Elías

2 Reyes 1

Ocozías - Ciertamente morirás

De la misma manera que el ministerio público de Elías había empezado con un mensaje de juicio para Acab, se termina con un mensaje de muerte dirigido a su malvado hijo, el rey Ocozías. Leemos acerca de este hombre: “Hizo lo malo ante los ojos de Jehová, y anduvo en el camino de su padre, y en el camino de su madre, y en el camino de Jeroboam hijo de Nabat, que hizo pecar a Israel” (1 Reyes 22:52). Su carácter combinaba la complacencia en sí mismo que había animado a su padre con la fanática idolatría de su madre. Los tres años y medio de hambre, la derrota de Baal en el monte Carmelo, el juicio de los falsos profetas, los solemnes designios de Dios para con su padre, son otros tantos hechos que debían ser bien conocidos por Ocozías. Pero, indiferente a todas estas advertencias, “sirvió a Baal, y lo adoró, y provocó a ira a Jehová Dios de Israel, conforme a todas las cosas que había hecho su padre” (v. 53).

No obstante, es imposible endurecerse contra Dios y prosperar. Las dificultades se hacen sentir alrededor del malvado rey. Moab se rebela y él mismo queda inmovilizado como consecuencia de una caída desde la ventana de una sala alta de su palacio. Esta enfermedad, ¿va a abrir los ojos del rey y volver sus pensamientos hacia Jehová, el Dios de Israel? Lamentablemente, en la prosperidad había vivido sin Dios y, en las dificultades, menosprecia el castigo de Dios. Mientras tenía buena salud, había servido a los ídolos con todo el celo fanático de su madre y, en su enfermedad, su espíritu depravado es incapaz de escapar al poder demoníaco de ellos. En lugar de volverse arrepentido hacia Dios, el Dios de Israel, consulta a Baal-zebub, el dios de Ecrón, para saber si se sanaría de su enfermedad.

En Ecrón estaba el gran oráculo pagano de esta época, el templo del dios sidonio Baal-zebub, literalmente el dios de las moscas. Sus adeptos le atribuían el poder de sanar enfermedades y de expulsar a los demonios. Por eso, en los días del Nuevo Testamento, los fariseos acusaban al Señor de echar fuera a los demonios por medio del poder de Beelzebú. Mucho tiempo antes, Saúl, sumamente perturbado, se había vuelto hacia los demonios y había oído pronunciar su juicio inmediato por medio del profeta Samuel. Ocozías, a su vez, repite el horroroso pecado del rey Saúl. Agobiado por las dificultades, él también, de forma aparatosa y pública, provoca al Dios vivo reclamando la ayuda de los demonios y, de la misma manera, oye pronunciar su juicio por medio del profeta Elías.

Lamentablemente, los hombres de nuestro tiempo y de nuestra generación no han tenido en cuenta el solemne ejemplo de estos pecadores de sangre real. Vemos, en medio de sus profundas dificultades y de sus agobiantes calamidades, cómo los hombres tienden sus manos hacia los demonios. Como han vivido sin Dios en los días de prosperidad, no se han arrepentido y rehúsan reconocer a Dios en los días de su calamidad, caen bajo el poder de los demonios. Sabios, gente culta e incluso a veces religiosos, se entregan diligentemente al seguimiento del espiritismo. Ni la inteligencia, ni la imaginación, ni la religión humana pueden impedir que se caiga bajo el poder de los demonios, lo que confirma que jugar con el diablo es sellar el propio juicio de uno. “Ya está en acción el misterio de la iniquidad”. Como los hombres han abandonado a Dios y despreciado el Evangelio, están dispuestos a ponerse bajo la dirección de aquel “inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:7, 9-12).

La apostasía abre el camino al espiritismo, y el espiritismo prepara el camino al hombre de pecado, cuya venida es obra de Satanás.

