La oración

“Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11:1)

Hombres y mujeres de oración en la biblia

Ana

Aquí no se trata de Ana la profetisa, nombrada en Lucas 2:36-38. Ella también es un ejemplo notable de una mujer de oración, quien, avanzada en edad, servía noche y día con ayunos y oraciones. La oración es, pues, un servicio confiado tanto a las hermanas como a los hermanos, a los jóvenes como a los ancianos. No se necesita un don particular para ejercerla. Sabemos que las hermanas no pronuncian oraciones en voz alta en la iglesia, pero oran en silencio. ¡Cuánto deseamos que ellas puedan cumplir fielmente, en lo particular, ese precioso servicio! Conocemos a hermanas ancianas o enfermas que pasan horas hablando con el Señor, intercediendo en favor de tantas personas que él les ha puesto en el corazón.

El primer libro de Samuel comienza narrando la historia de la familia de Ana, quien se convertiría en la madre de Samuel. Sus condiciones de vida no eran muy agradables. Elcana tenía dos mujeres: Ana y Penina. Penina tenía hijos, pero Ana no tenía; y su rival aprovechaba cada año, cuando subían a la fiesta anual en Silo, para entristecerla e irritarla. Sin embargo, Elcana amaba a Ana, y cuando ella lloraba y no comía en la fiesta, su marido trataba de consolarla diciéndole: “¿No te soy yo mejor que diez hijos?”. Pero Elcana no había pensado en orar por su mujer, ni con ella. Isaac había orado durante veinte años por Rebeca, pues ella era estéril (Génesis 25: 20-21, 26).

Ana no trataba de fastidiar a Penina. Con dolor aceptaba la situación en que se encontraba; en la amargura de su alma, su refugio era la oración.

Discretamente, después de haber comido y bebido en Silo, se levantó sin interrumpir la fiesta y fue a la entrada del templo de Dios, allí oró y lloró abundantemente. Sin duda ya lo había hecho durante muchos años. Esta vez, ante la presencia misma de Dios, derramó largamente su alma hablando en su corazón. Solamente se movían sus labios, pero su voz no se oía. Hizo voto a Dios prometiéndole que si le concediera un hijo, se lo dedicaría a él todos los días de su vida, y su hijo llevaría las marcas del nazareato (Números 6). Cuando Elí le hizo una observación fuera de lugar, ella simple y reverentemente le respondió que era una mujer atribulada de espíritu, por lo cual, dijo: “He derramado mi alma delante de Jehová”. Siglos más tarde el apóstol exhortaría a los filipenses a exponer sus peticiones a Dios con oración y ruego. El salmista también dijo: Presentaré mis oraciones delante de ti, y esperaré (Salmo 5:3). El sacerdote Elí pudo responder a la mujer: “Ve en paz”. Ella se fue por su camino, comió y no estuvo más triste. La paz de Dios guardaba su corazón. Sin embargo, todavía no había recibido la respuesta a su oración, pero su fe reposaba en Dios.

Cumplido el tiempo, Ana dio a luz un hijo, al cual llamó Samuel, nombre que significa «pedido a Dios», o «Dios escuchó». Y ella no tardó en cumplir su voto. Cuando el niño todavía era pequeño, subió con él a Silo y lo llevó a Elí. En ese momento le recordó que ella era la mujer que había estado allí orando ante Dios, y le dijo: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí”. Ese niño sería consagrado a Dios por todos los días de su vida, pese a lo que le costara a su madre. Ana compuso entonces la oración del capítulo 2, donde expresa su gozo y agradecimiento, y celebra más al Dador que al don.

El niño crecía. Año tras año su madre iba a verlo, y cada vez le llevaba una túnica, de acuerdo a su edad (cap. 2:19). ¡Cuántos cuidados, cuánto amor pondría ella al hacerle esos vestidos! Esto nos habla de las oraciones que podemos elevar a Dios por nuestros hijos que crecen, adaptándolas a sus necesidades que van cambiando. Pidamos al Señor la sabiduría para adaptarnos, nosotros también, y criarlos en un ambiente que corresponda a su edad, para que sus miradas se vuelvan al Señor.

