Elías

1 Reyes 19:1-7

Jezabel - La huida al desierto

Elías había hecho una bella confesión ante el malvado rey, los falsos profetas y la nación idólatra; ahora debe encontrar una oposición de un carácter muy diferente: la de la malvada Jezabel. El rey era egoísta e indolente, solo preocupado por satisfacer sus concupiscencias y sus deseos y absolutamente indiferente a la religión. Jezabel, por el contrario, era una mujer animada por una intensa energía, una fanática que desplegaba un infatigable celo por la idolatría, por lo cual protegía a los sacerdotes de Baal y perseguía a los siervos de Dios. Para lograr sus propósitos religiosos, procuraba manejar el poder temporal y real de su débil esposo.

Por esta razón el Espíritu de Dios se sirve de Jezabel para personificar un sistema religioso corrupto, animado por Satanás, quien procura sus fines con un intenso y persistente celo, persigue siempre o se esfuerza en seducir a los siervos de Dios e intenta manejar el poder temporal para satisfacer sus propósitos. Jezabel se esforzaba por satisfacer los caprichos y las codicias de Acab con el fin de ponerlo enteramente bajo su poder. De la misma manera el sistema papal –al que Jezabel representa– ha procurado, en el transcurso de los siglos, satisfacer las codicias de los reyes y hombres de Estado, como así también las de la masa humana, halagando su avaricia, su vanidad y su orgullo, para poner tanto a los Estados como a los individuos bajo su poder. De la misma manera que la alianza de Acab con esta malvada mujer produjo tal perturbación en Israel, la unión de la Iglesia y del Estado también ha producido la ruina de lo que hoy día profesa ser la Iglesia de Dios en la tierra (Apocalipsis 2:20-23).

Elías debe afrontar ahora la encarnizada persecución de esta terrible mujer. Le falta el valor ante su amenaza de venganza y huye para salvar su vida. Al atravesar el territorio de Judá, llega a Beerseba, ubicada en el extremo sur, lindera al desierto. Hasta aquí había actuado según la palabra de Dios, como había podido decirlo en el monte Carmelo: “Por mandato tuyo he hecho todas estas cosas”. En cambio, aquí no obraba conforme a instrucciones de Dios, sino más bien bajo la amenaza de una mujer. Elías había dejado un momento que la malvada y poderosa Jezabel se interpusiese entre él y Dios. Por eso el hombre que había estado por Dios ante el rey, los falsos profetas y todo Israel, huye ahora ante las amenazas de una mujer. Con razón Santiago puede decir que Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras. En todo esto, Elías no piensa en Dios ni en el pueblo de Dios, sino en él mismo. Dios había conducido a Elías a un testimonio público, pero ahora su fe retrocede ante la oposición que ese testimonio acarrea. Abandona el sendero de la fe y anda según la vista. Leemos:

Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida.

Hasta aquí Elías había sido sostenido en las ejercitantes circunstancias que había atravesado, merced a la clara visión que su fe le daba del Dios vivo, pero en esta nueva prueba, su fe desfalleciente pierde de vista al Dios vivo y no ve más que a una mujer violenta.

Frente a las amenazas de esta mujer, el Dios que lo había conducido y preservado, la harina que no escasea, el aceite que no disminuye, el poder de Dios que resucita los muertos, que hace bajar fuego del cielo y que envía la lluvia, todo esto desaparece completamente de su espíritu. En un instante, todo es olvidado y el profeta no ve más que una mujer desenfrenada y la muy cercana perspectiva de una muerte violenta. “Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida”. Pedro, por su parte, “al ver el fuerte viento, tuvo miedo” y comenzó a hundirse (Mateo 14:30). Al dejarse guiar por la vista, el gran apóstol se hunde y el gran profeta huye. Si mira a las cosas visibles, el hombre de Dios es más débil que el hombre del mundo. Solo andando por la fe que ve a Aquel que es invisible podremos ir hacia adelante en medio de las crecientes dificultades y de las terribles circunstancias de los días en que vivimos.

“Se fue para salvar su vida”. No era por su Dios, ni por el pueblo de Dios ni por el testimonio de Dios, sino que se fue para salvar su vida. Sin tener en cuenta nada más que a sí mismo, huye tan lejos como le es posible del lugar del testimonio. Deja el país de la promesa, le da la espalda al pueblo de Dios y huye a Beerseba.

Lamentablemente, frente a la prueba también nosotros podemos olvidar fácilmente lo que el Señor ha sido para nosotros en el pasado. El camino por el que nos ha conducido, la gracia que nos ha preservado, el corazón que nos ha amado, la mano que nos ha sostenido, la palabra que nos ha dirigido, todo es olvidado en presencia de una prueba terriblemente real para la vista y los sentidos. Vemos la prueba y perdemos de vista a Dios. Ante una prueba pasajera, huimos en lugar de mantenernos ante Dios. Procuramos escapar de la prueba en lugar de buscar la gracia de Dios que nos sostenga en la prueba y nos enseñe el pensamiento de Dios.

Una vez llegado a Beerseba, Elías dejó allí a su criado y se fue por el desierto camino de un día. En este lugar solitario se puso a orar. Pero esta oración cuán diferente es de las precedentes. Con anterioridad, él había orado por la gloria de Dios y la bendición de la nación: ahora, pedía para él. Y ¡qué demanda! Exclama: “Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres”. Solo él se tiene en cuenta. Al huir de Jezabel y al orar en el desierto no piensa más que en él. Huye “por su vida” y ora por sí mismo.

