Elías

1 Reyes 17:8-24

Sarepta - La casa de la viuda

El arroyo se había secado, pero Dios permanecía. Él no olvidaba a su siervo. Conocía sus necesidades y había visto el arroyo seco. Pero no había habido ninguna palabra de advertencia ni nueva directiva antes del desecamiento del arroyo. El amor del Señor provee a las necesidades de sus santos, pero las sendas que su sabiduría utiliza los mantiene en el sendero de la fe.

Además, el plan que Dios da es tan notable, tan contrario a todo lo que el profeta habría podido concebir, tan opuesto a su educación religiosa, a sus pensamientos naturales y a sus instintos espirituales que, si el plan hubiera sido expuesto al profeta antes de la desaparición del arroyo, quizás no habría manifestado una obediencia tan espontánea. Elías era un

Hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras
(Santiago 5:17)

y quizá tenía necesidad, como nosotros, de la presión de las circunstancias para que obedezca y sea llevado a un camino tan contrario a los pensamientos del hombre natural.

Por extraño que pueda parecer, el profeta recibe la orden de levantarse, ir a Sarepta y morar allí. Debe dejar el país de la promesa e ir a una ciudad de las naciones y, entre todas las ciudades, una que pertenecía a Sidón, el foco del culto de Baal, el que había causado la ruina del país. También era la morada de la malvada Jezabel, quien había introducido el culto de Baal y dado muerte a los profetas de Dios. Y, cosa más extraña todavía, al llegar a este país extranjero, el gran profeta debe depender de una viuda para su subsistencia diaria, pues dice Dios : “He dado orden allí a una mujer viuda que te sustente”. Si Dios hubiese ordenado al profeta que alimentase a la viuda, lo habríamos admitido más fácilmente. Pero no, el plan de Dios es que la viuda alimente al profeta. Había otras ciudades y otras comarcas alrededor de Israel que eran infinitamente menos culpables que Sidón. Había “muchas viudas” en Israel (Lucas 4:25), igualmente en una condición muy triste, pero ellas no respondían a los propósitos del plan de Dios.

Como siempre, Dios tiene en vista a Cristo. Mil años más tarde, en Nazaret, el Señor tendría necesidad de una ilustración de la soberana gracia de Dios, y por eso el profeta Elías debe ir a la casa de una viuda necesitada del país de Sidón triplemente culpable. Dios tiene un propósito en cada detalle del camino en el que pone a sus siervos, incluso si mil años deben pasar antes de que ese propósito sea revelado.

La fe del profeta obedece a la palabra de Dios sin hacer preguntas. “Él se levantó y se fue a Sarepta”. Movido por la fe, quizás empujado por las circunstancias adversas, obedece a Dios y emprende su solitario camino hasta la lejana ciudad de Sidón, a través de un país árido y desolado, cubierto de espinos y cardos, donde los enemigos y las trampas abundan.

A la entrada de la ciudad, el profeta se encuentra frente a la viuda. Para la vista natural y la razón humana, parece imposible que ella pueda ser la indicada para alimentarlo. En una indigencia absoluta, esta viuda desolada y atormentada por el hambre ha llegado al límite de sus recursos. No le queda más que un puñado de harina y un poco de aceite en una vasija. Recoge leña para preparar una última comida para ella y su hijo, esperando que la muerte venga a poner término a sus sufrimientos. Apenas con lo indispensable para preparar una única comida, ¿cómo podría ella alimentar al profeta? La viuda por cierto habla del Dios vivo, pero es el Dios de Elías, pues ella dice: “Tu Dios”, y no «mi Dios». Ella no tenía una fe personal en el Dios vivo, ya que sus esperanzas estaban ligadas a la tinaja de harina y a la vasija de aceite y, estando estos vacíos, no tiene ante ella más que las puertas de la muerte. Pero Dios tiene otro plan que la muerte de la viuda. Su gracia ha previsto que la vida –la vida de resurrección– llenara su casa de bendición. En cuanto a Elías, en el tiempo determinado por Dios entraría en la gloria, no por las puertas de la muerte, sino en un carro de fuego con caballos de fuego. Mientras tanto, debe morar algún tiempo en Sarepta. Ahora bien, Sarepta significa el lugar del alto horno. El profeta soportó la prueba del arroyo seco en Querit; ahora debe afrontar el horno de la prueba en Sarepta. Pero es el camino de Dios hacia el Carmelo. Elías va a ser llamado a hacer bajar fuego del cielo (1 Reyes 18:36-38). ¡Pues bien! antes debe atravesar el fuego en la tierra. Deberá mantenerse solo por el Dios vivo ante todo Israel; por eso primeramente debe aprender, en lo secreto, el poder de Dios en el horno de la prueba. El arroyo seco de Querit y el fuego afinador en Sarepta son etapas en el viaje hacia el Carmelo y el carro de fuego.