Ana había entregado a Dios el hijo de su corazón para toda la vida, y Dios le dio tres hijos y dos hijas más (cap. 2:21). El Señor nos recompensa abundantemente cuando damos algo para él (Marcos 10:29-30). Si esta página de la Biblia fue consagrada a Ana, bien puede ser porque ella fue una mujer de oración.

Samuel

Como su madre, Samuel también fue un hombre de oración. Desde muy pequeño se había postrado ante Dios (1 Samuel 1:28). Seguramente había visto a Ana en esta actitud muchas veces y, como ella, aprendió a inclinarse ante Dios. Esta actitud fue conservada hasta el fin de su ministerio, lo cual lo llevó a construir un altar en su casa en Ramá (cap. 7:17), donde, por supuesto, adoraba a Dios. En el Salmo 99:6 Samuel es mencionado especialmente entre los que invocan el nombre de Dios, a quien ellos claman y Él les responde. La oración marcó toda su carrera. Cerca de Dios, Samuel creció y le sirvió. Llegó el día cuando Dios se le reveló directamente; su voz se hizo oír en la noche: “¡Samuel, Samuel!”. Instruido por Elí, Samuel pronunció su primera oración que nos es relatada: “Habla, porque tu siervo oye” (cap. 3:10). Elí le había recomendado decir: “Habla, Jehová”. En su emoción Samuel olvidó el Nombre esencial de la oración. Pero Dios le perdonó y le respondió. ¡Qué aliento para los jóvenes que aún están confusos en sus expresiones!

Pasaron muchos años. Los dos hijos de Elí murieron en la batalla; el anciano se cayó y se desnucó cuando supo que el arca había sido tomada. Esta fue llevada a la casa de Abinadab. “Pasaron muchos días, veinte años” (cap. 7:2), hasta que Israel se volvió a Dios. Entonces Samuel habló a toda la casa de Israel, diciendo: “Preparad vuestro corazón a Jehová, y solo a él servid… Reunid a todo Israel en Mizpa, y yo oraré por vosotros a Jehová… Entonces dijeron los hijos de Israel a Samuel: No ceses de clamar por nosotros a Jehová nuestro Dios… Y clamó Samuel a Jehová por Israel, y Jehová le oyó” (cap. 7:3-9). Volver a encontrar la comunión perdida después de una grave caída no es un asunto pequeño. Se necesita un largo trabajo de corazón y de juicio de sí mismo; los dioses ajenos deben ser quitados. Aquí la oración juega un papel primordial. Inmediatamente después de la intercesión del profeta y la ofrenda del holocausto, Dios dio la victoria de Ebenezer, y Samuel pudo decir:

Hasta aquí nos ayudó Jehová
cap. 7:12).

El juez envejeció, e Israel deseaba un rey en su lugar. “Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron” (cap. 8:6). ¿Qué hacer? “Samuel oró a Jehová”. Dios dio al profeta las instrucciones respecto al pueblo, pero este no quiso escucharlo. Insistió en tener un rey. Samuel volvió otra vez a Dios refiriéndole todas las palabras del pueblo. Israel tendría, pues, su rey, pero con la disciplina que esto implica (Oseas 13:11). En cuanto a Samuel, aceptó humildemente la situación. Acogió a Saúl, lo ungió y habló a su corazón. Poco después se despidió del pueblo: “Me dijisteis: No, sino que ha de reinar sobre nosotros un rey; siendo así que Jehová vuestro Dios era vuestro rey. Ahora, pues, he aquí el rey que habéis elegido, el cual pedisteis; ya veis que Jehová ha puesto rey sobre vosotros” (cap. 12:12-13). Después, ante la tempestad que se desencadenó, el pueblo dijo a Samuel: “Ruega por tus siervos a Jehová tu Dios”. Y Samuel respondió: “Lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros; antes os instruiré en el camino bueno y recto” (v. 17-23). A partir de entonces ya no sería el conductor del pueblo, pero en vez de ofenderse y retirarse a su aldea para no ocuparse más de ellos, continuó ese servicio esencial de la oración. Permaneció a su disposición para enseñarles el camino de Dios.

