detenía desde la tarde hasta la mañana, o cuando a la mañana la nube se levantaba, ellos partían; o si había estado un día, y a la noche la nube se levantaba, entonces partían. O si dos días, o un mes, o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados, y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían. Al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían, guardando la ordenanza de Jehová como Jehová lo había dicho por medio de Moisés” (Números 9:15-23).

Aquí estaba la guía divina, una guía –ciertamente podemos decir– plenamente suficiente para hacerlos independientes de sus propios ojos, de los ojos de Hobab y de los ojos de cualquier otro mortal. Es interesante notar que al inicio del libro de los Números, se dispuso que el arca del pacto debía hallar su lugar en el seno mismo de la congregación (véase Números 2:17); pero en el capítulo 10 se nos dice que cuando “partieron del monte de Jehová camino de tres días… el arca del pacto de Jehová fue delante de ellos camino de tres días, buscándoles lugar de descanso” (v. 33). En vez de hallar un lugar de reposo en el seno de su pueblo redimido, Jehová se convierte en su Guía de viaje, y va delante de ellos a buscarles un lugar de reposo. ¡Qué gracia conmovedora vemos aquí! Si Moisés le pide a Hobab que sea guía del pueblo –y eso, además, en presencia misma de la provisión de Dios, así como de la nube y de la trompeta de plata–, entonces Jehová dejará su lugar en el centro de las tribus, e irá delante de ellos a buscarles un lugar de descanso. ¿Acaso no conocía bien el desierto? ¿No era mejor él para ellos que diez mil Hobab? ¿No podían ellos confiar plenamente en Él? Con toda seguridad. No dejaría que se extravíen. Si su gracia los había redimido de la esclavitud de Egipto y los había conducido a través del mar Rojo, ellos podían perfectamente confiar en la misma gracia para guiarlos a través de ese grande y terrible desierto e introducirlos con seguridad en la tierra que fluye leche y miel.

Pero hay que tener en cuenta que, para poder aprovechar la guía divina, se debe abandonar la voluntad propia y toda confianza en nuestros propios razonamientos, así como en los pensamientos y razonamientos de los demás. Si tengo a Jehová como mi Guía, no necesito mis ojos ni tampoco los de un Hobab. Dios es suficiente; puedo confiar en él. Él conoce todo el camino que atraviesa el desierto; y si mis ojos están fijos en él, seré guiado en la dirección correcta.

Cómo hallar el camino de Dios

Esto nos conduce a la segunda parte de nuestro tema, a saber: ¿Cómo he de hallar el camino de Dios? Sin duda, una pregunta de suma importancia. ¿Adónde he de volverme para hallar la senda de Dios? Si el ojo del buitre, tan agudo, penetrante y capaz de ver claramente a grandes distancias, no la vio; si el león, con sus movimientos tan vigorosos y tan majestuoso en su porte, no pasó por ella; si el hombre “no conoce su valor, ni se halla en la tierra de los vivientes”; si “el abismo dice: No está en mí; y el mar dice: Ni conmigo”; si “no podrán darse tesoros por ella, ni se pesará plata como precio suyo” (véase Job 28:13-15); si todas las riquezas del universo no pueden igualarla, ni la mayor agudeza del hombre descubrirla, entonces, ¿adónde he de volverme? ¿Dónde podré hallarla?

¿Me volveré a esas grandes normas de la ortodoxia que rigen el pensamiento y sentimiento religioso de millones de personas a lo largo y ancho de la Iglesia profesante? ¿Hallaré allí esta maravillosa senda de la sabiduría? ¿Acaso tales normas constituirán una excepción a la grande, amplia y aplastante regla de Job 28? Seguramente que no.

¿Qué debo hacer entonces? Sé que hay un camino. Dios, que no miente, lo afirma, y yo lo creo; pero, ¿dónde lo he de hallar? “¿De dónde, pues, vendrá la sabiduría? ¿Y dónde está el lugar de la inteligencia? Porque encubierta está a los ojos de todo viviente, y a toda ave del cielo es oculta. El Abadón y la muerte dijeron: Su fama hemos oído con nuestros oídos” (Job 28:20-22). Que un pobre e ignorante mortal busque esta maravillosa senda, ¿no parece un caso perdido? No –bendito sea Dios–, de ninguna manera lo es, pues “Dios entiende el camino de ella, y conoce su lugar. Porque él mira hasta los fines de la tierra, y ve cuanto hay bajo los cielos. Al dar peso al viento, y poner las aguas por medida; cuando él dio ley a la lluvia, y camino al relámpago de los truenos, entonces la veía él, y la manifestaba; la preparó y la descubrió también. Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:23-28).

