La oración

“Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1)

¿Por qué orar?

En primer lugar, para acercarnos a Dios y comunicarnos con él. La epístola a los Hebreos abunda en el verbo acercar. Nos acercamos confiadamente al trono de la gracia (cap. 4:16). Nos acercamos a Dios por Cristo, quien intercede por nosotros (cap. 7:25). Nos acercamos por el camino nuevo y vivo (cap. 10:19-22).

Pero Hebreos 11:6 declara: “Es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay”. Aquel en quien tal vez la fe es débil, pero que tiene conciencia de la existencia de Dios, puede acercarse a Él. “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros” (Santiago 4:8). Ya en su tiempo, Asaf dijo: “En cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien” (Salmo 73:28).

Primero había pensado que Dios estaba en contra suyo; no podía aceptar la prosperidad de los impíos frente a sus dificultades personales. Pero “entrando en el santuario de Dios”, lo comprendió.

Cuando Juan, “el discípulo a quien Jesús amaba”, preguntó al Señor quién lo traicionaría, se recostó “cerca del pecho de Jesús” (Juan 13:23-25).

Nos acercamos a Dios como Creador, “del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él” (1 Corintios 8:6). Nos acercamos al Redentor, quien ordenó todo para librarnos del poder de Satanás y llevarnos al reino del Hijo de su amor; y aun más, nos acercamos al Padre, quien nos ama (Juan 16:27), y al Señor Jesús, “el Amigo más unido que un hermano”, quien simpatiza con los suyos en todas sus circunstancias.

Para el israelita, Dios estaba detrás del velo (2 Crónicas 6:1). Para el Predicador, “Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:2). Pero para los hijos de Dios, él está cerca, y dice a cada uno: Ven, acércate, no temas. Y lo podemos hacer porque tenemos un Sumo Sacerdote que “puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:25).

Cristo entró “en el cielo mismo” (cap. 9:24), habiendo obtenido una eterna redención; él puede “compadecerse de nuestras debilidades” porque estuvo en la tierra y conoció las dificultades del camino. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia” (Hebreos 4:15-16). Acercarse a un monarca es muy difícil. Ester arriesgó su vida (Ester 4:16). Ahora nosotros contamos con el favor de Dios. Él comprende nuestra debilidad, e incluso antes de darnos “el oportuno socorro”, nos hace partícipes de su misericordia.

Veamos ahora con qué fin nos acercamos a Dios.

Agradecer y adorar

El incrédulo no da gracias a Dios (Romanos 1:21), mientras que las primeras palabras de un recién nacido en la fe son: Gracias, Señor. “Dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12).

Podemos decir que las acciones de gracias son un elemento imprescindible en toda oración: “Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2). “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6). Ya en los tiempos antiguos, Daniel se arrodillaba tres veces al día, “y oraba y daba gracias delante de su Dios” (Daniel 6:10). Sin embargo estaba cautivo y expuesto a un gran peligro. Pero esto no le impedía dar gracias.

Para adorar a Dios es necesario un sentimiento profundo de agradecimiento, de gratitud. Incluso en las situaciones más difíciles, el creyente siempre tiene motivos para bendecir a Dios. “Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).

Adoramos al Padre, pero también al Hijo: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria” (Apocalipsis 1:5-6).

No adoramos al Espíritu Santo, pero rendimos culto por el Espíritu a Dios (Filipenses 3:3), y oramos “en el Espíritu” (Efesios 6:18). Cuando no sabemos cómo orar, “el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26).

Pedir

A través de las diversas circunstancias de la vida, muy a menudo debemos pedir. ¡Tenemos tantas necesidades! La Palabra nos dice que debemos orar en todo tiempo, con toda oración y súplica (Efesios 6:18). Tratemos de discernir, pues, las clases de oraciones que dirigimos a Dios, conservando siempre el elemento imprescindible de la acción de gracias.

a) En la necesidad urgente: suplicar

En la angustia, en el peligro o en la necesidad, el creyente clama a Dios. Cuando David fue abandonado por todos, se refugió en una cueva donde compuso el Salmo 142: “Con mi voz clamaré a Jehová; con mi voz pediré a Jehová misericordia. Delante de él expondré mi queja; delante de él manifestaré mi angustia” (v. 1-2). Pedro, al ver el fuerte viento, comenzó a hundirse, y clamó: “¡Señor, sálvame!” (Mateo 14:30). Y el Señor no lo hizo esperar; inmediatamente extendió su mano y lo tomó. En la parábola de los tres amigos, el dueño de casa no tiene pan para el viajero que llega. ¿Qué hacer entonces? Se levanta a medianoche y va a su vecino, diciéndole: “Amigo, préstame tres panes” (Lucas 11:5).

