Elías

1 Reyes 19:9-18

Horeb - El monte de Dios

Llegado a Horeb, el monte de Dios, el profeta busca refugio en una cueva. De nuevo la palabra de Dios le llega con esta pregunta que lo sondea:

¿Qué haces aquí, Elías?

El profeta había huido del lugar del testimonio público y del servicio activo bajo la amenaza de una mujer; había huido para salvar su vida. Había dejado el sendero del servicio con sus sufrimientos, su oposición y sus persecuciones y se había buscado un refugio en la soledad del desierto y en las cuevas de los montes. Ahora su conciencia tiene que ser sondeada y él debe dar cuenta de sus acciones a Dios. Alguien dijo: «En Horeb, el monte de Dios, todas las cosas están desnudas y descubiertas; y Elías tiene que habérselas con Dios y solo con Dios».

Es difícil continuar en el camino del servicio; aparentemente, todo desemboca en el fracaso. Cuando no hay inmediatos resultados de nuestros trabajos, cuando el ministerio es descuidado, el servicio despreciado e incluso combatido, entonces estamos dispuestos a huir de nuestros hermanos, a abandonar el servicio activo y a buscar el descanso bajo un enebro o la soledad en un escondido retiro. Pero el Señor nos ama demasiado para dejarnos descansar en los tranquilos retiros que elegimos. Él formula en nuestra conciencia la pregunta: “¿Qué haces aquí?”.

Tal pregunta no había sido hecha en la soledad de Querit o en la casa de Sarepta. El profeta había sido conducido al aislado torrente y a la casa de la viuda por la palabra de Dios; en cambio había huido a la cueva de Horeb bajo la amenaza de una mujer.

Elías da una triple razón de su huida a la cueva. Primeramente dice: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos”. Sobrentiende que su celo por Dios había sido enteramente vano y que por tal causa había abandonado todo testimonio público. Estar ocupado de nuestro propio celo siempre conducirá a la decepción y al descontento, si no al abandono del servicio.

Luego se queja del pueblo de Dios. Han dejado el pacto de Dios, han derribado sus altares y han matado a espada a sus profetas. Da a entender que la desesperada condición del pueblo de Dios hacía inútil la prosecución de su trabajo en medio de ellos.

Finalmente dice: “y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida”. El profeta afirma que ha quedado solo y que incluso el pueblo ante el cual había dado tan poderoso testimonio se había levantado contra él. Por eso les había vuelto la espalda y había buscado descanso y refugio en esta cueva aislada.

La pregunta de Dios pone de manifiesto el verdadero estado del alma del profeta, pero este aún debía aprender el profundo motivo de su huida. Esta no se debía en absoluto a que su celo no había logrado producir un cambio; tampoco obedecía a la terrible condición del pueblo de Dios o porque ellos buscaran quitarle la vida.

Jamás hubo celo parecido al del Señor. Él podía decir: “El celo de tu casa me consume” (Juan 2:17) y, no obstante, debió comprobar: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas” (Isaías 49:4). Jamás la condición de Israel fue más terrible que cuando el Señor trabajaba en medio de su pueblo. Y con cuánta razón el Señor podría haber dicho en los días de su humillación: «Me buscan para quitarme la vida». Pero, aunque su celo y su trabajo hayan sido vanos, a pesar de la condición del pueblo y aunque este repetidas veces procuró quitarle la vida, jamás, ni por un solo instante, se desvió del sendero de perfecta obediencia a su Padre. Jamás buscó el seguro retiro de una cueva aislada. Continuó su perfecta marcha en ese sendero de la obediencia a su Padre y del desinteresado servicio por los hombres. ¿Cuál es el secreto de esta vida admirable? Lo conocemos al oírle decir:

A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido
(Salmo 16:8).

Además, no miraba las asperezas del camino que tenía que seguir, sino la gloriosa meta de su andar: “Mi carne también reposará confiadamente… Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (v. 9, 11).

Elías, pues, simplemente había huido por haber olvidado poner siempre a Dios delante de él; miraba más bien las asperezas del camino que el glorioso resultado al cual este le conducía. El fracaso de su vida de abnegación en cuanto a producir un cambio, el mal estado del pueblo y la persecución de la que era objeto jamás lo habrían hecho apartarse del camino del servicio si siempre hubiese tenido a Dios delante de él. ¡Qué importan las dificultades del camino si este termina por el arrebatamiento al cielo en un carro de gloria!