Mucho tiempo después, cuando Dios le dijo: “Me pesa haber puesto por rey a Saúl” (cap. 15:11), Samuel se apesadumbró; pero, ¿qué podía hacer? Una vez más, la última que nos es mencionada, “clamó a Jehová toda aquella noche”. Había aceptado que Saúl fuera rey; había tratado de ayudarle, de guiarle; pero más veces fue rechazado que escuchado; en ninguna parte vemos que haya podido orar con Saúl.

Así termina una larga carrera llena de abnegación a Dios y a su pueblo, caracterizada por la oración y la comunión de Samuel con Dios; carrera en la cual intercedió fielmente por otros. Cuando estaba en angustia, pudo derramar su alma ante Dios, como su madre, y encontrar la paz y el consuelo que el Señor ha prometido.

Elías

La historia pública de Elías comienza abruptamente en 1 Reyes 17, mediante el anuncio de la sequía: “Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra”. Elías había precisado al rey Acab que él estaba en la presencia de Dios. Santiago 5:17 nos muestra el secreto de esta vida interior: “Oró fervientemente”. Elías tenía por costumbre estar en la presencia de Dios. Había comprendido que ese juicio debía venir sobre Israel, que estaba en los pensamientos de Dios; oró, pues, con insistencia y pudo declarar públicamente que el castigo necesario para restablecer al pueblo vendría.

La profecía es “como una antorcha que alumbra en lugar oscuro” (2 Pedro 1:19). Sabemos lo que ella nos anuncia en la medida en que el Señor nos la ha revelado. No pedimos los juicios, pero podemos advertir a los que no creen en el Señor Jesús sobre la suerte que les espera.

Elías pasó por diferentes experiencias. Viviendo en la casa de la viuda de Sarepta, conoció todas las circunstancias que ella atravesaba. Cuando la enfermedad y la muerte entraron en ese hogar, pudo orar inteligentemente. Con delicadeza tomó al niño, lo acostó en su lecho y suplicó a Dios por él. Se extendió tres veces sobre el cuerpo sin vida del niño (a pesar de que, según la ley, todo contacto con un muerto volvía impura a la persona), y clamó a Dios para que hiciera volver el alma al cuerpo de ese niño. Dios lo escuchó. Cuánto gozo y agradecimiento para Elías cuando tomó al niño, lo bajó de su aposento y “lo dio a su madre”. Siglos más tarde el Señor mismo, lleno de compasión por la viuda de Naín, después de resucitar a su hijo, “lo dio a su madre”. En ambos casos Dios fue glorificado (1 Reyes 17:24; Lucas 7:16).

Pero una prueba mucho más grande esperaba al profeta. Dos veces ya había oído la orden de Dios: “Vuélvete”, “vete” (1 Reyes 17:3, 9). Había estado en la presencia de Dios aun antes del periodo de sequía. En Querit y Sarepta todavía andaba en secreto, al resguardo, en comunión con Dios. Después de muchos días la palabra de Dios vino a él en el tercer año para decirle nuevamente: “Ve”. ¡Esta vez se trataba de ir a mostrarse a Acab! Elías no había temido anunciar la sequía porque estaba en la presencia de Dios. Pero mostrarse a Acab, quien le había buscado por todo el país para darle muerte, era otra cosa. Sin embargo fue sin vacilar. Cuando encontró al rey, tuvo toda la autoridad moral para pedirle la gran reunión en el Carmelo: 450 profetas de Baal, 400 profetas de Asera. Estas compañías se reunieron en el monte. Los profetas hicieron un altar a Baal, y Elías hizo uno a Dios. Los profetas clamaron a su dios, pero no obtuvieron respuesta. Mas a la hora de la ofrenda, Elías se acercó al altar que había erigido y sobre el cual había puesto el holocausto y la leña, y ante todo el pueblo reunido pronunció la tercera oración que nos es transmitida: “Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Israel… Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos” (cap. 18:36-37). Entonces el fuego de Dios cayó y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja. Y todo el pueblo reconoció: “Jehová es el Dios”.

