Ante estas “buenas nuevas” (v. 19), el corazón de Zacarías permaneció incrédulo. Y, sin embargo, ¿no eran la respuesta a sus oraciones? (v. 13). Desgraciadamente sucede lo mismo con nosotros. Ya no esperamos del Señor lo que le hemos pedido. En respuesta a la pregunta: “¿En qué conoceré esto?”, el mensajero celestial reveló su propio nombre: Gabriel, que significa Dios es poderoso. Sí, su palabra se cumpliría a pesar de las dudas con que fue acogida. Zacarías quedó mudo hasta el nacimiento del niño, mientras que Elisabet, su mujer, objeto de la gracia divina, se recluyó modestamente para no llamar la atención. Después, el ángel Gabriel fue encargado de una misión más extraordinaria todavía: anunciar a María, una virgen de Israel, que ella sería la madre del Salvador. ¡Maravilloso acontecimiento, infinito en sus consecuencias! Comprendemos la turbación y emoción que se apoderaron de la joven. Pero su pregunta del versículo 34 no denotaba incredulidad como la de Zacarías. María creyó y se sometió enteramente a la voluntad divina: “He aquí la sierva del Señor” (v. 38). Esta es la respuesta que el que nos ha rescatado espera de nosotros.
De Juan el ángel había dicho: “Será grande delante de Dios” (v. 15), pero de Jesús declaró:
Será grande, y será llamado Hijo del Altísimo… Hijo de Dios (v. 32, 35).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"