Ejemplo supremo el
Las oraciones del señor Jesús en el evangelio según Lucas
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento hallamos muchos hombres que han orado. Hemos visto algo de sus oraciones, de la fe que las motivó y de los resultados. Pero hay un ejemplo supremo, el del Hijo del Hombre, Dios manifestado en carne, cuyo camino entero estuvo marcado por la oración. Los evangelios, especialmente, lo muestran dirigiéndose así a Dios, al Padre. En la epístola a los Hebreos (cap. 10:5-9), “entrando en el mundo”, podríamos decir que pronunció ya una primera oración: “Me preparaste cuerpo… He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Y durante los días de su carne pudo decir: “Mas yo oraba” (Salmo 109:4).
El evangelio según Lucas, que nos muestra al Señor Jesús como el Hijo del Hombre, lo presenta especialmente orando. Lo encontramos así en siete ocasiones que marcan ese camino de humillación y de amor; una octava oración es dicha en Getsemaní; una última en la cruz. Notemos de paso que en el evangelio según Juan, el del Hijo de Dios, no se le ve orando, salvo “por causa de la multitud” (Juan 11:41-42) y, por cierto, en el capítulo 17, donde habla con su Padre.
Tres acontecimientos, relatados también en otros evangelios, solo en Lucas están acompañados de la oración: el bautismo de Jesús, la elección de los discípulos y la transfiguración.
a) A la hora de ser bautizado (Lucas 3:21-22), Jesús dijo: “Así conviene que cumplamos toda justicia” (Mateo 3:15). Dio un testimonio ante el pueblo, asociándose con este en el arrepentimiento, aunque Él mismo no tenía necesidad de arrepentirse; pero esta actitud correspondía a la posición que había tomado. Una vez efectuado el bautismo, en Lucas, Jesús estaba ante Dios y oraba. Entonces el cielo se abrió; la trinidad estaba presente: el Padre declaró: “Tú eres mi Hijo amado”; el Espíritu descendió sobre él como paloma; y el Hijo oraba.
b) En Lucas 5:15-16 vemos que la fama del Señor se extendía más y más; grandes muchedumbres se juntaban para oírle y para ser sanados. “Pero él se apartaba a lugares desiertos, y oraba”. En general, dos cosas nos son precisadas con relación a las oraciones del Señor: el lugar de la oración (antes el Jordán, aquí el desierto) y las circunstancias. En nuestro texto, había enseñado y sanado, había cumplido el servicio para el cual había sido enviado; ahora, con humildad y discreción, se retiraba después de haber obrado. ¡Cuánto equilibrio en esta vida! ¡Qué ejemplo para nosotros: saber retirarnos y cultivar por medio de la oración ese contacto con Dios tan necesario cuando se ha presentado la Palabra o se ha sido de bendición para un alma!
c) Jesús se fue a un monte a orar (cap. 6:12). Estaba a solas con Dios. Tenía ante sí una elección importante: por la mañana llamó a sus discípulos y escogió a doce, a quienes también llamó apóstoles. Un día tendría que decir a uno de ellos: “El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”. A otros dos los llamaría «Hijos del trueno». Y entre los doce se encontraba el traidor, cuyo nombre jamás se cita sin mencionar su crimen, a quien Jesús diría una noche: “Amigo, ¿a qué vienes?” ¡Cuánta dependencia necesitaba el hombre perfecto en esta elección!
Solo Lucas nos dice, no solamente que el Señor oraba, sino que “pasó la noche orando a Dios” –la única ocasión en que esta expresión es empleada–. ¡Pasó toda la noche orando! Nunca cansaremos a Dios con nuestras oraciones individuales; podemos derramar ampliamente nuestra alma ante él. En público es distinto. Nuestras oraciones pueden fatigar al auditorio y a Aquel que las oye, sobre todo cuando se quiere enseñar a otros por medio de la oración.
d) Nuevamente Jesús “oraba aparte”; pero esta vez los discípulos estaban con él (Lucas 9:18). Cuando Jesús se levantó, observó a los que lo rodeaban, los que lo habían acompañado un poco en el camino, se volvió hacia ellos y les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Luego continuó: “¿Y vosotros, quién decís que soy?”. De su respuesta dependería la continuación. ¿Habían discernido ellos en alguna medida quién era él realmente? Acababa de orar delante de ellos. ¿Lo hizo para que sus corazones estuviesen preparados? Pedro entonces declaró: “El Cristo de Dios”.