Si somos conscientes de haber cometido una falta y de estar bajo las consecuencias de esta, ¿podemos clamar a Dios? La respuesta está en el Salmo 130:1-4: “De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. JAH, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado”.

Supongamos que mi alma ha perdido la comunión con Dios; entonces mi corazón natural dice: «Debo corregir este asunto antes de poder ir a Cristo». Pero el Señor está lleno de gracia, y nuestro deber es volvernos a él inmediatamente, tal como estamos, y humillarnos profundamente ante él. Solo en él y por él encontraremos lo que restaura nuestra alma» (J. N. D.).

“Pedid, y se os dará”, decía Jesús a sus discípulos (Lucas 11:9). Nos será dado… no necesariamente las cosas que hemos pedido, sino las que Dios, en su sabiduría, juzga buenas. Aun un padre terrenal sabe dar “buenas dádivas” a sus hijos, y éstas no siempre son conforme a los deseos de ellos. “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará…?” (Lucas 11:13).

Así, en la necesidad urgente, podemos tener confianza en la bondad y sabiduría de nuestro Padre. Pero esto no nos impide orar en todo lugar, en todo tiempo y en toda circunstancia.

b) Exponer nuestras peticiones

En Filipenses 4:6 no se trata de clamar a Dios en una angustia particular, “sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias”. El corazón que busca alivio se desahoga, conociendo el interés que Dios tiene por nosotros. Echa sobre él su carga, su inquietud (1 Pedro 5:7). Encomienda al Señor su camino, confiando en él, “y él hará” (Salmo 37:5). Ponemos delante de Dios todo lo que nos preocupa, sin pedirle tal o cual solución, tal salida, sino confiando en él. El resultado no es la respuesta directa a nuestra oración, sino que “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.

Hablar con alguien acerca de nuestros problemas nos alivia, pero exponerlos ante Dios nuestro Padre nos da la paz, la confianza en que él obrará. “Ciertamente yo buscaría a Dios, y encomendaría a él mi causa” (Job 5:8).

c) Pedir según su voluntad

1 Juan 5:14-15 nos asegura la respuesta a tal oración: “Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho”. Y esta es la promesa del mismo Señor: “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Juan 14:13-14).

Pero, ¿cómo pedir según su voluntad, si no la conocemos realmente? El Señor Jesús nos da el secreto: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:7). Vivir en comunión con él, alimentarse con su Palabra y obedecerle (v. 10), nos lleva a discernir la voluntad de Dios.

Romanos 12:1-2 muestra las diversas condiciones para conocer la voluntad de Dios: presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, no conformarnos a este siglo, ser transformados por la renovación de nuestro entendimiento. Entonces podemos discernir la voluntad de Dios. 1 Juan 3:22 dice, además: “Y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él”.

Si vivimos cerca del Señor, alimentándonos con su Palabra, discerniendo su plan para nuestra vida, sabremos pedir según su pensamiento. Pero fácilmente puede suceder que tomemos nuestros propios deseos como la voluntad de Dios. Así, cuando pensamos haber comprendido cuál es esta voluntad, aún es necesario que la respuesta sea conforme a su Palabra, que el Espíritu Santo nos dé la convicción interior y que las circunstancias la confirmen. Estos tres puntos (la Palabra, la convicción del Espíritu y las circunstancias) se pueden comparar con tres faros directores en la pista de un aeropuerto. Cuando un avión se aproxima y el piloto ve estos faros bien alineados, sabe que está en la dirección correcta y que puede aterrizar.

El Espíritu en nosotros puede mostrarnos que no debemos orar por algo, puesto que no sería según la voluntad de Dios. Por ejemplo, Santiago 4:3 nos advierte que podríamos pedir mal, para gastarlo en nuestros deleites.

En el capítulo 1:5 también dice: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche”. Esta fue la oración específica de Salomón. Al comienzo de su reinado, sucediendo a un padre notable, dijo a Dios: “Dame ahora sabiduría y ciencia, para presentarme delante de este pueblo” (2 Crónicas 1:10). A menudo hemos experimentado que pidiendo sencillamente al Señor el discernimiento necesario en las circunstancias por las cuales pasamos, nos ha respondido según su promesa.

Es un ejercicio continuo que requiere fe, “no dudando nada” (Santiago 1:6), pero también necesita confianza en la bondad de Dios, quien responderá según su omnisciencia; por último se requiere dependencia, la cual se somete a la voluntad que nuestro Padre manifiesta.