En secreto, el profeta había aprendido a identificarse con los intereses de Dios y con los del pueblo, habiéndose liberado de sí mismo y de sus propios problemas. Nuevamente su oración fue para la gloria de Dios. Subió a la cumbre del monte Carmelo, se inclinó hasta la tierra y siete veces oró para que lloviese, ahora que, al menos exteriormente, el pueblo había vuelto a Dios: “Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto” (Santiago 5:18; 1 Reyes 18:42-45).

Pero Elías era un hombre “sujeto a pasiones semejantes a las nuestras” (Santiago 5:17). Después de la tensión del Carmelo, de la carrera hasta Jezreel, ¿no debía haberse retirado aparte sin tardar para sumergirse en la comunión con su Dios? Con la amenaza de muerte por parte de Jezabel, huyó al desierto para salvar su vida (1 Reyes 19:3). Allí pronunció una quinta oración: “Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres”. Era un momento de desánimo, hasta pedir ser quitado de este mundo. ¡Qué contraste con el triunfo del Carmelo, donde tal vez creyó ser mejor que sus padres!

Pero Dios tuvo compasión de él y le envió un ángel, el cual le fortaleció dos veces. Luego Dios se le reveló desde Horeb por medio de “un silbo apacible y delicado”, diciéndole: “¿Qué haces aquí, Elías?”. Disgustado, en una sexta oración, el profeta se adelantó y acusó al pueblo: “Han dejado tu pacto… y solo yo he quedado” (v. 14). Esta es la única falta de un hombre de Dios del Antiguo Testamento revelada en el Nuevo, porque “invoca a Dios contra Israel” (Romanos 11:2). Desde entonces no vemos más a Elías en oración.

A veces, ¿no es un peligro, también en nuestros días, adoptar una actitud semejante, pensando: Solo yo he quedado fiel… o solo nosotros somos fieles? Pero veamos la respuesta divina:

Me he reservado siete mil hombres, que no han doblado la rodilla delante de Baal
(Romanos 11:4).

El Señor conoce a los suyos, a quienes muchas veces nosotros no conocemos. La Palabra nos invita a marchar con los que de corazón limpio invocan al Señor (2 Timoteo 2:22), pero sin pretensión de ninguna clase, sino profundamente humillados por el estado en que la iglesia de Dios se encuentra como testimonio en la tierra. Somos llamados a orar por todos los santos, pidiendo al Señor que produzca alguna restauración, algún despertar para su gloria.

Por cuarta vez Dios dijo a su siervo: “Ve”, pero agregó: “Vuélvete”. Es necesario volver a recorrer el camino por el cual uno se ha alejado de Dios, como otrora Abraham en su regreso de Egipto. Ahora Elías ungiría a Eliseo como profeta en su lugar. Sin embargo, Dios todavía se serviría de él en el caso de la viña de Nabot (1 Reyes 21), y luego para reprender a Ocozías (2 Reyes 1:16). En ese caso el ángel no le dijo: “Ve”, sino “Desciende” (como en 1 Reyes 21:18). Después de tantos años, el profeta tuvo que aprender el camino de la humildad. En su último viaje con Eliseo “descendió” a Betel, a Jericó y al Jordán. Dios concedió entonces a su siervo la gracia suprema de ser llevado al cielo en un carro de fuego.

Moisés

La fe de los padres de Moisés había discernido que el niño era divinamente hermoso (agradable a Dios, Hechos 7:20; Hebreos 11:23). Después de haber sido expuesto a la muerte, Dios dirigió todo para que durante un tiempo Moisés fuera criado en su propia familia. Desde pequeño oyó hablar de Dios. Trasladado luego al ambiente de la hija de Faraón, fue instruido en toda la sabiduría de los egipcios (Hechos 7:22). ¿Qué quedaría, pues, de la primera educación? ¿Prevalecería la educación de los egipcios, o la de sus padres? “Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios” (Hebreos 11:24-25).