He aquí, pues, el secreto divino de la sabiduría: “El temor del Señor”. Esto pone a la conciencia directamente en la presencia de Dios, el cual es su único lugar verdadero. El objetivo de Satanás es mantener a la conciencia fuera de esta presencia; ponerla bajo el poder y la autoridad del hombre; someterla a la dependencia de “mandamientos y doctrinas de hombres”; introducir algo entre la conciencia y la autoridad de Cristo el Señor, sin importar lo que fuera: puede ser un credo o una confesión que contiene cierto número de verdades; puede ser la opinión de un hombre o de un grupo de hombres; el juicio de algún maestro favorito; cualquier cosa, en fin, que se introduzca y usurpe en el corazón el lugar que pertenece solamente a la Palabra de Dios. Esta es una terrible trampa y una piedra de tropiezo, un muy serio obstáculo para nuestro progreso en los caminos del Señor. La Palabra de Dios debe gobernarme –la pura y simple Palabra de Dios–, no la interpretación que el hombre hace de ella. Sin duda, Dios puede utilizar a un hombre para exponer esa Palabra e iluminar mi alma; pero no es el desarrollo que hace el hombre de la Palabra de Dios lo que me gobierna, sino la Palabra de Dios que el hombre simplemente abrió y expuso. Esto es de suma importancia.

Debemos ser enseñados y gobernados exclusivamente por la Palabra del Dios vivo. Nada más nos mantendrá en el camino recto, ni dará solidez y consistencia a nuestro carácter y marcha como cristianos. Existe una fuerte tendencia dentro y alrededor de nosotros a regirnos por los pensamientos y opiniones de los hombres; por aquellas grandes normas de doctrina que los hombres han establecido.

Esas reglas y opiniones pueden contener mucho de verdad; pueden ser todas verdaderas dentro de sus límites; pero no es esto lo que está en cuestión. Lo que queremos inculcar al lector cristiano es que no debe ser gobernado por los pensamientos de sus semejantes, sino simple y solamente por la Palabra de Dios. De nada vale sostener una verdad que procede del hombre; debo sostenerla como algo que procede directamente de Dios mismo. Dios puede utilizar a un hombre para comunicar Su verdad; pero a menos que considere que la verdad que sostengo es de Dios, ella no tendrá ningún poder divino sobre mi corazón ni sobre mi conciencia; no me llevará a una relación viva con Dios, sino que más bien impedirá esa relación al introducir algo entre mi alma y Su santa autoridad.

Nos agradaría muchísimo extendernos más sobre este gran principio y sus aplicaciones, pero debo dejarlo por el momento para poder desarrollar uno o dos puntos solemnes y prácticos que nos presenta el capítulo 11 de Lucas, cuya meditación nos permitirá entender un poco más cómo hallar el camino de Dios. Leamos todo el pasaje. “La lumbrera del cuerpo es el ojo: por tanto, cuando tu ojo sea sencillo, todo tu cuerpo también estará lleno de luz; mas cuando sea malo, todo tu cuerpo también estará lleno de tinieblas. Mira, pues, que la luz que en ti hay, no sea tinieblas. Por tanto, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna tenebrosa, estará completamente lleno de luz, como cuando una lámpara con su resplandor te alumbra” (Lucas 11:34-36, V. M.).

Este pasaje, pues, nos proporciona el verdadero secreto para discernir el camino de Dios. Puede parecer muy difícil encontrar el rumbo correcto en medio del agitado mar de la cristiandad. Tantas voces contradictorias llegan a nuestros oídos; tantos puntos de vista contrapuestos reclaman nuestra atención; son tantas las diferencias de opinión entre hombres de Dios, y tan diversas como numerosas las corrientes de pensamiento, que parece imposible llegar a una conclusión sana y verdadera. Escuchamos a uno que, por lo que podemos juzgar, parece tener un ojo sencillo, y nos dice una cosa; escuchamos a otro que también parece tener un ojo sencillo, y nos dice exactamente lo contrario. ¿Qué, pues, debemos pensar?

