La tierra mía es –recuerda Dios a su pueblo–; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo.
(v. 23)
Así como un jefe de familia se responsabiliza por sus invitados, Dios se compromete a sustentar a los suyos y a darles de manera milagrosa, cada sexto año, una cosecha triple que permita respetar el año sabático. El cristiano tampoco es propietario en esta tierra. Si siempre tuviésemos presente el pensamiento de que nada es nuestro, sino que todo pertenece al Señor, ¿no habría menos codicias y disputas entre nosotros? Es en el cielo y no en la tierra donde poseemos verdaderas riquezas, aquello que es nuestro (Lucas 16:11-12).
En todo este capítulo Dios se complace desplegando su magnífica gracia al liberar a los suyos. Se ocupa de su reposo, de su gozo, y vela para que no sean víctimas de la dureza de sus hermanos o de su propia inconsciencia. Nos invita a usar frente a otros la misma misericordia de la cual nosotros mismos somos objeto (v. 35-38). Esto nos brinda la ocasión de mostrar al Señor que apreciamos su gracia y no hemos olvidado lo que él hizo por nosotros (comp. Mateo 18:32-33).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"