La oración

“Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1)

¿Cómo orar?

Actitud exterior

“Entra en tu aposento”, dijo el Señor Jesús en Mateo 6:6, y “ora a tu Padre que está en secreto”. 2 Reyes 4:1-6 nos da un ejemplo. Solos en su pobre habitación, la madre y sus dos hijos recogían vasijas vacías. Solo eran tres los que estaban allí, sin embargo había otra Presencia. En su angustia esa madre había clamado a Eliseo. ¿Cómo salvar a sus hijos de los acreedores? (para nosotros, de Satanás). Ella tomó el poco aceite que le quedaba, empezó a echarlo en las vasijas y, en el silencio de esa morada, se efectuó un milagro. El aceite se terminó solo cuando las vasijas se llenaron. En la medida de su fe y en la de sus hijos que recogieron las vasijas vacías, tuvo su respuesta. No se debe hacer alarde de la oración, como los fariseos (Mateo 6:5), aunque puede haber casos cuando conviene no esconderse para orar, como Daniel en su aposento alto (Daniel 6:10).

Nada puede reemplazar esta intimidad con el Señor “en lo secreto”. Él llama e invita: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20). El mismo Señor Jesús nos dio ejemplo: oraba temprano en la mañana, tarde en la noche, o aun toda la noche. En la casa de Pedro, donde se hospedaba en Capernaum, tal vez no había una habitación donde retirarse para estar solo, entonces, “levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35).

Ciertamente, se puede orar en todo lugar (1 Timoteo 2:8). Pablo oraba en la prisión. En Hechos 21:5 vemos que, con los creyentes de Tiro, se arrodilló y oró en la playa. “Desde el cabo de la tierra clamaré a ti”, dijo el salmista (Salmo 61:2; comparar con Salmo 139:9-10). Desde el vientre del gran pez, Jonás en su angustia clamó a Dios (Jonás 2:1-2).

También conviene dirigirse a Dios en todo tiempo. Efesios 6:18 lo señala diciendo: “Orando en todo tiempo… velando en ello con toda perseverancia”. Nehemías, en un momento crítico, cuando el rey le preguntó por qué su rostro estaba triste, y cuando tal vez su vida dependía de la respuesta, en el mismo festín en que presentaba el vino al rey, dijo: “Oré al Dios de los cielos, y dije al rey…” (Nehemías 2:4-5). David deseaba estar en la casa de Dios todos los días de su vida, entre otras cosas para aprender de él en su templo (Salmo 27:4). No solo una vez, sino en todo tiempo.

¿Qué posición tomar para orar? A menudo los creyentes se arrodillan, como Pablo con los ancianos de Éfeso (Hechos 20:36), o como el Señor mismo en Getsemaní. Pero también vemos a Josafat orando de pie (2 Crónicas 20:5). Ezequías oró acostado en su cama (Isaías 38:2). En cuanto a Jonás o al ladrón en la cruz, no era su posición exterior la que contaba, sino su corazón que hablaba; esto es lo importante. En algunas asambleas los hermanos acostumbran ponerse de pie, o arrodillarse para orar, mientras que en otras permanecen sentados. Es bueno hacerlo según el pensamiento local, pero sobre todo lo importante es el sentimiento de la presencia de Aquel a quien nos dirigimos. Recordemos también la exhortación de 1 Corintios 11:4-5 para la oración en público.

En ciertos casos, en el Nuevo Testamento, encontramos la oración acompañada de ayuno. En Hechos 13:2-3, cuando los profetas y los maestros de Antioquía recibieron las órdenes del Espíritu Santo en cuanto a Bernabé y Pablo, estaban ayunando. Nuevamente ayunaron y oraron antes de despedirlos. Cuando Pablo y Silas establecían ancianos en cada iglesia, “habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído” (Hechos 14:23). Parece que Pablo acostumbraba ayunar, de acuerdo con 2 Corintios 6:5 y 11:27 (menciona separadamente el hambre y la sed, lo cual da a entender que los ayunos de los cuales habla eran voluntarios).

Trátese de ayunos físicos (privación total o parcial de alimento, pero nunca de bebida), o más especialmente del ayuno moral (abstenerse de diversas cosas, buenas en sí mismas, para concentrarse en las de Dios), lo importante es despojarse de lo que nos aparta de Dios, para concentrar toda la atención en la oración. En Isaías 58:3-7 hallamos instrucciones particulares en cuanto al ayuno en su aspecto moral. Pero en ningún caso debe hacerse un mérito del ayuno (ver Mateo 6:16-17). Si uno se siente dirigido por el Señor para practicarlo en cierta ocasión, sea a fin de ganar tiempo para la oración o para consagrarse enteramente a ella, siempre se debe entender que solo la gracia y la bondad de Dios responderán a nuestras peticiones según su sabiduría.