No obstante, cuán humillante es para el orgullo ser alimentado por una viuda; cuán penosas para el amor propio son esas circunstancias desesperadas. Pero la pobreza de la viuda, el puñado de harina, la vasija de aceite y la muerte planeando sobre todos, solo sirven para manifestar los recursos del Dios vivo. Una vez revelada la total debilidad y el desesperante estado de las circunstancias, Dios es libre de desplegar los recursos de su gracia. El pedido de Elías –“un poco de agua” y un “bocado de pan”– revelan la condición de la viuda. Así establecida la verdad, la gracia puede desplegarse. ¡Con qué riqueza la gracia llena la casa de la viuda! Todo temor quedaba descartado, pues las primeras palabras de gracia fueron: “No tengas temor”.

A continuación viene la provisión de la gracia: “La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá”. Sus necesidades son satisfechas y la muerte es expulsada de su casa.

En esta bella escena tenemos aun la enseñanza de la gracia, pues la gracia no solamente trae la salvación a los necesitados, sino que también nos enseña cómo vivir. La vida dada por medio de la gracia es una vida de dependencia. Lo prometido no consiste en una tinaja de harina y una vasija de aceite. Las provisiones de la gracia son ciertamente ilimitadas, pero la gracia no da reservas como la naturaleza desea tener. La promesa era que el puñado de harina no escasearía y que la vasija de aceite no se vaciaría. Habría lo suficiente para cada día, pero no una reserva para el día siguiente. La gracia nos enseña a vivir dependiendo del Dispensador de la gracia.

Finalmente, está la esperanza de la gracia, pues la gracia ofrece un porvenir bendito: llegaría “el día”, el gran día, el día bienaventurado en el que Dios enviaría la lluvia. ¡Qué hogar dichoso –aunque no sea más que la casita de la viuda– aquel que es alimentado por las provisiones de la gracia, dirigido por las enseñanzas de la gracia y alentado por la esperanza de la gracia!

Desde entonces, esta misma gracia ha sido revelada con una plenitud infinitamente más grande. En casa de la viuda nos movemos entre las sombras, pero ahora, desde la venida de Aquel que está lleno de gracia y de verdad, tenemos la realidad. Durante todos los días de nuestra peregrinación en este mundo de miseria, tenemos, nosotros también, la tinaja de harina que no escaseará y la vasija de aceite que jamás disminuirá. Es que la harina –la fina flor de harina– nos habla de Cristo, Aquel de quien está dicho: “Tú permaneces”, y “Tú eres el mismo” (Hebreos 1:11-12). Otros pueden faltarnos, pero él permanece. Otros pueden cambiar, pero él es el mismo. Y el aceite nos habla de este otro Consolador –el Espíritu Santo– que ha venido para estar eternamente con nosotros (Juan 14:16). Los arroyos terrestres se secan, pero, con Cristo viviendo en la gloria y el Espíritu morando en la tierra, el cristiano posee recursos que jamás faltarán.

Además, la gracia de Dios que se ha manifestado para salvación nos enseña a vivir “en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). Tal vida solo puede ser vivida manteniendo una dependencia diaria respecto de Cristo, por el poder del Espíritu Santo.

Y la gracia de Dios que se ha manifestado para salvación y que nos enseña cómo vivir, ha puesto ante nosotros esta esperanza bienaventurada: la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. La manifestación de la gracia conduce a la manifestación de la gloria (Tito 2:11, 13). Entonces, de manera efectiva, las necesidades de los santos serán satisfechas, sus pruebas habrán pasado para siempre y el hambre de aquí abajo habrá terminado para siempre.