Ahora bien, de una cosa podemos estar seguros: nuestro propio ojo no es sencillo cuando, sumidos en la incertidumbre y la perplejidad, vamos de persona en persona dejando que cada una dé su opinión. El ojo sencillo está fijo solamente en Cristo, y así todo el cuerpo está lleno de luz. El israelita de la antigüedad no debía correr de aquí para allá a consultar a su prójimo respecto del camino correcto. Cada cual tenía la misma guía divina, a saber: la columna de nube de día, y la columna de fuego de noche (véase Éxodo 13:22). En una palabra, el propio Jehová era el Guía infalible de cada miembro de la congregación. No se los dejó en manos del guía humano más inteligente, sagaz y experimentado de la congregación; tampoco se los dejó para que siguieran libremente su propio camino; cada uno debía seguir al Señor. La trompeta de plata anunciaba a todos por igual el pensamiento de Dios; y nadie que tuviera los oídos abiertos y atentos podía quedar confundido. El ojo y el oído de cada uno debían dirigirse solamente a Dios, y no a un mortal semejante a nosotros. Este era el secreto de la guía en el desierto sin caminos de la antigüedad, y es también el secreto de la guía en el vasto desierto moral por el que los redimidos de Dios están pasando actualmente. El uno le dirá: Escúchame; el otro: Escúchame a mí, y un tercero le dirá: Que cada uno siga su propio camino. El corazón obediente, contrario a todo esto, dice: Yo debo seguir a mi Señor.

Esto lo simplifica todo. No tenderá de ninguna manera a fomentar un espíritu de altiva independencia, sino todo lo contrario. Cuanto más soy enseñado a apoyarme solamente en Dios como guía, más desconfiaré y quitaré la vista de mí mismo; y esto, ciertamente, no es independencia. Es cierto que me librará de seguir servilmente a un hombre, pero haciéndome sentir mi responsabilidad solamente hacia Cristo; y esto es precisamente lo que tanto se necesita hoy. Cuanto más de cerca examinamos los elementos y principios que rigen afuera, en la Iglesia profesante, tanto más convencidos tenemos que estar de la necesidad personal de someternos completamente a la autoridad divina, lo cual, en el fondo, es otra forma de llamar al “temor del Señor” o a “un ojo sencillo”.

Hay una breve frase al inicio de los Hechos de los Apóstoles que proporciona el antídoto perfecto contra un mal tan extendido en todas partes como es la voluntad propia y el servil temor al hombre: “Es necesario obedecer a Dios” (Hechos 5:29). ¡Qué expresión! “Es necesario obedecer”. Este es el remedio eficaz contra la voluntad propia. “Es necesario obedecer a Dios”. He aquí el remedio eficaz contra la sumisión servil a los mandamientos y doctrinas de hombres. Debe haber obediencia; pero ¿obediencia a qué? A la autoridad de Dios, y a ella únicamente. Así se protege al alma de la influencia de la incredulidad, por una parte, y de la superstición, por otra. La incredulidad dice: «Haz como te plazca». La superstición dice: «Haz lo que te diga el hombre». La fe dice: “Es necesario obedecer a Dios”.

He aquí el santo equilibrio del alma en medio de las contradictorias y desconcertantes influencias que nos rodean hoy en día. Como siervo, debo obedecer a mi Señor; como hijo, debo escuchar los mandamientos de mi Padre. Y he de hacer esto aun cuando mis consiervos y mis hermanos no me entiendan. Debo tener presente que el objeto de mayor interés y atención de mi alma es Dios mismo. Como dice el himno:

 

Aquel ante quien los ancianos se inclinan,

Es quien todo el interés de mi alma ahora cautiva.

 

Es para mí un privilegio estar tan seguro de tener el pensamiento de mi Maestro respecto a la senda que debo seguir como su Palabra para la seguridad de mi alma. Si no, ¿dónde estoy? ¿No es un privilegio tener un ojo sencillo? Sin duda que sí. Y ¿qué pasa entonces? El “cuerpo está lleno de luz”. Ahora bien, si mi cuerpo está lleno de luz, ¿puede mi mente estar llena de perplejidad? ¡Imposible! Ambas cosas son totalmente incompatibles; por eso, cuando uno se encuentra en incierta oscuridad, es muy claro que su ojo no es sencillo. Puede parecer muy sincero, estar muy ansioso de ser guiado por la senda correcta; pero puede estar seguro de que falta un ojo sencillo, lo cual es un requisito indispensable para la guía divina. La Palabra es clara: “Si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22, V. M.).