Solo poseía destellos del conocimiento de Dios, pero éstos fueron suficientes para orientar su vida. Durante los cuarenta años en Madián, solo tenía una débil relación con Dios. Cuando Dios lo llamó de en medio de una zarza ardiente, escondió su rostro y temió mirar hacia Él. Sin embargo, Moisés llegó a ser uno de los más grandes hombres de Dios, un hombre de oración. La semilla sembrada en su corazón por sus padres germinó lenta pero progresivamente, y permitió a Dios revelársele cada vez más, hasta hablar “cara a cara” con él (Números 12:8).

No podemos detenernos en todas las oraciones de Moisés relatadas en la Palabra, pero una cosa llama nuestra atención: Moisés escuchaba a Dios más de lo que oraba. Se encuentra más a menudo la expresión: Dios dijo a Moisés, que: Moisés dijo a Dios.

a) ¿Cómo oraba Moisés?

Volvamos a Números 7:89, considerado ya brevemente. Allí encontramos el secreto de toda la vida de oración de este hombre de Dios. Moisés “entraba”. Se apartaba, como más tarde el Señor mismo, para tener un encuentro personal con Dios. Entraba para hablar con Dios. Primero para escucharle, luego para hablarle. El encuentro tenía lugar en presencia del propiciatorio, del arca y de los querubines. El propiciatorio nos habla de la obra de Cristo; el arca nos habla (entre otras) de la Palabra de Dios que contenía; y los querubines nos hablan de la santidad de Dios. Estos tres elementos son esenciales para nuestras oraciones. Nos acercamos con base en la obra de Cristo. Para que nuestras oraciones sean según la voluntad de Dios, es necesario que su Palabra more en nosotros. Es esencial no perder de vista nunca la santidad de Dios.

Cuando oramos en nuestra habitación, no se trata simplemente de vaciar nuestro corazón. Ponerse de rodillas en la habitación es primero escuchar lo que Dios quiere decirnos. Después de pedirle que guarde nuestros pensamientos, debemos darle el tiempo para dirigirse a nuestro espíritu. Es necesario tener una Biblia a mano para buscar el versículo que podría recordarnos. Después de haber escuchado, podemos hablar, pero conscientes de la grandeza de Dios, de su santidad y de su amor. Perseverando en esta comunión con él, aprenderemos a discernir mejor su voluntad y su plan para nosotros. Así oraba Moisés, sin duda, frecuente y regularmente. Algunas de sus oraciones son conservadas, especialmente las de intercesión.

 

b) Moisés como intercesor

Muchas veces el conductor intercedió por Israel; tomaremos particularmente tres incidentes:

1. Refidim (Éxodo 17:8-13).

El pueblo debía afrontar un temible combate; en realidad, era un doble combate: Josué en la batalla contra Amalec; Moisés en el combate espiritual en la cumbre del collado. Josué se defendía en el valle con la espada y la jabalina en mano; Moisés en el collado luchaba con las armas espirituales. Efesios 6:12 nos dice: “No tenemos lucha contra sangre y carne, sino… contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”. Hay un combate que librar contra ese poder. No debemos estar continuamente preocupados, porque el Señor Jesús venció esos principados y potestades (Colosenses 2:15); pero existen, y en ese conflicto la oración es un arma poderosa.

¿Por qué subió Moisés a la cumbre del collado? Primero, porque desde arriba se ve bien lo que pasa abajo. Moisés veía a los combatientes. Así podía orar con inteligencia. Antes de interceder, informémonos de las necesidades precisas. Por ejemplo, en cuanto a la obra del Señor, sea en el país o en el extranjero, leamos atentamente las cartas que informan. Informémonos de las circunstancias de nuestros hermanos que están en el frente, para interceder por ellos con discernimiento.

Estando en la cumbre de una montaña también somos vistos. Los combatientes contra Amalec veían a Moisés levantando las manos para interceder por ellos. Cuánto ánimo sienten los siervos del Señor al saber que hay hermanos y hermanas que individual o colectivamente están orando con fervor por las necesidades del campo donde se encuentran.