Pero los hombres olvidan, como Ocozías, que nuestro Dios es fuego consumidor y que, si ellos desprecian su gracia y ofenden su majestad, terminará por llevarlos a juicio y reivindicará su propia gloria. Ocozías lo descubre por propia experiencia. Por instrucción del ángel de Dios, Elías detiene a los servidores del rey y les transmite un mensaje de Dios, quien pronuncia su juicio. El rey no se levantará de su cama, sino que ciertamente morirá. Como alguien lo ha dicho: «La muerte debe reivindicar la verdad y la existencia de Dios, cuando la incredulidad niega y rechaza toda otra evidencia».

Este es, pues, el último mensaje de Elías antes de que sea retirado de una escena de pecado para ser introducido en una escena de gloria. Para la humilde viuda en su aislada casa, él había sido “olor de vida para vida”; para el rey apóstata en su impío palacio, él era “olor de muerte para muerte”.

Después de haber entregado su mensaje, Elías se retira a la cumbre de un monte. Esta separación moral respecto del mundo culpable de su época, la que lo coloca espiritualmente por encima de él, está fuera del alcance de la ira de los hombres y del poder de los demonios. Es esa una santa y dichosa separación que testimonia cuán completamente el hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras ha sido restablecido en esta apacible confianza que es la parte del hombre de Dios. Los reyes apóstatas, las Jezabeles perseguidoras, los jefes de cincuenta y sus hombres ya no inspiran más temor a Elías cuando, con serena confianza en el Dios vivo, está sentado en la cumbre del monte, esperando la maravillosa escena que lo introducirá en la morada gloriosa.

¡Qué bendita es la posición de los cristianos! En el seno de una cristiandad próxima a la apostasía pueden, como Elías en su tiempo, estando moralmente separados de este presente siglo malo, descansar serenamente mientras esperan el gran momento en que, a la voz de mando del Señor, serán introducidos en una escena de gloria, para estar siempre con el Señor.

En esta posición de separación moral, Elías no solamente está fuera del alcance de sus enemigos, sino que el fuego de Dios está a su disposición para destruirlos. El ángel de Dios que envía un mensaje de juicio al rey impío es también aquel que “acampa alrededor de los que le temen, y los defiende” (Salmo 34:7). Así, dos jefes de cincuenta y sus hombres son devorados por el fuego del cielo. El rey, sabiendo que tiene que habérselas con un hombre con poder poco común, envía sus jefes de cincuenta y sus hombres. Completamente impasible ante este despliegue de fuerzas, Elías responde tranquilamente: “Si yo soy varón de Dios, descienda fuego del cielo, y consúmate con tus cincuenta”. Si Elías es un hombre de Dios, entonces Dios está con Elías y Ocozías debe aprender que los reyes y todos sus ejércitos no tienen ningún poder contra un hombre si Dios está con él.

Hay, sin embargo, una lección más importante en esta solemne escena. Dos veces en la historia de Elías el fuego desciende del cielo, pero en ocasiones muy diferentes. En el monte Carmelo, “cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto”. El fuego cayó sobre la víctima expiatoria de los pecados del pueblo culpable y el pueblo resultó indemne, ya que ni un israelita fue tocado por ese fuego. Y el pueblo fue llevado a Dios: “se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!”. Este es un tipo de ese único momento en el que también Cristo “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Han pasado años desde que el fuego cayó sobre la víctima en el monte Carmelo; la gracia de Dios, que proveyó un sacrificio y puso al pueblo culpable al abrigo del juicio, ha sido olvidada. El sacrificio ha sido despreciado y ahora también el fuego cae desde la cumbre del monte. Dios nuevamente va a reivindicar su gloria por medio del fuego consumidor. Pero esta vez no hay víctima entre un Dios santo y un pueblo culpable. El sacrificio ha sido descuidado y el fuego cae sobre el pueblo culpable para destruirlo totalmente.