Hemos caminado un tiempo con el Señor; ahora él parece decirnos: ¿Quién soy yo para ti, en tu vida, en tus circunstancias, en mi Persona misma? Y, ¿cuál será nuestra respuesta? A la de Pedro, Jesús agregó, dirigiéndose a ellos enérgicamente: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas”. Para él no era la victoria, ni la gloria, ni un trono, sino la cruz. Y a sus seguidores les dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día”.
e) Ocho días después del episodio precedente (cap. 9:28-32), Jesús subió a un monte a orar; esta vez no fue con todos los discípulos, sino con Pedro, Juan y Jacobo. En los evangelios según Mateo y Marcos, Jesús “los llevó aparte”, después de “seis días” de actividad, de servicio. El octavo día (que seguía al sábado) abría ya en el Antiguo Testamento una visión del futuro: la presentación de la gavilla de las primicias, la fiesta de Pentecostés, la fiesta solemne de los tabernáculos (Levítico 23).
Los tres discípulos estaban rendidos de sueño en ese monte, pero cuando estuvieron despiertos, “vieron la gloria de Jesús” (v. 32). Moisés y Elías aparecieron, como en los otros evangelios; pero solamente Lucas narra el tema de su conversación con el Señor: “Hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén”. Antaño estos dos hombres ya se habían encontrado en la presencia de Dios en otro monte. En Horeb la ley había sido dada (Deuteronomio 5); allí también la voz dulce y apacible se había hecho oír (1 Reyes 19:12). Aquí era el centro de los consejos de Dios; por la boca misma del que iba a cumplirlos, los apóstoles fueron colocados en presencia de la cruz.
f) “Estaba Jesús orando en un lugar” (Lucas 11:1). Sus discípulos le observaban. Notemos que Jesús nunca oró junto con sus discípulos. Oraba por ellos; oraba delante de ellos; pero ellos no podían estar en igualdad con él delante del Padre. Aun el día de la resurrección, no dijo: Subo a nuestro Padre, sino: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre”. También nos llama sus hermanos, pero él es el “primogénito entre muchos hermanos”; no conviene que nosotros le llamemos hermano.
Los discípulos vieron al Señor orando más de una vez. Por fin la necesidad de imitarle nació en ellos, y le dijeron: “Señor, enséñanos a orar”. Ahora deseaban entrar en esta vida de oración. El ejemplo del Maestro los animaba; habían visto algunos resultados de sus oraciones. Jesús entonces les enseñó: “Cuando oréis, decid: Padre…”. Luego agregó la parábola de los tres amigos y el sencillo pedido de: “Amigo, préstame tres panes”. El Padre siempre dará buenas dádivas a sus hijos.
g) El camino iba a terminar. Por séptima vez vemos orar al Maestro. Oraba por Simón, a quien Satanás iba a tentar cuando estuviera lleno de confianza en sí mismo: “He rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Fiel intercesión del Señor por los suyos; por Pedro, asegurándole que volvería y podría cumplir aún un servicio; pero no por su propia fidelidad y pretensiones (“Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte”), sino porque Jesús oró por él.
Notemos de paso que si hay siete ocasiones de oración mencionadas en el evangelio según Lucas, también hay otras cuando el Señor da gracias. Ello ocurre en este mismo capítulo, cuando parte el pan y da la copa a sus discípulos.
¿Cómo podía dar gracias, pensando en todo lo que significaba para él ese cuerpo partido y esa sangre derramada? ¡Dar gracias ante las dificultades, los sufrimientos, los oprobios, la vergüenza y el abandono de Dios! Por “el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2).