Dios guiará siempre al alma obediente y humilde; pero si no andamos conforme a la luz que hemos recibido, entraremos en tinieblas. Si no se actúa conforme a la luz, esta se convierte en tinieblas, y “aquellas tinieblas ¡cuán grandes no serán!” (v. 23, V. M.). Nada es más peligroso que alterar la luz que Dios da. Tarde o temprano, eso conducirá a las consecuencias más desastrosas. “Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas”. “Escuchad y oíd; no os envanezcáis, pues Jehová ha hablado. Dad gloria a Jehová Dios vuestro, antes que haga venir tinieblas, y antes que vuestros pies tropiecen en montes de oscuridad, y esperéis luz, y os la vuelva en sombra de muerte y tinieblas” (Lucas 11:35; Jeremías 13:15-16).

Esto es algo profundamente serio y práctico. Hay un notable contraste entre un hombre que tiene un ojo sencillo, y otro que no actúa según la luz que Dios le dio. El uno tiene su cuerpo lleno de luz; el otro, lleno de tinieblas; el uno no tiene parte alguna de tinieblas; el otro está sumido en densas tinieblas; el uno es portador de luz para los demás; el otro, una piedra de tropiezo en el camino. No hay nada más solemne que el acto judicial de Dios de volver efectivamente nuestra luz en tinieblas por habernos negado a actuar conforme a la luz que él tuvo a bien transmitirnos.

Querido lector cristiano, ¿está usted actuando conforme a su luz? ¿Ha enviado Dios un rayo de luz a su alma? ¿Le ha mostrado algo malo en sus caminos o asociaciones? ¿Persevera en un mal camino a pesar de que su conciencia le dice que no está en plena conformidad con la voluntad de su Maestro? Escudriñe y vea. ¡Dé gloria a Jehová su Dios! (véase Jeremías 13:16, V. M.). Actúe de acuerdo con la luz. No vacile. No piense en las consecuencias. Simplemente, se lo suplicamos, obedezca la Palabra de su Señor. Ojalá que en este mismo instante, mientras sus ojos escudriñan estas líneas, tome la firme determinación de apartarse de la iniquidad dondequiera que la encuentre. No diga: «¿Adónde iré? ¿Qué haré ahora? Hay mal en todas partes. Lo único que logro es salir de un mal para entrar en otro». Evite decir esas cosas; no discuta ni razone; no se fije en los resultados; no piense en lo que el mundo o la iglesia del mundo dirán de usted; elévese por encima de todas estas cosas, y camine por la senda de la luz, la cual “va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18).

Recuerde que Dios nunca da luz para dar dos pasos a la vez. Si él le dio luz para dar un paso, entonces, en el temor y amor de Su Nombre, dé ese paso, y seguramente obtendrá más luz. En efecto, la luz “va en aumento”. Pero si nos negamos a actuar, la luz que está en usted se convertirá en densas tinieblas, sus pies tropezarán en las montañas tenebrosas del error que yace a ambos lados del recto y estrecho camino de la obediencia, y será una piedra de tropiezo en la senda de los demás.

Uno de los más serios tropiezos que se interpone hoy en la senda de buscadores angustiados, se halla en personas que una vez parecían poseer la verdad, pero que se apartaron de ella. La luz que había en ellos se convirtió en tinieblas, y “aquellas tinieblas ¡cuán grandes no serán!” (Mateo 6:23, V. M.) ¡Qué triste es ver a aquellos que debían ser portadores de luz, siendo tropiezo para los creyentes recién convertidos y activos! Pero estos tropiezos no deben impedir la marcha de los jóvenes creyentes. El camino es claro: “El temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:28). Que cada uno oiga y obedezca la voz del Señor. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10:27). ¡Alabado sea el Señor por esta preciosa Palabra! Ella pone a cada uno en el lugar de directa responsabilidad hacia Cristo mismo, y nos indica claramente cuál es el camino de Dios y cómo hallarlo.