La muerte
Si hay algún tema que nos gustaría evitar, es este. Algunos dirán: ¿Aprender a conocer la muerte? ¡Aún será demasiado pronto cuando se presente! No obstante, siempre está presente a nuestro lado. Pero es la de los demás… ¿Nos ilusionaremos pensando que siempre será la muerte de los otros? ¿No es preciso dar la cara y pensar seriamente en este hecho ineludible? Y, ¿cómo podemos saber lo que es la muerte si no es a través de la Palabra de Dios, por medio de Aquel que entró en ella y salió como glorioso vencedor?
Su origen
El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron
(Romanos 5:12).
La consecuencia del pecado del hombre es la muerte, como está escrito: “Porque el día que de él comieres (del árbol de la ciencia del bien y del mal), ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Inducidos por Satanás, nuestros primeros padres transgredieron el único mandamiento que les fue dado. Su muerte fue primeramente de orden moral, y luego física, pues, ¿qué es la vida sino la relación de la criatura con su Creador? Desde la ruptura de esta relación, la muerte ha sido la parte del hombre. Satanás inauguró este dominio con su propia caída. Su deseo era arrastrar al hombre para poder dominarle. La Biblia nos lo declara al hablar de aquel “que tenía el imperio de la muerte”, esto es, el diablo (Hebreos 2:14). En un lenguaje simbólico, el Señor Jesús habla de Satanás y lo describe como el hombre fuerte armado que guarda su palacio, pero viene otro más fuerte que él, el Señor Jesús, “y le vence, le quita todas sus armas en que confiaba, y reparte el botín” (véase Lucas 11:21-22); esto hace alusión a su propia muerte y resurrección, por medio de la cual triunfó sobre el enemigo.
Tal como lo hemos visto, la muerte tiene su origen en el pecado del hombre, y los estragos que ha ocasionado y ocasiona aún hicieron llorar a nuestro Salvador. En efecto, ante la tumba de Lázaro de Betania, Jesús “se estremeció en espíritu y se conmovió… Jesús lloró” (Juan 11:33-35). El sentido profundo del verbo estremecerse es la expresión de la gran pena, mezclada con indignación, producida en el alma del Señor al ver el poder de la muerte sobre el espíritu del hombre. La muerte es “la paga del pecado” (Romanos 6:23); en ella penetró el alma de nuestro amado Salvador y Señor cuando “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Esta obra de la cruz es la respuesta de Dios al desafío de Satanás; mediante ella Jesús “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10).
La muerte tal como era considerada por los creyentes antes de Jesucristo
Aparte de la repetición fúnebre: “y murió”, del capítulo 5 de Génesis, repetición interrumpida con Enoc, quien fue arrebatado para no ver la muerte, después de andar con Dios durante 300 años, el principio de la historia del hombre muestra que la muerte es el fin ineludible de su caminon terrenal. A partir de Abraham encontramos el relato de los patriarcas que habían puesto su confianza en Dios. Su deseo de descansar en la cueva de Macpela, en el país de la promesa, deja entrever su fe en la resurrección. La epístola a los Hebreos nos dice que Abraham murió creyendo, pues “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (cap. 11:10). Es un final tan glorioso como el de Jacob: “Adoró apoyado sobre el extremo de su bordón” (cap. 11:21).
Moisés, Josué, Samuel y David hablaron de su muerte con gran serenidad. Eran conscientes de haber cumplido el trabajo que Dios les había encomendado, a pesar de las inevitables flaquezas, y les fue concedida una profunda paz interior. Su fe les permitió discernir las cosas venideras, y sus últimas palabras son ricas en enseñanzas proféticas. Pero no siempre ocurrió lo mismo. Ezequías, entre otros, puso en evidencia el oscuro velo que escondía el más allá; en su oración descrita en el capítulo 38 de Isaías dice: “Ya no veré más hombre con los moradores del mundo… ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad” (v. 11, 18). Fue preciso que el Señor Jesús viniera y nos enseñara para despejar un poco este oscuro velo, y que después el Espíritu Santo, por medio de los apóstoles, nos diese una idea más clara sobre este misterioso más allá.
La muerte para el cristiano
Si bien el Señor Jesús entreabrió un poco la puerta del más allá en la parábola del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31), los apóstoles tuvieron la oportunidad de revelar más plenamente lo que concierne a este asunto. Ya en la parábola de Lucas 16 vemos una distinción absoluta entre el lugar de bendición del rescatado y el lugar de tormento del malo. Es el hombre, durante su vida, quien debe escoger; la Palabra de Dios le indica cuál es el medio de salvación. A partir del cumplimiento de la obra de la cruz, la revelación fue mucho más clara. Ya en el Calvario el Señor Jesús declaró al malhechor arrepentido:
De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso
(Lucas 23:43).