Pero otras revelaciones de la gloria del Dios vivo están reservadas para la familia de Sarepta. Dios tiene otras lecciones para Elías y ejercicios más profundos para la viuda. Dios iba a revelarse no solamente como Aquel que mantiene la vida, sino también como Aquel que da la vida. A fin de estar preparado para el gran día del Carmelo, Elías debe conocer a Dios como el Dios de resurrección. Para mantener apacibles relaciones con Dios, la viuda debe conocer a Dios como el Dios de verdad tanto como el Dios de gracia, y para eso su conciencia debe ser despertada y su pecado recordado y juzgado.

Para que estos elevados propósitos se concreten, la sombra de la muerte debe abatirse sobre la casa de la viuda. Su único hijo cae enfermo y muere. Durante todo un año la viuda ha gozado, con fe simple, de las gracias que Dios acordó, pero, en presencia de la muerte, su conciencia es despertada y ella se acuerda de su pecado, pues la muerte es la paga del pecado. Mientras nuestra vida transcurre apaciblemente y nuestras necesidades diarias son satisfechas, podemos vivir sin mucho ejercicio acerca de muchas cosas que, a los ojos de Dios, deberían ser juzgadas. Pero, bajo el efecto de una prueba particular, la conciencia se despierta, la vista se aclara y muchas cosas que, en el pasado, podían haber sido malas –como pensamientos, palabras, costumbres y acciones– son consideradas, rectificadas y juzgadas ante Dios.

Elías también tiene lecciones que aprender en esta gran prueba. Es una nueva ocasión para ejercitar su fe en el Dios vivo. De muy bella manera, mira más allá de la enfermedad y del poder de la muerte y ve, en el mal que le ha sobrevenido a esta casa, la mano del Dios vivo. A sus ojos, no es la enfermedad la que ha hecho morir al niño, no es la muerte la que ha caído sobre él; es Dios quien ha herido al hijo de la viuda. Si hubiese sido obra de la enfermedad y de la muerte, no habría ninguna esperanza, pues si bien ellas pueden llevarse al niño, en cambio no pueden volver a traerlo. Pero si es Dios quien ha herido al niño, Dios puede volverlo a la vida.

La fe de Elías pone a Dios entre él y las circunstancias dolorosas. Pero Elías reconoce que en sí mismo no hay poder. Eso es lo que puede significar el hecho de que se haya tendido sobre el niño. Se identifica enteramente con el niño muerto; comprende que, como el niño muerto, en él no hay poder alguno. Elías es impotente en presencia de la muerte. Pero, si bien el niño está muerto, Dios está vivo. Si Elías no tiene poder, Elías puede orar. Al tenderse, se identifica con la impotencia del niño; orando, apela al inmenso poder del Dios vivo.

El hombre “sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” pone de nuevo en movimiento el poder de Dios por medio de la oración. “Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él”. Al dirigirse a Aquel con el que mantiene una relación viva, Aquel al que conoce bien y a quien ha puesto a prueba, puede decir con gran confianza “Dios mío”. Su fe reconoce que está en manos del Dios vivo resucitar al niño muerto y, con una fe todavía más grande, pide que esto se haga. ¿Ha habido hombre, antes o después, que haya presentado jamás una petición más grande a Dios, en un lenguaje tan simple y por medio de una oración tan corta? Es muy evidente que la oración eficaz y ferviente no tiene necesidad de ser complicada ni larga.

La oración es oída y la petición otorgada. Dios se revela como el Dios de resurrección. Dios no es solamente el Dios vivo; no es solamente la Fuente de la vida y el Sustento de la vida, sino que también puede dar vida a un muerto. Él rompe el poder de la muerte y vence a la tumba por medio del ilimitado poder de la resurrección.

Elías no reivindica ningún derecho sobre el niño resucitado, pues lo devuelve a su madre. La mujer enseguida discierne en él a un “varón de Dios”. Sabemos también que Elías era un “hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras”. Y el hombre con las mismas pasiones que nosotros fue transformado en varón de Dios porque era un hombre de oración.