Según la promesa del versículo 1, a tres discípulos les fue permitido contemplar por adelantado “el reino de Dios venido con poder”. Y Jesús mismo se les apareció revestido de majestad real y resplandeciente gloria. Él, que habitualmente velaba su “forma de Dios” bajo la humilde “forma de siervo” (Filipenses 2:6-7), la descubrió un instante en presencia de los suyos, quienes estaban deslumbrados y estupefactos (Salmo 104:1).
Entonces una voz, que también es para nosotros, vino desde la nube:
Este es mi Hijo amado; a él oíd.
Cuanta más grandeza y dignidad tenga una persona, más importancia tienen sus palabras. Somos invitados a escuchar nada más y nada menos que al amado Hijo de Dios. Prestemos, pues, mucha atención a sus enseñanzas (Hebreos 12:25; 1:1-2; 2:1).
Por muy bien que se estuviera sobre el “monte alto” (v. 5), era necesario volver a bajar. El Señor hizo comprender a los tres discípulos que lo que ellos acababan de ver solo se cumpliría más tarde. Ni Juan el Bautista (a quien Elías representaba) como precursor, ni él mismo como Mesías fueron aceptados. Por eso era necesario que él pasara por la cruz y sufriera mucho antes de entrar en su gloria.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"