El combate era duro. Cuando Moisés levantaba la mano, Israel prevalecía. Y cuando bajaba su mano, ¿diríamos que no les iba tan bien? La Palabra no se expresa así. Ella dice: “Cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec”. No hay neutralidad en el combate espiritual. O Dios gana, o prevalece el enemigo. En nuestra intercesión debemos tener en cuenta esto: no hay situación neutral. El combate en el valle depende de la oración en la montaña.

Moisés se cansaba. Nosotros también, en la intercesión, a veces podemos bajar los brazos. Era muy bueno que Aarón y Hur estuvieran allí. Sin duda esas dos personas tienen un significado: Aarón nos habla del Señor Jesús, siempre vivo para interceder, y que no se cansa jamás. Bajo otro aspecto, los dos pueden representar a los hermanos con quienes podemos compartir la oración y animarnos unos a otros para no fallar en ella. Ignoramos las palabras que Moisés pronunció en esos momentos, pero conocemos el resultado: la victoria del pueblo de Dios.

2. El becerro de oro (Éxodo 32:7-14).

3. Los doce espías (Números 14:11-20).

Hay cierto paralelo en la intercesión de Moisés en estos dos casos; los consideraremos, pues, juntos.

Cuando Dios anunció a su siervo el juicio que ejercería sobre el pueblo, no quería simplemente poner a Moisés a prueba, sino que le habló solemnemente del castigo que su justicia demandaba. La intercesión del legislador condujo a Dios a arrepentirse, a retardar la ejecución de su juicio, a modificar la acción e incluso a perdonar. Tal es el poder de la intercesión (Éxodo 32:14; Números 14:20). ¡Dios escuchó a Moisés y detuvo su brazo! ¡Esto es extraordinario!

La soberanía de Dios es tal que él puede decidir una cosa y enseguida otra cosa, según el estado de corazón del que está ante él. Aun cuando hubo perdón, quedaron las graves consecuencias de la rebelión: después del becerro de oro, tres mil muertos; después de negarse a entrar en Canaán, treinta y ocho años errantes por el desierto y la muerte de toda una generación. Fundamentalmente Dios perdonó, pero su gobierno debió ejercerse, aunque en una medida reducida, para que finalmente el pueblo de Israel entrara en Canaán.

Es instructivo ver cuál fue el pedido de Moisés; las dos oraciones son similares. En uno y en otro caso Dios propuso a su siervo hacer de él una gran nación, después de haber destruido las tribus rebeldes. ¿Qué habríamos respondido nosotros? Tal vez habríamos dicho: Son rebeldes, merecen ser exterminados; si quieres hacer de mí una gran nación, ¿por qué oponerme? Pero Moisés tenía tal humildad y tanto amor por el pueblo de Dios, que intercedió en su favor y en contra de sus propios intereses. Además, en otra oración incluso pidió a Dios borrarlo de su libro, si no podía perdonar a los culpables (Éxodo 32:32). En dos oportunidades se negó a ser el padre de una gran nación. Cada vez recordaba la gloria de Dios que sería pisoteada por los países vecinos si el Israel que Dios había librado de Egipto perecía en el desierto; ellos dirían que su Dios no era suficientemente fuerte para conducirlos hasta el final. En la intercesión, recordemos las promesas de Dios: tú has dicho… tú has prometido. Pero, ¿conocemos suficientemente esas promesas de la Palabra para apoyarnos en ellas?

Sin embargo, más tarde, cuando Moisés pidió entrar en el país y verlo, su oración solo fue parcialmente contestada. No tenía promesas para reclamar. Dios había dicho: “No entrarás”. Pero en la cumbre del monte Nebo, adonde el anciano había subido solo, el Amigo fiel que le había acompañado durante todo el camino se le acercó y le mostró todo el país (Deuteronomio 34). Más tarde Moisés pondría sus pies en Canaán, cuando apareció en gloria con Elías en el monte de la transfiguración, y conversó con su Señor.