¿Con quién orar?

Primero individualmente, y esto sin cesar, reservando momentos particulares para estar a solas con Dios. Pero también en familia, como la viuda de Sarepta. ¡Qué hermoso ejemplo para los hijos, si ellos disciernen que la oración es para los padres un gozo y un privilegio, y no un deber del que uno podría prescindir!

En el Salmo 128, la familia está reunida alrededor de la mesa. La presencia del Señor está allí. ¡Y cómo no darle gracias… aun habiendo visitas!

Para la vida de la iglesia, la reunión de oración tiene mucha importancia. Algunos han escrito extensamente sobre este tema. Especialmente con relación a la oración, el Señor prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:19-20). En Hechos 12:5 vemos que la iglesia hacía oraciones a Dios sin cesar por Pedro. El hermano que se expresa en oración debe ser entendido por todos los presentes; así ellos podrán decir amén a la oración (1 Corintios 14:15-16). En la oración no se trata de enseñar, exhortar ni reprender a los demás. El que es la boca de la iglesia se dirige a Dios y no a los hombres. Pero no nos extenderemos más sobre este aspecto. Aunque la oración de la iglesia tiene gran importancia, ello no impide que algunos hermanos se reúnan aparte para orar. En Hechos 12 vemos que algunos estaban reunidos por la noche y oraban en casa de María (v. 12). Jacobo y los hermanos no estaban allí, según el versículo 17. Se trataba, pues, de un pequeño grupo, y no de toda la iglesia. Daniel oró con sus amigos (Daniel 2:17-18); Pablo oró con los ancianos de Éfeso (Hechos 20:36); y podríamos citar muchos otros ejemplos.

Por último, cuán hermoso es cuando dos esposos pueden orar juntos (1 Pedro 3:7). Nada podría sellar mejor su unidad, su armonía. Tienen que velar cuidadosamente para que nada en su actitud recíproca llegue a estorbar sus oraciones. Si tal fuera el caso, sería conveniente ir primero al Señor para confesar sus faltas, luego reconocerlas el uno para con el otro; y entonces con una actitud de agradecimiento, orar nuevamente juntos.

Notemos también que hay algunos cánticos o estrofas en ellos que son verdaderas oraciones. Cantémoslos con un espíritu de oración. Los identificaremos fácilmente.

Actitud moral

¿Con qué actitud interior debemos acercarnos a Dios? Primeramente con respeto y reverencia. Lo vemos en Eclesiastés 5:2: “Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra”. Y aunque él se reveló a nosotros como Padre, siempre tengamos presente en la mente y en el corazón la grandeza de Aquel a quien nos dirigimos. Él es el Padre, “que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno” (1 Pedro 1:17). Esto implica humildad. No nos extendamos en palabras; tomemos el tiempo necesario para expresarnos, pidámosle que nos hable, como lo hizo Samuel: “Habla, porque tu siervo oye” (1 Samuel 3:10); no dijo: «escucha, porque tu siervo habla». Sin embargo, la relación con el Padre es la de hijos que se saben amados y se acercan a él con confianza.

Tenemos el privilegio de orar en el nombre de Jesús y en el Espíritu (Judas 20), y esto en todo tiempo (Efesios 6:18). Incluso si no sabemos pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles (Romanos 8:26). La oración llamada “Padre nuestro”, la que el Señor enseñó a sus discípulos, correspondía a la época en que ellos vivían. Para ellos, el Padre estaba en los cielos (Mateo 6:9); todavía no era “mi Padre y vuestro Padre”. Ellos aún no habían recibido el Espíritu Santo (Juan 7:39). Así, pues, cierta formulación de oración les fue dada. Cuán admirables son los pensamientos y las prioridades que ella contiene: primero está la gloria de Dios y sus intereses, luego nuestras necesidades. Pero como hijos de Dios, no estamos llamados a repetir una oración predeterminada. Nos dirigimos al Padre o al Señor Jesús por el Espíritu, quien nos conducirá a expresarnos como conviene en las circunstancias particulares en las que nos encontramos, individual, colectivamente, o en la iglesia.

En Santiago hallamos tres estados de alma con relación a la oración: no se pide (cap. 4:2), se pide mal (cap. 4:3), o se pide con fe (cap. 1:6). En la misma epístola el creyente ora especialmente si está afligido o enfermo (cap. 5:13-14) y, como ya lo hemos visto, unos por otros (cap. 5:16). Elías tenía las mismas pasiones que nosotros, pero también tenía el mismo Dios (v. 17). La verdadera oración está íntimamente ligada a la fe, a la confianza en la bondad de Dios, pero también a la certeza de que solo él puede responder. Si buscamos su voluntad, él nos puede comunicar la seguridad de la respuesta. Él es el Dios que da.

