Era la mañana triunfal de la resurrección. Con ella, Dios dio un brillante testimonio de la perfección de la víctima y de la entera satisfacción que hallaba en la obra cumplida. La guardia, apostada delante del sepulcro, lejos de poder oponerse a este maravilloso acontecimiento, fue testigo involuntario y aterrorizado (Salmo 48:5). Pero los sacerdotes, totalmente endurecidos, compraron la conciencia de estos hombres, como lo habían hecho con la de Judas.
Llegando al sepulcro, las mujeres recibieron el mensaje del ángel. Con el corazón lleno de temor y de gozo a la vez, se apresuraron para comunicárselo a los discípulos; entonces se encontraron con el Señor en persona.
Después Jesús se apareció a los once apóstoles en la cita que él mismo les fijó en Galilea. En los versículos 19 y 20, les dio una consigna, una misión aún más importante ya que era la última voluntad de aquel que se las confiaba. No olvidemos la responsabilidad que tenemos como testigos del Evangelio. Jesús prometió a los suyos su presencia y fidelidad permanentes con estas consoladoras palabras:
Yo estoy con vosotros todos los días (v. 20).
Así termina el evangelio de Emanuel, como había empezado: Dios con nosotros (cap. 1:23).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"