Al ver que su vida terminaba, el apóstol Pablo escribió: “Quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:8), y también: “Morir es ganancia… teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:21-23). El cuerpo vuelve al polvo y se desintegra con el tiempo, pero el alma que lo habita vuelve a Dios, pues su existencia no depende de la materia. El Eclesiastés (Predicador) ya había dicho: “El hombre va a su morada eterna… y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:5, 7).
Muchos creyentes fueron lúcidos hasta el último suspiro. A los que presenciaron su partida, el haber visto sus rostros iluminados por el gozo y el haberlos oído pronunciar “Señor Jesús”, como últimas palabras, los consuela y reconforta sus corazones, pues piensan en la posición bendita de quienes ya no están más con ellos.
La muerte, separación del alma y del cuerpo, no es más que un paso, un estado transitorio. La Palabra de Dios afirma enérgicamente la verdad de la resurrección, previendo sobre todo la de los creyentes; pero este tema se tratará en el próximo estudio.
La muerte para el incrédulo
El destino definitivo del hombre pecador que no se haya vuelto a Dios antes de su muerte ya ha sido fijado, pero no se le introducirá allí hasta el cumplimiento del último juicio descrito en Apocalipsis 20:12-15. Mientras el hombre viva en la tierra tiene la posibilidad de arrepentirse y ser salvo, pues aún hoy se le invita con insistencia: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:7-8). Dios no se complace en la muerte del pecador, sino en su perdón y su salvación. Él pagó la reconciliación al dar a su propio Hijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Creer en su Palabra, recibir su perdón, decir sí a Dios, no es difícil, y es suficiente para obtener la salvación. ¿Quién osaría rehusarla?
En la parábola ya citada de Lucas 16, desde su muerte el rico está en un lugar de tormento, y es consciente de lo que ocurrirá con sus cinco hermanos que aún viven, si no escuchan la Palabra de Dios. Los pecadores, cuando mueran, serán separados para siempre de Dios, de quien no quisieron saber nada mientras vivían; esperarán la resurrección que les conducirá ante el trono del juicio, donde su parte serán los tormentos representados por “el gusano” que “no muere, y el fuego” que “nunca se apaga” (Marcos 9:44), y donde sentirán la desesperación de su destino eterno. La compañía de Satanás, aquel que les habrá arrastrado, no hará más que aumentar su tormento. Por cuanto es verdad que la dicha solo puede ser disfrutada con Dios, mientras que Satanás no puede dar nada al alma que le escucha.
Estas lúgubres consideraciones nos hacen estremecer, pero son la verdad revelada en la Palabra de Dios. Quiera Dios que ellas nos muevan a redoblar nuestros esfuerzos para proclamar el Evangelio de la gracia de Dios, mientras la puerta de la salvación aún esté abierta. Y que también hagan sentir temor a todo aquel que, hasta el día de hoy, haya mantenido cerrado su corazón al llamado de Jesús.
La muerte será abolida
El postrer enemigo que será destruido es la muerte
(1 Corintios 15:26).
“Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda” (Apocalipsis 20:14).
Un lugar definitivo, lejos de la mirada de Dios, ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (véase Mateo 25:41). Todo lo que fue introducido por el príncipe de las tinieblas le seguirá a este lugar oscuro, para que el nuevo dominio instaurado por Jesús sea establecido eternamente. “Y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas” (Apocalipsis 21:4-5).
El reino eterno de nuestro Señor Jesucristo, anunciado por él mismo durante su ministerio e introducido moralmente por su obra en la cruz y por la proclamación del Evangelio, será establecido en gloria en el momento de la aparición de Cristo. Bajo su carácter terrenal, tendrá una duración de mil años (Apocalipsis 20). Durante este período bendito, la muerte golpeará aún a los rebeldes. Al final de estos mil años, cuando todas las cosas sean sujetas al Hijo de Dios, entonces el reino será devuelto a Dios el Padre para que, en la bienaventurada eternidad, Dios sea todo en todos (véase 1 Corintios 15:24-28). En su aspecto definitivo inmutable, este reino eterno no contará con nada que pueda oponerse al pleno gozo divino. Reposará en su amor y se complacerá por la dicha de aquellos a quienes su corazón amó desde antes de la fundación del mundo, y por los cuales sacrificó a su santo Hijo en el Gólgota.
“A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad” (2 Pedro 3:18).