Esto no es más que una débil imagen del destino que le espera a este mundo culpable. Durante largos siglos ha sido proclamada la buena nueva del perdón de los pecados por medio del sacrificio de Cristo. Los hombres han despreciado ese sacrificio a tal punto que, en estos tan favorecidos países de la cristiandad, ha llegado a ser un hecho indiferente. Dios no puede ser burlado; si el hombre desprecia el juicio de la cruz y pisotea al Hijo de Dios, “ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” (Hebreos 10:26-27). Si los hombres no quieren aprender que Dios es un Dios de gracia que puede perdonar a causa del sacrificio de Cristo, deberán aprender, por medio del juicio que caerá sobre ellos, que Dios es un fuego consumidor y que se venga de todos aquellos que desprecian a su Hijo. Aquel que soportó el juicio en la cruz es el mismo que será revelado del cielo, como llamas de fuego, para ejercer la venganza contra aquellos que no quieren saber nada de Dios y contra aquellos que no obedecen (o aceptan) al Evangelio.

Cuán preferible es, frente a las advertencias de la palabra de Dios, seguir el ejemplo del tercer jefe de cincuenta, quien pide su gracia y la obtiene.

En esta última escena, Dios reconoce públicamente a su siervo restablecido y se sirve de él. Elías, sin temor, da testimonio para Dios en la misma ciudad de la que había huido a causa de la amenaza de una mujer. Obediente a la palabra de Dios, sin trazas de temor, este hombre solitario, escoltado por el ejército del hostil rey, desciende a la fortaleza del enemigo para reivindicar la gloria de Dios mediante la repetición del mensaje judicial. El rey apóstata está allí –y, sin duda, la malvada Jezabel también–, pero ni la ira de los reyes ni las amenazas de mujeres violentas despiertan el menor temor en este hombre restablecido, quien, también entonces, pone su confianza en el Dios vivo, teniendo al mundo detrás y la gloria ante él.

Muchos siglos más tarde, este último hecho público de la historia de Elías es recordado por los discípulos del Señor Jesús (Lucas 9:51-56). Su camino aquí abajo llegaba a su fin, pues iba a cumplirse el tiempo en que él había de ser recibido arriba. El Señor Jesús, afirmando su rostro para ir a Jerusalén, atravesaba el país de Elías y, así como en otro tiempo los habitantes de esta comarca habían rechazado al siervo de Dios antes que subiera al cielo, ahora, en análogas circunstancias, rechazan al propio Señor. Las puertas eternas iban a abrirse ante el rey de gloria. El cielo estaba preparado para recibir a Dios, poderoso en batalla; pero, en cuanto a la tierra, leemos: “Mas no le recibieron”. Los discípulos sienten profundamente el insulto hecho a su Señor y Maestro. Poco comprenden la elevación de la gloria en la que iba a entrar; solo pueden ver una pequeña medida de las bendiciones abiertas por medio de Su nueva posición en la gloria. Pero aman al Señor y, así como Elías hizo bajar el fuego del cielo sobre los jefes de cincuenta, ellos quieren destruir por medio del fuego del cielo a esos samaritanos que lo insultan.

Su petición provenía del afecto que tenían por el Señor; la justicia respecto de aquellos que rechazaban a Cristo la reclamaba y, de hecho, como lo hemos visto, llega el día en que el Señor será revelado del cielo, con llamas de fuego, para ejecutar venganza contra un mundo que rechaza a Cristo. Pero ese tiempo no ha llegado todavía; entre el día en que el Señor fue recibido en el cielo y el momento en que vendrá del cielo para ejecutar juicio, está la época más maravillosa de la historia del mundo, época durante la cual Dios dispensa la gracia a ese mismo mundo que rechaza a Cristo. Los discípulos no sabían gran cosa o incluso nada de eso. Podían comprender un juicio ejecutado en la tierra, pero no podían alcanzar el concepto de lo que es la gracia dispensada desde el cielo. No obstante, tal es la gloriosa verdad; Dios proclama la gracia a un mundo de pecadores por medio de Cristo resucitado.

Por medio de él se os anuncia perdón de pecados
(Hechos 13:38).