Jesucristo
Por una parte está el Dios santo, y por la otra el hombre pecador… ¿cómo conciliar estas dos cosas?
Preguntas semejantes a esta hallamos en el libro de Job, cuya historia nos lleva a tiempos muy antiguos:
¿Cómo se justificará el hombre con Dios?
(Job 9:2).
“¿Qué cosa es el hombre para que sea limpio, y para que se justifique el nacido de mujer?” (cap. 15:14).
“¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer?” (cap. 25:4).
“¡Ojalá pudiese disputar el hombre con Dios…!” (cap. 16:21).
En este mismo libro encontramos una respuesta dada por el Espíritu de Dios a través del sabio y humilde Eliú: “Si tuviese cerca de él algún elocuente mediador muy escogido, que anuncie al hombre su deber; que le diga que Dios tuvo de él misericordia, que lo libró de descender al sepulcro, que halló redención” (cap. 33:23-24).
Desde el principio del Nuevo Testamento, el Espíritu de Dios nos muestra al único Mediador entre Dios y los hombres. Este no podía ser hallado entre los hijos de los hombres, porque todos estaban contaminados por el pecado: “No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). Los esfuerzos de esta raza culpable demostraron ser inútiles para producir cualquier mejora. No obstante, Dios quería restablecer una relación entre él y su criatura. El único medio posible era enviar a su Hijo Jesús a la tierra, Emanuel, Dios con nosotros.
¿Quién es Jesús?
1. Su naturaleza divina: “María… había concebido del Espíritu Santo… Porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados… Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo 1:18-23). “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hebreos 1:1-3). "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios" (Juan 1:1).
2. Su naturaleza humana: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).
Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne
(1 Timoteo 3:16).
“Vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte” (Hebreos 2:9). “Yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:17-18).
La realidad de la naturaleza humana de Jesús es demostrada ampliamente en los evangelios, y el testimonio que los apóstoles dan de ella hace que esta verdad sea aún más digna de fe. Solo queremos añadir tres versículos que indican la perfección absoluta de la humanidad que revistió nuestro Señor, pues si bien participó de carne y sangre, no tuvo la naturaleza pecadora del hombre.
“Al que no conoció pecado” (2 Corintios 5:21). “El cual no hizo pecado” (1 Pedro 2:22). “No hay pecado en él” (1 Juan 3:5).
La unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina en una misma persona es un misterio que no nos pertenece analizar. La Palabra de Dios lo declara, nosotros lo creemos y adoramos. Ya los profetas lo habían anunciado, como en este pasaje de Isaías: “Un niño nos es nacido (la humanidad), hijo nos es dado (la divinidad), y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6). Uno a uno estos títulos demuestran la divinidad y la humanidad del Señor Jesús. Él ejercerá los derechos conferidos por dichos títulos según su poder divino y debido a su calidad de Hijo del Hombre, según lo que él mismo dijo: “Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:26-27).
La obra de Jesús
El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos
(Marcos 10:45).
Vino para servir a Dios, su Padre, pero también para servir a su pueblo durante el tiempo del ministerio de su gracia. Venido con la más profunda humildad, tomó forma de siervo (Filipenses 2:7), y estaba en medio de los suyos “como el que sirve” (Lucas 22:27). La perfección de su servicio en favor de los suyos solo es comparable a la perfección de su abnegación. Este humilde servicio condujo al Señor a lavar los pies de sus discípulos, después de haberse ceñido con una toalla para secárselos. Nada era demasiado pequeño ni demasiado modesto para el Siervo perfecto, cuyo único gozo era cumplir la voluntad del que le había enviado.
“Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10:11). Jesús puso su vida al servicio de los suyos durante su ministerio y, más aún, su vida fue dada “en rescate por muchos”.
Las Escrituras presentan diversos aspectos de la muerte del Señor Jesús en la cruz del Calvario:
“El cual se dio a sí mismo por nuestros pecados” (Gálatas 1:4).
“Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Timoteo 2:5-6).
“Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24).
“El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25).
“Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2).
“Cristo… se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14). “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Juan 10:17).
Muchos otros versículos de la Palabra de Dios podrían citarse y todos nos mostrarían los dos grandes propósitos de la muerte de Jesús en la cruz: por una parte la reivindicación de la gloria de Dios según los derechos de su justicia y su santidad; y por la otra, la salvación del hombre y la purificación de su pecado.
El triunfo de Jesús
Mediante su muerte, Jesús destruyó “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). En la cruz, él triunfó sobre las potestades tenebrosas, las despojó y las exhibió públicamente (Colosenses 2:15). Al final de las horas del Calvario, antes de entregar su espíritu en las manos del Padre, dijo: “Consumado es” (Juan 19:30). Entró en los dominios de la muerte como vencedor, porque esta fortaleza inquebrantable, guardada por el mismo Satanás, le fue conferida desde entonces:
Quebrantó las puertas de bronce, y desmenuzó los cerrojos de hierro
(Salmo 107:16).
Nada pudo impedir que la muerte devolviera su presa y que la tumba, a pesar de la gran piedra colocada a su entrada, fuera abierta y encontrada vacía. “Sorbida es la muerte en victoria” (1 Corintios 15:54).
Las pruebas que certifican esta verdad capital son numerosas: “Cristo ha resucitado de los muertos” (1 Corintios 15:20). Este gran hecho es el fundamento de la fe cristiana, por lo cual no nos sorprende que los detractores del Evangelio se hayan ensañado contra esta gran verdad. El triunfo de Jesús no se limita solamente a su propia resurrección: “Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y… saldrán a resurrección de vida” (Juan 5:28-29). Por otra parte, el dominio universal será dado a Aquel que murió en la cruz y resucitó. Numerosos textos de la Palabra nos hablan de este glorioso triunfo. Invitamos al lector a buscarlos en su Biblia, y a descubrir muchos otros:
La historia de José (Génesis 37-41).
La historia de Mardoqueo (Ester 5-8).
Los Salmos 2, 8, 21, 22, 24, 45, 110, etc. Apocalipsis 19:6-16.
“Los profetas que profetizaron… de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:10-11).