En la adversidad puede suceder que uno se rebele, que no acepte esta voluntad de Dios; o que se resigne y deje de orar; pero también puede lograr la victoria aceptando la prueba que el Señor permite, convencido de que Él sabe mejor lo que nos conviene.

Interceder

Interceder es orar en favor de otros, especialmente de los creyentes, pero también de las almas perdidas, teniendo amor por ellas.

Epafras rogaba “encarecidamente por vosotros en sus oraciones, para que estéis firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Colosenses 4:12).

Samuel no cesó de rogar por Israel, como lo dijo al pueblo antes de deponer la carga de juez. Hubiera sido pecado no rogar.

El Señor Jesús intercede por nosotros. El Espíritu Santo intercede por nosotros. Intercedamos nosotros también por nuestros hermanos, en primer lugar por nuestra familia. Abraham intercedía por Sodoma a causa de los justos que pudieran encontrarse allí, pero sobre todo con la esperanza de que Lot fuese librado. Los padres interceden especialmente por sus hijos; los hijos pueden hacerlo por sus padres, sobre todo cuando éstos pasan por dificultades.

Job oró por sus amigos, a pesar de toda la amargura que éstos le habían causado. Dios lo devolvió a su primer estado solo después de esta intercesión, dándole el doble de lo que tenía antes (Job 42:10).

Pablo intercedió muchas veces por las iglesias, motivo de solicitud que lo asediaba cada día. En la mayoría de sus epístolas recuerda cuánto oraba, a veces día y noche, por las iglesias y por las personas a quienes escribía.

Estamos llamados a orar por el Evangelio de una manera general, para que Dios abra puertas, pero también por la salvación de un alma en particular. Y la Palabra nos exhorta especialmente a orar por los siervos de Dios: “Y por mí…”, decía Pablo (Efesios 6:19). El apóstol escribió a los tesalonicenses: “Hermanos, orad por nosotros” (1 Tesalonicenses 5:25). El Señor Jesús mismo invita a sus discípulos, diciendo: “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mateo 9:38). Pablo pedía a los corintios cooperar mediante sus súplicas con él y sus compañeros, “para que por muchas personas sean dadas gracias a favor nuestro por el don concedido a nosotros por medio de muchos” (2 Corintios 1:11). La iglesia oraba por los siervos; el Señor concedía su gracia en respuesta a esta intercesión; el resultado era acciones de gracias dada por muchos.

Pero el círculo se amplía. El Señor anima a los suyos a orar por los que los persiguen (Mateo 5:44). Pablo exhorta a Timoteo a interceder por todos los hombres, y por los que están en eminencia (1 Timoteo 2:1-2).

En Isaías 59:16, ante el mal creciente que invadía a su pueblo, Dios se extrañaba de que no hubiera quien intercediese. ¿Intercedemos por la iglesia local a la cual estamos unidos? En varias partes hay hermanos que consagran algunos minutos cada día para orar por la iglesia. Y ciertamente el Señor responde y da la bendición y el discernimiento necesario.

Confesar nuestras faltas

El profeta Oseas declaraba de parte de Dios: “Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle: Quita toda iniquidad” (Oseas 14:2). Es necesario expresar el arrepentimiento y confesar el mal, ir a Dios con palabras que muestren la tristeza por haberlo ofendido con nuestros hechos. Esta confesión puede ser colectiva, particularmente en un caso como el de 1 Corintios 5; pero ante todo es individual, según 1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

El Salmo 32 muestra que esta confesión se dirige ante todo a Dios: “Mi pecado te declaré… dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (v. 5). En el Salmo 51, David subraya: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (v. 4). No se trata solamente de pedir perdón, sino de confesar a Dios con precisión el mal que hemos cometido, con el sentimiento profundo de lo que le costó a Cristo llevar en la cruz ese pecado. Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Según el caso, la confesión también debe hacerse hacia la persona ofendida o herida, eventualmente acompañada de una restitución, como lo enseña Levítico 5:5; 6:1-5; Números 5:7.

Santiago 5:16 también nos habla de confesar las faltas unos a otros, y de orar unos por otros, “para que seáis sanados”. Notemos que “unos por otros” es recíproco. Esta confesión de faltas (sobre todo faltas morales como las que se mencionan en Efesios 4:25-31 o en 1 Pedro 2:1, en contraste con Efesios 5:3) requiere una discreción absoluta de parte de aquel que la recibe. Puede ser una ayuda práctica real para evitar una nueva caída. En respuesta a la oración de intercesión, la sanidad no es solo física; también reviste un aspecto espiritual como en Hebreos 12:13.