El final de la vida de Abraham termina con un vasto cuadro profético: capítulo 21: el nacimiento del Hijo; capítulo 22: la cruz y la resurrección del verdadero Isaac; capítulo 23: el alejamiento de Israel (la muerte de Sara); capítulo 24: el llamamiento de la Iglesia y su unión con Cristo en la gloria; capítulo 25: la introducción del reino de mil años, durante el cual las naciones de la tierra, representadas por los hijos de Cetura, serán bendecidas en relación con Isaac. A este último, Abraham le da todo lo que posee. Isaac representa a Cristo con el carácter de Heredero universal.
Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú… Pídeme, y te daré por herencia las naciones.
(Salmo 2:7-8)
Hacia ese glorioso futuro se dirigen los pensamientos de Abraham por la fe. Más allá de Isaac, contempla a Aquel en quien las promesas tendrán su realización. “Abraham se gozó de que había de ver mi día” –dirá Jesús a los judíos– “y lo vio, y se gozó” (Juan 8:56). Muere en la fe, “sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo” (Hebreos 11:13). Por eso Abraham es uno de esos hombres de los cuales Dios no tiene vergüenza, a tal punto de unir su nombre al Suyo propio, llamándose a sí mismo: “Dios de Abraham”. ¿Puede Él también llamarse su Dios?
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"