Hay dos principios divinos que siempre van juntos: uno es la gracia soberana, cuyo despliegue admiramos en el capítulo 25. Otro es el gobierno, tema de este capítulo 26.
En efecto, si por una parte Dios da sin condiciones, por otra hace que cada uno coseche lo que ha sembrado. Dios se toma la molestia de advertir a su pueblo las consecuencias negativas o positivas que tendrá su conducta, según haya obrado. Y como siempre considera en primer lugar el bien, empieza, no por las amenazas, sino por unas promesas alentadoras: la exposición de las bendiciones que resultarán para Israel merced a un andar en obediencia. Por cierto, son bendiciones terrenales, a diferencia de las del cristiano; este es bendecido “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). Pero una de esas promesas del Señor, muy preciosa, es común tanto al pueblo terrenal como al celestial:
Andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo,
(v. 12)
citado por Pablo a los corintios. Ella encierra la misma responsabilidad para el cristiano y para Israel: estar enteramente separado de toda idolatría (v. 1; comp. 2 Corintios 6:16).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"