También es muy importante orar con una buena conciencia: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado”, dice el salmista (Salmo 66:18). Jesús mismo señala que la falta de perdón para con un hermano es un obstáculo para la relación con Dios (Marcos 11:25-26). Isaías dice: No “se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Isaías 59:1-2). Desde el momento en que el pecado es reconocido y confesado verdaderamente, “orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado” (Salmo 32:6). El apóstol se sentía libre de pedir oraciones a los hermanos, pues dijo:

Confiamos en que tenemos buena conciencia
(Hebreos 13:18).

Si parece que nuestras oraciones no tienen eco, deberíamos buscar el obstáculo. Este podría ser el orgullo, la falta de perdón, un mal entendido con alguien, o, como Jacob, querer hacer un “negocio” con Dios: “Si fuere Dios conmigo, y me guardare en este viaje en que voy… Jehová será mi Dios” (Génesis 28:20-21). ¡Cuántos años de disciplina fueron necesarios para que el patriarca aprendiera que todo es gracia! (Génesis 48:15). Contrasta con la oración de Jabes: “¡Oh, si me dieras bendición, y ensancharas mi territorio, y si tu mano estuviera conmigo, y me libraras de mal, para que no me dañe!” (1 Crónicas 4:10). Exponía sus peticiones a Dios confiando en su bondad, apoyándose en las promesas hechas a los padres (Génesis 28:13-15). “Y le otorgó Dios lo que pidió” (1 Crónicas 4:10).

Pero nuestras faltas nunca deberían ser un obstáculo permanente para la oración. Antes de que cometamos una falta, Satanás insinúa que no es grave. Después de cometida la falta, atormenta la conciencia diciéndole que es demasiado grave. Sin embargo, mediante la sangre de Jesús, por la obra de su sacrificio, en cualquier momento podemos volver a Dios y experimentar el gozo de la oración, porque él es justo con Cristo para perdonar, y fiel a su promesa para hacerlo. Pero no olvidemos que estamos llamados a perdonar a nuestro hermano que tal vez nos ha hecho algún daño, y también a reconciliarnos con aquel a quien hemos causado un mal (Mateo 5:23-24).

El relato de Jeremías 42 revela un obstáculo aun mayor para la oración. Los hombres que fueron a consultar a Jeremías para pedirle que les dijera qué camino debían tomar, ya habían tomado su decisión: descender a Egipto. Ellos esperaban que el profeta confirmara su proyecto. Le pidieron que orara a Dios y aseguraron que escucharían Su voz. Dios les hizo esperar la respuesta diez días, dejándoles tiempo para reflexionar. Jeremías entonces advirtió categóricamente a Johanán y a todos los oficiales que no descendieran a Egipto. Si se quedaban en el país de Canaán, no tendrían nada que temer del rey de Babilonia. Pero ellos ya tenían sus planes concebidos, y acusaron al profeta de decirles una mentira delante de Dios (Jeremías 43:2). Haber decidido por nosotros mismos el camino a seguir y luego pedir a Dios que nos muestre su voluntad, es una trampa muy frecuente. Por cierto, a veces es muy difícil, especialmente con miras al noviazgo, ir al Señor con toda sinceridad para pedirle su voluntad. Pero también es muy importante hacerlo antes de que el corazón esté comprometido; de lo contrario, toda nuestra esperanza estará en que Él confirme nuestra decisión.

En otro aspecto: “Lazo es al hombre hacer apresuradamente voto de consagración, y después de hacerlo, reflexionar” (Proverbios 20:25). Demasiado rápido uno se deja llevar por cierto camino, acepta una propuesta sin haber reflexionado antes, y después de comprometerse quiere examinar el asunto delante del Señor. Esta es una astucia del enemigo a fin de impedir que primero vayamos a Dios, mientras nuestra mente está dispuesta a seguir el camino que Él nos muestre.

Por último, el Maestro exhorta a los suyos a no usar vanas repeticiones. Los que practican de este modo se imaginan que serán escuchados hablando mucho. De hecho no creen en la respuesta. Por tradición o costumbre, repiten vanamente las mismas fórmulas, las mismas frases. “No os hagáis, pues, semejantes a ellos”, dice Jesús (Mateo 6:7-8). Esto muestra cuán serio es expresar la oración en la iglesia, una oración por el Espíritu en armonía con los sentimientos de la iglesia misma, y no la repetición de frases conocidas, trátese de agradecimientos o de peticiones. Algunas palabras sencillas que brotan del corazón, con fe, serán mucho más eficaces y acertadas.