El monte Carmelo - La llegada de la lluvia
El juicio abre el camino a la bendición y de esta manera el fuego del cielo es seguido por la lluvia del cielo. El atento oído de Elías percibe el ruido de “una lluvia grande”. Un rumor sobre la cumbre de los árboles, un temblor sobre las aguas –la sorda queja de la tierra– decían al atento oído de Elías que finalmente estaba por llegar el día en que Dios enviaría la lluvia.
Si, por medio de un andar más íntimo con Dios, nuestros oídos estuviesen más ejercitados en oír sus suaves murmullos, y nuestro espíritu más iluminado para interpretarlos correctamente, ¿no oiríamos más a menudo su voz hablándonos de bendición muy próxima en medio de las quejas sordas y tristes que se elevan de este mundo turbado? En el suspiro que se eleva de un lecho de enfermo, o en las lágrimas de un afligido, o en el grito de algún corazón frustrado ¿no discernimos el sonido de una bendición inminente para el alma herida?
Ninguno de esos sonidos llegaba a oídos del rey Acab. Como estaba absorbido por sus propios deseos egoístas, su corazón se había endurecido y sus oídos estaban entorpecidos. Solamente la fe puede leer los signos de los tiempos y penetrar en los secretos de Dios. Cuando todo parece muerto entre el pueblo de Dios, cuando la predicación del Evangelio parece no producir ningún resultado aparente, cuando hay pocas conversiones entre los pecadores y poco crecimiento entre los santos, verdaderamente hace falta una marcha de intimidad con Dios para ver que su mano actúa.
No obstante, cuando la voz de Dios es oída y su mano se discierne, se producen resultados inmediatos. ¿Va a caer la lluvia? Acab sube entonces para comer y beber mientras Elías –el hombre de oído atento– va a subir a la cumbre del monte Carmelo para orar.
Durante tres años y medio no llovió y el hambre se hizo sentir pesadamente en el país. Ahora llega la lluvia; el hambre se terminó. ¡Seguramente Acab va a volverse hacia Dios con reconocimiento! Ha visto la vanidad de los ídolos, la derrota de los falsos profetas, el fuego que vino del cielo y el horrible juicio de los profetas de Baal. Desgraciadamente, esto no causa ninguna impresión en el rey; Dios no tiene ningún lugar en sus pensamientos. Poco le importa Dios o Baal, el profeta del Dios vivo o los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Su único pensamiento es: «Esta fastidiosa hambre ha terminado, va a llover; ahora puedo divertirme a mis anchas». De modo que sube para comer y beber, celebrando esta ocasión con una fiesta. Así actúa siempre el mundo. Dios hace sentir su acción gubernativa sobre los hombres y, durante algún tiempo, se sienten afligidos por la guerra, el hambre o la peste. Apenas se les concede un alivio, vuelven con ánimo renovado a comer, a beber y a divertirse; y Dios es olvidado.
¡Cuán diferente es el efecto causado en el hombre de Dios! Oye el ruido de lluvia abundante y sabe que no es el momento de festejar con el mundo, sino más bien de apartarse de los hombres y estar solo con Dios en la cumbre del monte. Cuando el mundo festeja, es el momento para que el pueblo de Dios suba para orar. La naturaleza diría: Si hay ruido de lluvia abundante, no es necesario orar. Pero, para el hombre espiritual, ese es un motivo para orar.
Sin embargo, para que nuestra oración sea eficaz, debemos cumplir ciertas condiciones. Ellas están ante nosotros en esta solemne escena. Primeramente, la oración eficaz exige que nos retiremos de la prisa y de la agitación de este mundo a un santo retiro con Dios. Como Elías, nos hace falta subir a la cumbre del monte. El mismo Señor nos da la instrucción:
Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre
(Mateo 6:6).
Cuán a menudo nuestras oraciones son ineficaces porque no hemos cerrado nuestra puerta. Para estar conscientemente en la presencia de Dios, debemos concentrarnos, reunir nuestros vagabundos pensamientos y cerrarle la puerta al mundo. Una santa separación y el retiro son la primera condición importante para una oración eficaz.
Después debemos tomar nuestro verdadero lugar en el polvo ante Dios, lo que nos es presentado de una manera notable en el profeta. Al llegar a la cumbre del monte se humilla. “Postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas”. Pocas horas antes había estado en pie por Dios ante el rey, los falsos profetas y todo el pueblo de Israel, y este se había postrado. Ahora, los falsos profetas están muertos, la muchedumbre se ha dispersado y Elías permanece solo con Dios. Al instante se prosterna hasta la tierra y esconde su rostro entre las rodillas. Ante todo Israel, Dios sostiene y honra a su siervo, pero este, solo con Dios, debe aprender su propia nulidad en presencia de la grandeza de Dios. Antes, él daba testimonio de Dios ante pecadores, impartía órdenes al rey, a los profetas y al pueblo; ahora está solo, confiándose a Dios, a quien suplica y, como tal, él también debe recordar que no es más que polvo, completamente dependiente de la gracia de Dios. Abraham dijo: “He aquí que ahora he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza” (Génesis 18:27). Un cristiano de antaño dijo: «Cuanto más se humilla el corazón, más se eleva la oración».