Volviendo a las oraciones del líder, vemos que Dios perdonó, pero quedaron las consecuencias del pecado. Podemos interceder por nuestros hijos, por la iglesia local, por un amigo, y Dios puede perdonar e intervenir milagrosamente. Pero también puede permitir que queden consecuencias de las faltas, al menos en alguna medida; aunque, en el período de la gracia, también puede restaurar completamente, como fue el caso con Pedro.

La intercesión es una oración, pero no todas las oraciones son intercesiones. Interceder es ponerse entre Dios y una persona, quedando uno mismo de lado. No oro por mí mismo sino por otro. No pido por mí, sino por él. La intercesión puede tener un poder muy particular. Dios cuenta con la oración de sus hijos para que muchas cosas sean modificadas. En Isaías 59:16 Dios se sorprende que no haya nadie, ningún intercesor. De alguna manera Dios dispone todo para que los suyos intervengan como intercesores y le lleven a perdonar, a enderezar, a restaurar. Así lo quiso él, y se sorprende cuando no intercedemos. En el Salmo 106:23 dice que habría destruido a su pueblo si Moisés, su escogido, no se hubiese interpuesto, “a fin de apartar su indignación para que no los destruyese”. ¿Estamos prestos para interceder por la iglesia, por nuestras familias, por la obra del Señor, por sus siervos? Dios busca intercesores y se extraña que no haya más de ellos.

c) Moisés descubre progresivamente quién es Dios

A través de su carrera y sus numerosas oraciones, Moisés progresó en el conocimiento de Dios. Es lo mismo para nosotros. Dios se revela a los suyos de manera progresiva; en primer lugar por su Palabra, sin duda, pero también mediante una vida de oración, en la cual aprenden a conocer mejor su poder y su amor.

El primer encuentro de Dios con Moisés fue en la zarza ardiente (Éxodo 3:1-14). Se le presentó como el Dios de sus padres (v. 6), el Dios de las promesas, y también como el Dios que obra: He visto, he oído, he descendido (v. 7-8). No es solo una providencia lejana, sino un Dios que quiere obrar en la vida de los suyos. Se le revela como “Yo soy el que soy”. Es el primer elemento de la fe: saber que le hay (Hebreos 11:6).

Moisés debió aprender a conocer a Dios más profundamente. En Éxodo 19:16-21 el pueblo estaba en Sinaí, donde Dios se manifestaba en una visión aterradora. Allí el legislador descubrió, aun más que en la zarza, la santidad de Dios. Uno no puede acercarse a Dios de cualquier manera. La gloria de Dios descendió sobre la cumbre; Dios llamó a Moisés, le habló; pero el pueblo debió permanecer alejado. Durante seis días el líder permaneció sobre el monte, cubierto como de un fuego abrasador; “al séptimo día llamó a Moisés de en medio de la nube” (Éxodo 24:16).

El tercer descubrimiento que Moisés hizo de Dios fue el de su misericordia (Éxodo 33). El siervo pidió: “Te ruego que me muestres tu gloria”, y Dios le respondió: “Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro”. Y allí, después de haberle puesto en la hendidura de la peña, Dios pasó delante de él y proclamó: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad…” (Éxodo 34:6-7). David, en su oración del Salmo 63, pidió ver el poder y la gloria de Dios. Pero como Moisés, aprendió: Mejor es tu misericordia que la vida. La gloria vendría después; por el momento se gozaba de su misericordia. Moisés descubrió que Dios existe. Descubrió su santidad y su misericordia. En consecuencia, su oración del Salmo 90 se divide en tres partes: Primero, que Dios es (v. 2-6). Luego, que es santo (v. 7-12). Y por último, el tercer párrafo subraya su misericordia y su gracia (v. 13-17).

He aquí la escuela por la cual pasó Moisés en sus relaciones con Dios, cuando hablaba con él. Cuando el siervo hubo vivido esta enseñanza y comprendió la misericordia de Dios, ¿qué sucedió? Éxodo 34:29 nos da una notable conclusión:

La piel de su rostro resplandecía, después que hubo hablado con Dios.

¿No puede ser lo mismo para nosotros, en nuestra vida, si sabemos hablar con Dios en la montaña?