Todo esto habla del profundo desaliento del profeta. Había visto el magnífico despliegue del poder de Dios en el monte Carmelo; había visto al pueblo, prosternado, reconocer: “Jehová es el Dios”. Había ejecutado el juicio sobre los profetas de Baal, había visto venir la lluvia como respuesta a su oración y, sin duda, esperaba un gran renacimiento del culto de Dios y de la bendición de Israel por medio de su ministerio. Aparentemente, todo había fracasado. Elías no estaba preparado para ello. Había pensado que él era mejor que sus padres y que bajo su poderoso ministerio habría un retorno verdadero y general hacia Dios, pero esto no había sucedido. Los años de hambre, la destrucción de los profetas de Baal, la lluvia del cielo, todo parece haber sido en vano; tan vano, en realidad, que Elías –el hombre que había representado a Dios– debe huir para salvar su vida. ¡Pobre Elías! podía hacer frente al rey, a los profetas de Baal y a todo Israel, pero no estaba preparado para afrontar el fracaso de su misión. Su último esfuerzo para traer el pueblo a Dios había sido vano. Lo mejor, por consiguiente, sería morir. Encontraría así el descanso después de una labor inútil y de un conflicto desesperado.

Qué merced volverse del servidor hacia el perfecto Maestro y ver brillar la infinita perfección de este en su rechazo. Después de todos sus milagros de gracia, sus palabras de amor, sus hechos poderosos, es despreciado y rechazado, tratado de comedor y bebedor, y tienen consejo para hacerlo morir. En ese momento de total rechazo y de aparente fracaso de todo su ministerio, él se vuelve hacia el Padre y puede decirle: “Te alabo, Padre… Sí, Padre, porque así te agradó” (Mateo 11:25-26).

Elías no es muerto y no pasó por la muerte. Dios tenía otro plan para su amado siervo. Él no quería dejar que su siervo dejara este mundo como un hombre decepcionado, agobiado bajo el peso del desaliento, para morir en un lejano desierto. Su introducción en el cielo será muy diferente. El carro de Dios espera el momento escogido por Dios para transportarlo al cielo con gloria y honor. Mientras tanto, es objeto de los tiernos cuidados de Dios. Da el sueño a su amado; ángeles le sirven; le es provista comida y le es calmada su sed.

En el día de la manifestación de su fe, los cuervos pueden alimentarlo y la viuda sustentarle; en el día de su abatimiento, los ángeles lo sirven y Dios mismo lo alimenta. ¡Qué Dios el que cuida de nosotros! “Nunca decayeron sus misericordias”.

Si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias
(Lamentaciones 3:22, 32).

Tal fue la experiencia de Elías; despertado por el ángel, él miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua”. Además, el Dios de los tiempos de Elías es el Jesús del tiempo del evangelio y, en circunstancias semejantes, los errantes discípulos pueden pasar toda la noche pescando sin recoger nada, pero encontrar, a la mañana siguiente, al Señor de gloria respondiendo a las necesidades de sus discípulos desfallecientes con un fuego de brasas y un pescado puesto encima, pan y una invitación llena de amor: “Venid, comed”.

Lo mismo nos pasa a nosotros. Nuestra fe puede debilitarse; podemos desanimarnos como consecuencia del aparente fracaso de todo nuestro servicio y, en los momentos de desaliento y de decepción, podemos perder toda energía y tener pensamientos amargos, orar sin discernimiento, incluso murmurar sobre nuestra suerte; y, no obstante, los tiernos cuidados de Dios jamás cesan; sus compasiones nunca faltan…

Después de haber reconfortado a su siervo con el sueño y la comida, Dios le habla: “largo camino te resta”. ¡Qué camino el de Elías a través de este mundo! Querit, Sarepta, el Carmelo, Horeb son las etapas y el carro de fuego está preparado para ponerles fin con poder y gloria; pero cada etapa era “larga” para Elías. El poder desplegado, el ánimo pedido, la fe requerida, la oposición que debía encontrar, las privaciones que tenía que soportar, todo era demasiado grande para un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras. Si por un solo momento Elías pierde de vista al Dios vivo, si descuida su andar en la diaria dependencia de Dios, al instante descubre que no es mejor que sus padres y que el camino es “largo” para él.

Para nosotros, los cristianos, es bueno comprender que aquí abajo no nos espera el descanso. También nosotros estamos en un camino que termina en la gloria, pero un camino en el que hay pruebas que encontrar, dificultades que vencer, un testimonio que dar y una oposición que enfrentar. También nosotros podemos sentir que el camino es “largo” y que somos demasiado pequeños para recorrerlo.

Pero si bien el camino era muy largo para Elías, no lo era para el Dios de Elías. En su tierno amor, Dios provee a las necesidades de su siervo; y “fortalecido con aquella comida” –los alimentos que Dios había dado– caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios.

Todas las cosas son posibles para Dios. Por cierto que, al ver la gran extensión del camino y nuestra pequeñez, bien podemos decir: “Para estas cosas, ¿quién es suficiente?”. Pero la respuesta llega al instante: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 2:16; 12:9). Y entonces, como la gracia y el poder de Cristo resucitado están a nuestra disposición, bien podemos proseguir nuestro camino fortalecidos “en la gracia que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 2:1).