Este relato nos revela otro de los secretos de la oración ferviente y eficaz. No debemos solamente orar, sino velar y orar. El apóstol nos exhorta a hacerlo: “Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2). También leemos: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:18). Vemos esta vigilancia en la oración de Elías, cuando él dice a su criado: “Sube ahora, y mira hacia el mar”. Este subió, miró y dijo: “No hay nada”. Él vela, pero al principio nada ve. Oye el sonido que lo invita a orar y ora y mira, pero al principio no ve nada. Cuán frecuentemente les ocurre hoy lo mismo a los hijos de Dios. Oran y velan al respecto, pero durante algún tiempo Dios juzga bueno hacerlos esperar. Dios tiene lecciones que enseñarnos y por eso puede hacernos esperar a su puerta durante algún tiempo. Velamos para ver si la mano de Dios obra y, desgraciadamente, nada vemos. ¿No es para enseñarnos que nada de Dios es visible mientras algo del yo llena nuestra visión? Debemos aprender a conocer que no somos nada antes de ver obrar a Dios. Creemos que Dios nos escuchará a causa de la urgencia del caso, del fervor de nuestras oraciones, de la rectitud de nuestra causa. Pero Dios nos hace esperar hasta que seamos conscientes de que, si incluso ante los hombres nuestra causa puede parecer justa, ante Dios somos indignos suplicantes, sin nada que reivindicar; únicamente podemos apelar a la gracia de Dios. Además, Dios nos enseña que la oración no es un hechizo secreto del que podemos usar en cualquier momento para obtener lo que queremos, sino que el poder de la oración reside en Aquel a quien oramos.
Pero, si bien ciertas causas de retraso están en nosotros mismos, Dios también tiene su tiempo y su manera para responder a las oraciones. Si, pues, oramos y velamos, y, sin embargo, debemos reconocer como el criado de Elías que “no hay nada”, ¿qué más podemos hacer? Esta pregunta recibe una respuesta muy precisa por parte de Elías. Dice: “Vuelve siete veces”. En otras palabras, debemos perseverar. El apóstol nos exhorta no solamente a orar, sino también a velar a ese respecto “con toda perseverancia”. No podemos apresurar a Dios. Nosotros pensamos en lo que nos es agradable; Dios piensa en lo que incumbe a su gloria y en lo que es para nuestro provecho.
A la luz de esta escena, bien podemos sondear nuestros corazones y preguntarnos si estamos lo bastante cerca de Dios como para oír su invitación a orar mientras todo el mundo tal vez festeja. Y ¿estamos dispuestos a guardar una santa separación para orar, dispuestos a humillarnos en la oración y velar a ese respecto con toda perseverancia?
Una vez cumplidas esas condiciones, ¿no podemos esperar una respuesta a la oración, incluso si, humanamente, hay poco o ningún signo de bendición inmediata? Así fue para Elías; su perseverancia fue recompensada. Sabía que su oración iba a ser correspondida, aunque sus ojos no hubiesen podido ver más que “una pequeña nube”, no más grande que “la palma de la mano de un hombre”. Pero detrás de la semejanza de una mano humana, la fe podía discernir la mano de Dios. Con una confianza muy grande, Elías envía al instante un mensajero a Acab, diciéndole: “Unce tu carro y desciende, para que la lluvia no te ataje”. Para la vista natural, no había signos de lluvia: el cielo estaba perfectamente claro, salvo una nubecita no más grande que la palma de la mano de un hombre. Pero la fe sabía que Dios estaba detrás de la nube y, cuando él actúa, una cosa pequeña puede llegar lejos. Un puñado de harina y un poco de aceite, con Dios, pueden alimentar a una familia durante todo un año. Cinco panes de cebada y dos pececillos, con Dios, pueden saciar a cinco mil personas y una nube pequeña con Dios detrás de ella puede cubrir toda la extensión de los cielos. De modo que, mientras Acab uncía su carro, “los cielos se oscurecieron con nubes y viento, y hubo una gran lluvia”.
“Y subiendo Acab, vino a Jezreel”. Pero “la mano de Jehová estuvo sobre Elías”. La mano de Dios estaba con el hombre que había estado con Dios en la cumbre del monte. Y cuando la mano de Dios está sobre un hombre, este hará todo como conviene y en el momento oportuno. Guiado por Dios, Elías había estado ante el rey para reprocharle su idolatría y ahora, guiado siempre por Dios, el profeta corre ante el rey para honrar y proteger la autoridad del rey ante el pueblo. Elías está instruido para mantener lo que es debido a Dios y manifestar al mismo tiempo el respeto debido al hombre. A su tiempo, mostrará su temor de Dios y a su tiempo honrará al rey.