Al aparecer Jesús, el ministerio de Juan el Bautista llegaba a su fin. Lejos de manifestar la más mínima amargura, este precursor pudo decir que su gozo estaba cumplido y agregar: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”, como nos lo relata el evangelio de Juan (cap. 3:30).
El reino de Dios se había acercado, el Rey en persona se hallaba en medio de su pueblo e hizo una proclamación que se resume en dos mandamientos siempre actuales: “Arrepentíos, y creed en el Evangelio”. El Señor lee en cada corazón la respuesta dada a esa apremiante invitación. Y, a los que escuchan y reciben el mensaje, les dirige el llamado individual de seguirle y servirle. “Venid en pos de mí”, dijo a los cuatro discípulos cuyo corazón conocía. E inmediatamente lo siguieron. Estos tendrían el privilegio de acompañar a Jesús a lo largo de su ministerio y así ser testigos de todo lo que vieron y oyeron (1 Juan 1:1), aprendiendo de él (Mateo 11:29). De discípulos los convertiría más tarde en sus apóstoles, es decir, sus enviados a predicar el Evangelio en el mundo.
En Capernaum Jesús curó, en la sinagoga misma, a un hombre poseído por un espíritu inmundo, prueba característica del terrible estado de ruina en el cual había caído Israel.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"