Dios
La revelación que Dios da de sí mismo es progresiva y corresponde a la naturaleza de las relaciones establecidas con su criatura.
El Dios creador
Toda la creación proclama el poder y la sabiduría de Aquel que ordenó todas las cosas.
Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos
(Salmo 19:1).
“Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas” (Isaías 40:26).
“Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20).
Este testimonio convierte al hombre en responsable ante su Creador, y si la fe está en él, le capacita para recibir su Palabra (véase la continuación del Salmo 19).
“Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios” (Hebreos 11:3).
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:1-3).
“Porque en él (el Hijo) fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra” (Colosenses 1:16).
El Dios justo y santo
“Mas Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses?” (Génesis 3:9-11).
Responsable delante de su Creador, el hombre le debe sumisión. Esta primera escena en el paraíso terrenal nos habla de los derechos de Dios y de la incapacidad del hombre para obedecerle. De esta primera desobediencia proviene la historia de la humanidad en su perpetua rebelión contra Dios.
Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron
(Romanos 5:12).
“Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Habacuc 1:13).
“Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 4:8).
“Santo, santo, santo, Dios de los ejércitos” (Isaías 6:3).
“Justicia y juicio son el cimiento de tu trono” (Salmo 89:14).
Dios es luz… Dios es amor
Estas dos declaraciones de la primera epístola de Juan (cap. 1:5; 4:8, 16) nos hablan de la naturaleza esencial de Dios, mientras su justicia y su santidad subrayan lo que él es en relación con sus criaturas. Nada puede alterar lo que Dios es en sí mismo:
No hay ningunas tinieblas en él
(1 Juan 1:5).
“En el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17).
“Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y recto… Ved ahora que yo, yo soy” (Deuteronomio 32:4, 39).
“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).
A estos caracteres de “luz” y “amor” corresponden las manifestaciones de gracia y verdad, muchas veces reveladas juntas en las Escrituras. De este modo lo incomprensible de la naturaleza divina es puesto a nuestro alcance. La Palabra de Dios es la fuente y el Espíritu Santo el agente dispensador o distribuidor. Entonces la fe capta estos caracteres divinos y se los apropia.
La relación de Dios con su criatura
Si bien esta relación se interrumpió a causa del pecado, el pensamiento de Dios, así como su deseo en cuanto al hombre, permanecen. Para la felicidad del hombre, Dios estableció una relación correspondiente a la revelación que él da de sí mismo. Esta revelación de Dios es progresiva en el transcurrir de los tiempos.
Con Abel encontramos la base de estas relaciones: su sacrificio. El sacrificio es lo único que permite al hombre pecador entrar en relación con el Dios santo. Prefigurando el sacrificio de Cristo en la cruz, la ofrenda de Abel aceptada por Dios estableció un principio inmutable: “Y muerto, aún habla por ella” (Hebreos 11:4). “Os habéis acercado… a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Hebreos 12:22-24).
Hasta Moisés, esta relación fue individual. Enoc, Noé y los patriarcas disfrutaron de la dulzura de estas relaciones, que implicaban la fe de ellos. Por la fe creían las promesas acerca de una descendencia, aun antes de que la nación fuera constituida y pudiera entrar en esta relación.
Cuando Dios se reveló a Moisés, le declaró que él era el Dios de Israel. Con el nombre de Jehová, el Eterno, entró en relación con un pueblo que no lo conocía y a quien revelaría su gran poder al liberarlo de la esclavitud en Egipto.
Toda la historia de Israel, hasta la cautividad en Babilonia, está caracterizada por esta relación con Dios, la que a menudo fue perturbada por las múltiples desobediencias de este pueblo, si bien subsistió gracias a la gran paciencia de Dios. Pero esta paciencia llegó a su límite y Dios tuvo que abandonar al pueblo que había escogido. Su gran misericordia permitió que un residuo volviera al país, donde permaneció hasta la venida de Jesús. Durante este período Dios tomó el nombre de “Jehová de los ejércitos” para hablar con ellos. Dejó de ser el Dios de Israel para convertirse en el Dios de los ejércitos celestiales, presto a intervenir en favor de su pueblo y siempre dispuesto a esperar su arrepentimiento para bendecirlo.
En espera de la restauración del pueblo terrenal, la venida y el rechazo de Jesús abrieron una nueva etapa, caracterizada por una nueva revelación de Dios y una nueva relación con él. Poco después de su resurrección, el Señor Jesús confió a María Magdalena un mensaje de un alcance trascendental: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).
Esta revelación pone al creyente actual en una relación muy íntima con Dios:
Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios
(1 Juan 3:1).
“Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo” (Gálatas 4:6-7). ¿Qué derecho teníamos? Ninguno, por supuesto; solo la gracia de Dios da acceso a este favor. El menospreciar tal don de gracia es la ofensa más grande que hemos hecho a Dios.
El conocimiento de Dios solo puede ser adquirido por la revelación que él da de sí mismo. La Biblia es esta revelación. Ninguna filosofía ni ciencia pueden sustituir la simple lectura de la Palabra de Dios. El corazón que se deja impregnar por ella puede profundizar en las Sagradas Escrituras para descubrir en ellas lo que pueda satisfacerle plenamente para el presente y para la eternidad.