h) Getsemaní (Lucas 22:39-46). A menudo hemos leído y meditado este pasaje de las Escrituras, pero cada vez que lo hacemos nuestro corazón se constriñe. El Señor instituyó la Cena; cantó un himno con los once; ahora este pequeño grupo se encamina hacia el monte de los Olivos. En Mateo 26:31 habla una vez más a los suyos; les recuerda las palabras del profeta: “Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas”. En Lucas 22:37 hay otro pensamiento: “Es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos”. El Cordero sería inmolado. Hubiera deseado que sus amigos participaran en su angustia y sufrimiento aunque fuera en una pequeña medida: “Orad…”, les dijo. En este evangelio no toma a tres de ellos con él, sino que “sus discípulos también le siguieron”. Se alejó de ellos a distancia como de un tiro de piedra, distancia en la que un pastor puede, con su cayado, lanzar una piedra para que la oveja que se ha alejado vuelva. Solo Lucas nos dice que el Señor se puso de rodillas. Allí oró, diciendo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. La pequeña manada se durmió; todavía no había sido dispersada; no obstante el pastor quedó solo. Su súplica era ferviente. Estaba en la angustia del combate; el Padre envió un ángel para fortalecerle. ¿Qué le habrá dicho este ángel? Lo ignoramos. Tal vez le recordó el Salmo 102, donde en su oración el alma afligida derrama su angustia ante Dios: “Él debilitó mi fuerza en el camino; acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días…”. ¿Y cuál fue la respuesta divina? “Por generación de generaciones son tus años. Desde el principio tú fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permanecerás… pero tú eres el mismo, y tus años no se acabarán” (Salmo 102:23-27).
Allí estaba el Señor Jesús como un hombre abatido, anonadado. Su sudor se volvió como gotas de sangre que caían hasta la tierra. Se levantó de la oración y encontró a los discípulos dormidos por la tristeza. “¿Por qué dormís?”, les preguntó. Ese “por qué” debería hablar a nuestra conciencia cuando tan fácilmente nos sucede que, participando en el memorial de la muerte del Señor, no discernimos el cuerpo del Señor en el pan del cual participamos (1 Corintios 11:29).
i) En la cruz, una última palabra del Señor expresa su oración en favor de los que le rodean: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Este fue su pedido por sus verdugos. Ellos habían cumplido su obra, pero la gracia infinita del Señor intercedió por ellos: “No saben lo que hacen”, dijo él.
Pedro retomó este pensamiento dirigiéndose a la muchedumbre reunida en el pórtico de Salomón: “Sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes… Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:17-19).
Podemos haber despreciado al Señor y su obra, podemos haber permanecido indiferentes ante su sufrimiento, pero la puerta de la gracia aún está abierta. Solamente se necesita arrepentirse, cambiar de pensamiento en cuanto a sí mismo, en cuanto a Dios, en cuanto a Cristo. Es necesario reconocer la inmensa culpabilidad de haber rechazado al Salvador, de no haber reconocido en él al Hijo del amor del Padre, de haber sido indiferente ante ese don inefable; de haber acusado en el corazón a Dios de ser la causa de todo lo que va mal como consecuencia del pecado y del poder de Satanás; de no haber visto en Jesús al Hijo único que Dios dio “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Entonces, si hay arrepentimiento, si el pecador se vuelve, se convierte y cree en el Salvador, sus pecados son borrados y, habiendo recibido a Jesús, es un hijo de Dios, nacido de nuevo, nacido de Dios (Juan 1:12-13).
j) Consideremos todavía, algunos momentos, la oración en Juan 17, la única conversación del Señor con su Padre que nos es presentada con detalles. Después de la última cena estaba en medio de sus discípulos. Antes les había lavado los pies para que tuvieran parte con él. Luego de la institución de la cena les dio las enseñanzas de Juan 14 a 16. Ahora miraba hacia su Padre. En otro tiempo la nube había conducido al pueblo; era la presencia misma de Dios, pero velaba su gloria. Cuando esa nube llenaba el tabernáculo o el templo, nadie podía entrar. Pero en ese momento la nube estaba rompiéndose, por así decirlo, para descubrir una gloria que es desde la eternidad: “He acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (v. 4-5). Y continuó la oración: “La gloria que me diste, yo les he dado… aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado”. Es la gloria oficial compartida, pero una gloria esencial de su Persona solamente contemplada. Y a través de todos los versículos que hemos considerado, presentándonos a Jesús en oración, ¿no hay también algunos rayos de la gloria moral que marcó su camino en la tierra?
Ya ahora, por la fe, podemos contemplar esa gloria de nuestro Señor, y ser transformados por esta contemplación (2 Corintios 3:18). Nuestro rostro, como el de Moisés antiguamente, podrá resplandecer, porque hemos hablado con él (Éxodo 34:29).
G. André