Introducción - ¿Qué es la oración?
Mi gozo está en tus atrios, la casa de oración,
Do el alma tantas veces su fuerza y luz halló.
Con cuánto amor el ruego Tú sueles escuchar,
¡Qué dulce hablar contigo, cuán bello en Ti esperar!
Moisés nos da uno de los más notables ejemplos de oración en el Antiguo Testamento. Bajo la gran responsabilidad que pesaba sobre él, entraba en el tabernáculo de reunión para hablar con Dios (Números 7:89). Lejos del polvo del desierto y del ruido del campamento, Moisés entraba en el silencio del santuario. Primeramente oía la voz que le hablaba de encima del propiciatorio, luego hablaba con Dios.
Primero es necesario escuchar, luego hablar. “Hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero” (Éxodo 33:11). Hoy el creyente goza de un privilegio aún mayor: comunicarse con Dios no solo como con su amigo, sino escucharle y hablarle como a su Padre. El Señor dijo a sus discípulos: “Cuando oréis, decid: Padre…” (Lucas 11:2). Sin embargo, la oración no se dirige solamente al Padre; Pablo dijo: “Tres veces he rogado al Señor” (2 Corintios 12:8). Cuando era apedreado, Esteban se dirigió al Señor Jesús. Pero, fundamentalmente, nosotros oramos al Padre, nos dirigimos a él respecto a todo lo que nos concierne o nos interesa: esto es dependencia.
El interés de Dios por nosotros nos da la libertad de dirigirnos a él sin reservas: esto es confianza.
La base de esto es la fe en su amor y en su poder. No se trata de ordenarle a Dios que obre según nuestros deseos, sino de exponerle nuestras necesidades, pidiéndole que nos dé según su sabiduría y su bondad, infinitamente superiores a nuestros pensamientos. Él nos ha dado muchas cosas en respuesta a la oración, cosas que no tendríamos sin ella: “No tenéis… porque no pedís” (Santiago 4:2). Así tenemos una prueba continua de que nuestra relación es con el Dios vivo, y nuestra alma puede gozar de una comunión más profunda con él.
Nos dirigimos a un Dios invisible, pero presente, en quien el poder y la sabiduría son infinitas; quien nos ama y se interesa por nosotros, por nuestros problemas. Nos comprende y quiere ayudarnos. Nos dio a su Hijo y “nos dará también con él todas las cosas” (Romanos 8:32).
Alguien escribió: «Mi felicidad consiste en exponerle todo, sintiendo mi dependencia y teniendo la confianza de que él, en su amor, fortalecerá mi corazón con la seguridad de que sus cuidados incesantes no me faltarán».