De modo que Dios se dirige de nuevo a Elías, diciéndole: “Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová”. Estas palabras revelan el secreto de su fracaso. Elías podía dar muchos motivos plausibles a su huida a la cueva, pero la verdadera razón está ahí: él había olvidado de poner a Dios delante de él. El secreto del valeroso testimonio ante Acab, de su potestad para resucitar al hijo de la viuda, del poder para hacer bajar fuego del cielo y de demandar la lluvia, consistía simplemente en que andaba y obraba por fe, delante del Dios vivo. El secreto de su huida, en cambio, residía en que obraba por temor a una mujer. Cuando se dirige al rey apóstata, le puede decir: “Jehová… en cuya presencia estoy”; cuando considera a la malvada reina, más bien es: «Jezabel, de cuya presencia huyo».

Elías debe aprender otra lección para ser vuelto a la presencia de Dios. Había visto cómo el fuego bajaba sobre el monte Carmelo, había visto los cielos oscurecerse “con nubes y viento” al aproximarse la lluvia y había asociado la presencia de Dios a esas aterradoras manifestaciones de la naturaleza. Había pensado que, después de esta gran muestra del poder de Dios, toda la nación se volvería hacia Dios con profundo arrepentimiento y, efectivamente, en ese momento se habían postrado y reconocido: “¡Jehová es el Dios!”. Pero no había habido un verdadero despertar. Elías debe aprender que el viento, el terremoto y el fuego no pueden ser efectivamente los siervos de Dios para despertar a los hombres; pero, a menos que la “voz callada y suave” (V. M.) sea percibida, ningún hombre es verdaderamente ganado para Dios. El trueno del Sinaí debe ser seguido por la voz callada y dulce de la gracia para que el corazón del hombre sea tocado y ganado. Dios no estaba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, pero sí en la voz callada y dulce.

“Y cuando la oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva”. Elías está en presencia de Dios, motivo por el cual de inmediato cubre “su rostro con su manto”. Lejos de Dios, habla de sí mismo; en presencia de Dios, se esconde. Pero todavía hay orgullo, amargura e ira en su corazón; por eso Dios lo sondea una vez más con la pregunta: “¿Qué haces aquí, Elías?”. Dios quiere que todo sea puesto al desnudo en su presencia. Elías descarga de nuevo su corazón. Todo lo que él dice es verdad en cuanto a los hechos, pero el espíritu con que esto es dicho es absolutamente falso. Es fácil discernir el orgullo herido y el espíritu lleno de amargura que se esconden detrás de sus palabras y que llevan al profeta a hablar bien de sí mismo y solamente mal del pueblo de Dios.

Después de haber repetido sus quejas y mostrado lo que había en su corazón, el profeta debe oír el solemne juicio de Dios.

Primeramente, dice Dios: “Ve, vuélvete por tu camino”. El profeta debe volver sobre sus pasos. Luego debe designar otros instrumentos para proseguir la obra de Dios. Elías se había quejado del mal en el pueblo de Dios; ahora tendrá la triste misión de designar a Hazael como rey de Siria, un instrumento para castigar al pueblo de Dios. El profeta había huido bajo la amenaza de la malvada Jezabel; debe designar a Jehú como rey de Israel, el instrumento para ejecutar el juicio sobre Jezabel. Había hablado en bien de sí mismo y creído que él solo quedaba; debe designar a Eliseo para que sea profeta en su lugar. El profeta, en su queja, había olvidado a Dios y todo lo que Él hacía en Israel, a tal punto que pensaba haber quedado solo y ser el único hombre por medio de quien Dios podía obrar. Le hace falta saber que Dios se había reservado siete mil hombres cuyas rodillas no se habían doblado ante Baal. Efectivamente, Elías había sentido un vivo celo por Dios, pero no había sido capaz de descubrir a estos siete mil hombres. Veía el mal en el pueblo y los juicios que Dios enviaba, pero era incapaz de ver lo que Dios hacía en su gracia.

Frente a este solemne mensaje, el profeta es reducido a silencio. No tiene más que decir de sí mismo. En el monte Carmelo dijo ante el rey y todo Israel: “Solo yo he quedado profeta de Jehová”; en el monte Horeb dos veces dijo en presencia de Dios: “Solo yo he quedado”. Pero, finalmente, debe aprender la saludable lección de que él es uno entre siete mil.

Finalmente podemos observar otro conmovedor rasgo de este incidente: la delicadeza con que Dios obra, incluso cuando debe reprender.

Alguien ha dicho: «Dios obraba con Elías como con un siervo amado y fiel, incluso en el momento en que le hacía sentir su falta de fe; pues Él no permitió que otros lo supieran, aunque nos lo haya comunicado para nuestra instrucción».