Acab - El mensaje de Dios
Elías, profeta del Dios vivo, empieza su ministerio público en los más sombríos días del pueblo de Israel. Está encargado de despertar las conciencias y de reconfortar el corazón del pueblo de Dios en los días de ruina. Primeramente debe llevar al desfalleciente pueblo de Dios a tener noción de sus responsabilidades, aplicándoles la palabra de Dios a sus conciencias. Seguidamente, alentará a los fieles elevando sus pensamientos por encima de la ruina que los rodea, y sostendrá sus corazones presentándoles las glorias venideras.
Por cierto este es el ministerio que conviene en un tiempo de ruina. Cuando todo está en orden en el pueblo de Dios, el don de profecía no es necesario, ¡no tiene por qué ejercerse! Se ha hecho notar que en los gloriosos días de Salomón no había ningún profeta. Todo estaba en orden; el rey, en su trono, administraba justicia; los sacerdotes y los levitas se dedicaban a su servicio y el pueblo estaba en paz. Pero cuando todo cayó en el desorden, como consecuencia de las faltas y de la desobediencia del pueblo de Dios, entonces, por gracia de Dios, el profeta entra en escena. El mal, en el pueblo de Dios, indefectiblemente debe encontrar Su juicio, pues Dios es veraz y reivindica la gloria de su nombre. Pero Dios no castiga a un pueblo, cualquiera sea su iniquidad, sin haberle enviado un testimonio. Es la misma gracia de Dios la que suscita al profeta en un día de ruina.
Los caminos de Dios no han cambiado hoy en día. Algunos piensan que el don de profecía se limita a la predicción de acontecimientos futuros; como conclusión sostienen que el don de profecía ya no existe. Es verdad que la revelación de Dios está completa y que la palabra de Dios nos comunica todo lo que tenemos necesidad de saber respecto al porvenir; pero eso no significa de ninguna manera que el don de profecía haya terminado. El Nuevo Testamento muestra con toda evidencia que Dios estima en sumo grado este don. En 1 Corintios 14 leemos: “Seguid el amor; y procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis”, pues “el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación” (v. 1, 3). Es esencial, en los días de ruina, debilidad y faltas del pueblo de Dios, despertar la conciencia de los creyentes, consolar sus corazones y avivar sus afectos hacia Aquel que va a venir. Quien pueda hablar así “a los hombres para edificación, exhortación y consolación”, será un verdadero profeta.
Elías era un verdadero profeta de Dios. Nunca antes el pueblo de Dios se había degradado a tal punto. Cincuenta y ocho años habían pasado desde la división del reino en dos después de la muerte del rey Salomón. Durante este período, siete reyes se habían sucedido, y todos, sin excepción, fueron hombres malvados. Jeroboam había hecho pecar a Israel con los becerros de oro (1 Reyes 12:28). Nadab, su hijo, “hizo lo malo ante los ojos de Jehová, andando en el camino de su padre” (cap. 15:26). Baasa era un asesino; Ela, su hijo, un borracho; Zimri, un traidor y un asesino (cap. 15:28; 16:9-10). Omri era un aventurero que se apoderó del trono e hizo peor que todos sus predecesores (cap. 16:16-17, 25). Y Acab, su hijo, todavía lo superó (cap. 16:30); tomó por mujer a la malvada e idólatra Jezabel y llegó a ser el jefe de la apostasía. En su tiempo, todo vestigio de culto público a Dios desapareció del país. La idolatría se generalizó. Los becerros de oro eran adorados en Bet-el y en Dan; la casa de Baal estaba en Samaria; las Aseras estaban por doquier y los profetas de Baal ejecutaban sus ritos idólatras públicamente.
En el seno de esta escena de tinieblas y de degradación moral, un testigo del Dios vivo, solitario pero notable, entra en escena. Elías tisbita afronta públicamente al rey, anunciando un juicio inminente:
Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra.
Las primeras palabras del profeta indican al rey que tiene que vérselas con el Dios vivo. Elías es encargado de transmitir de su parte un mensaje muy poco agradable al hombre más poderoso del país. Consciente de estar ante el Dios vivo, Elías es liberado de todo temor cuando se encuentra frente al rey apóstata.
Muchos años antes, Dios había dicho a Israel por boca de Moisés: “Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y se encienda el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia” (Deuteronomio 11:16-17). Este solemne aviso no había producido efecto. La idolatría había existido casi sin interrupción desde los días de Moisés y se había desarrollado hasta llegar a ser universal. Dios había dado prueba de paciencia durante mucho tiempo, pero la idolatría del país había provocado “la ira de Jehová Dios de Israel” (1 Reyes 16:33) y el juicio anunciado desde hacía mucho tiempo iba a cumplirse. No habría “lluvia ni rocío”, sino por palabra del profeta. Dios quiere así cumplir su palabra y mantener su gloria, cubrir la idolatría de desprecio y honrar al hombre que da testimonio de Su parte.
Bien podemos preguntarnos cuál era el secreto de la intrepidez de Elías en presencia del rey, la seguridad con la que anuncia el juicio que iba a venir y su firme convicción de que este se ejecutaría según su palabra.
Primeramente, para él, Jehová era el Dios vivo. Dios no era reconocido públicamente en ningún lugar. Aparentemente, ni una sola alma en el país creía en Él. En ese tiempo de decadencia universal Elías se alza resueltamente como aquel que creía y confesaba públicamente que Dios vivía.
Aun más, puede decir de Jehová: “En cuya presencia estoy”. No solamente creía en el Dios vivo, sino que también todo lo que decía o hacía era por estar consciente de hallarse en la presencia de Dios. Como consecuencia, es liberado del temor del hombre y guardado en perfecta paz en medio de circunstancias terribles, consciente del apoyo de Dios.
En el Nuevo Testamento encontramos otra verdad que concierne a Elías. Santiago cita al profeta como ilustración de las poderosas cosas que pueden ser hechas por medio de la ferviente suplicación del justo. La oración dicha en lo secreto era uno de los grandes resortes de su poder en público. Podía mantenerse ante el malvado rey porque antes había estado de rodillas ante el Dios vivo. Su oración no era una vana repetición, sino una ferviente súplica que “puede mucho”. Una oración que tenía como objeto la gloria de Dios tanto como la bendición del pueblo; por eso “oró fervientemente para que no lloviese”. ¡Cuán terrible era tener que presentar tal oración ante el Dios vivo! No obstante, al ver la condición del pueblo y comprobar que Dios ya no era reconocido en ningún lugar del país, Elías comprende que más le valían al pueblo los años de sequía. Esto podía volver a traerlo a Dios, mientras que el gozo de la prosperidad a costa del desprecio de Dios lo conduciría a un juicio peor. El celo por Dios y el amor por el pueblo eran los móviles de esta solemne oración.
Santiago también nos recuerda que Elías “era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras”. Como nosotros mismos, él conocía las debilidades humanas. ¡Qué lección reconfortante es esa! Como Elías, nosotros podemos obrar con el poder de Dios si, a pesar del mal que nos rodea, somos conscientes de que él es el Dios vivo, si hablamos y obramos constantemente como estando en su presencia, y si estamos más a menudo en ferviente oración ante él, bajo la dirección del Espíritu.